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Feminizar el poder es ampliar los márgenes de la democracia

Rita Maestre | Máriam Martínez-Bascuñán | Marina Subirats

La explosión feminista de los últimos años ha situado el tema de la desigual situación de la mujer en el espacio público en el centro del debate. Conquistar este terreno antes vedado, ¿es solo cuestión de números? La incorporación masiva de las mujeres a los centros de poder y toma de decisiones, ¿debe llevar consigo la transformación de ese espacio y las normas por las que se rige o se trata solo de entrar donde antes lo tenían prohibido? Sobre esta pregunta gira el diálogo que mantuvieron en el CBA Marina Subirats, socióloga, Máriam Martínez-Bascuñán, politóloga y directora de Opinión de El País, y la también politóloga y política Rita Maestre.

MARINA SUBIRATS

Mujeres y poder es hoy el tema central que debemos discutir en el feminismo y sobre el que debemos trabajar. La manera de entender el poder y lo que podemos las mujeres hacer con él ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Yo pertenezco a la generación que empezó en el feminismo en los años setenta, lo que se ha llamado «la segunda ola», y tengo una trayectoria suficiente como para haber vivido ese cambio. Cuando empezamos, la reivindicación era lo que entonces llamábamos igualdad. Esto significaba que las mujeres pudiéramos acceder a todo lo que accedían los hombres y que, de una u otra forma, nos había estado vedado. En lo referente al poder, la cuestión era cómo promocionar a las mujeres. Tras las primeras elecciones democráticas en España, en 1977, solo había un 6% de mujeres en el Congreso, y en las fotos casi no aparecen. A partir de aquí se fue abriendo camino y, muy lentamente, las mujeres fueron ocupando puestos de poder, aunque aún no hayamos llegado a la paridad.

El término paridad supone un máximo del 60% de personas de un sexo ocupando cargos de poder y un mínimo del 40% del otro sexo. Todavía estamos lejos de esto en todos los ámbitos de poder: político, económico o empresarial e incluso en el intelectual. Yo he ocupado un par de cargos políticos, en el Instituto de la Mujer y en el Ayuntamiento de Barcelona, y he podido experimentar lo que significaba para una mujer ocupar estas posiciones. El Instituto de la Mujer es una institución muy especial, donde la mayoría son mujeres y está regido por mujeres y, por tanto, ahí la experiencia era menos significativa, pero en el Ayuntamiento de Barcelona pude constatar que el poder no es neutro. El poder en sí posiblemente podría serlo, pero la manera de ejercerlo, las reglas que dominan los marcos en los que se ejerce de facto el poder son androcéntricas. Los hombres han configurado las instancias de poder y lo ejercen a su manera, de acuerdo con sus deseos, sus necesidades, sus capacidades y sus objetivos. Por lo tanto, las mujeres nos encontramos con que o nos adaptamos o somos rechazadas o ninguneadas.

Cuando las mujeres hemos accedido a posiciones de poder hemos tenido que masculinizarnos, es decir, hemos tenido que mimetizar las normas por las que funciona el ejercicio de poder, porque, de no hacerlo, aunque tengamos ya un cargo, se nos ningunea a la hora de asignar responsabilidades. Esto supone un problema importante: si las mujeres que accedemos al poder mimetizamos las formas de poder androcéntricas, nada va a cambiar, vamos a hacer lo mismo que han hecho ellos. Tenemos derecho a ello, por supuesto, pero el objetivo del feminismo y de muchas mujeres que se consideran feministas no es perpetuar las formas de poder que han ejercido los hombres. Por ejemplo, las formas de poder masculino priorizan las cuestiones económicas sobre las cuestiones vitales: es algo que hemos empezado a denunciar, pero se sigue percibiendo como natural. En esta pandemia estamos presenciando muy claramente el balanceo entre el objetivo de preservar la vida o la economía. Otro aspecto central de la forma masculina de ejercer el poder tiene que ver con la competición. Muchas veces el objetivo no es pensar qué es lo mejor para la gente, sino cargarme a mi contrario, algo que también estamos viendo cada día en España, en una experiencia excesiva en muchos sentidos.

Entonces, ¿el acceso de las mujeres al poder va a implicar que nos «masculinicemos», en el sentido de mimetizar los objetivos y las formas en las que los hombres lo han ejercido tradicionalmente, o vamos a aportar otro tipo de política que complemente o contrapese estas formas? Y si hablo de complementar y no de sustituir, es porque muchas de las cosas que han hecho los hombres están bien hechas y merecen ser conservadas. La constitución de la esfera pública ha sido tarea de los hombres y nosotras hemos aprendido mucho de todo ello, pero ahora ese espacio necesita ser complementado con la visión de las mujeres.

Por supuesto, no estoy hablando de todas las mujeres, ni de una «esencia» de mujer, porque me preguntaréis: «¿Y la Thatcher?», u otros ejemplos que tenemos más cercanos. Tener ovarios no significa nada desde el punto de vista de cuál será tu política, cuáles son tus objetivos, cómo vas a actuar… No tiene nada que ver con la fisiología: es la mentalidad, la mentalidad feminista en este caso. Las feministas aportamos otra visión del mundo, como ponen de relieve los planteamientos de la economía feminista cuando presentan la contraposición entre capital y vida como algo central. Me atrevería a decir que el hecho de que las mujeres tengamos poder y las feministas tengamos la oportunidad de insertar nuestros puntos de vista en la política, en el saber y en la economía, es casi el único recurso que tiene la humanidad para no caer en un desastre total. Me estoy refiriendo a los peligros que supone el cambio climático y tantas otras situaciones resultantes de que haya habido mayor interés en destruir que en construir o mantener. La idea de mantener, de mantener la vida, la aportamos las mujeres. No porque seamos mejores, ni por naturaleza, sino porque sostener la vida ha sido la educación y el mandato que hemos recibido durante milenios.

En este sentido, al principio pensábamos que la mimetización de las formas masculinas de ejercer el poder se debía a que éramos pocas mujeres y teníamos poca fuerza para cambiar las cosas. Pero poco a poco han ido entrando más mujeres y ahora vemos que no está tan claro. En 1995, en el Congreso de Beijing, en el cual tuve el honor de participar, se puso en el centro la cuestión de lo que llamamos empoderamiento. Las mujeres, aun con inmensas diferencias a lo ancho del mundo, nos vamos empoderando, pero la cuestión sigue siendo la misma: ¿empoderarse quiere decir masculinizarse?, ¿este empoderamiento va a consistir en imitar lo que han hecho los hombres o va a significar fijar otros objetivos con los que intentar equilibrar las formas masculinas de ejercer el poder? Estos objetivos tienen que ver, sobre todo, con las tareas de cuidado, que el pensamiento feminista actual está poniendo de relieve en todos sus aspectos. El cuidado entendido no solo en términos domésticos, sino como la labor de cuidado de la vida en el mundo; es decir, el cuidado de las personas y su entorno, incluido el cuidado de la naturaleza, el cuidado de la Tierra. Para mí, este es el objetivo. Pero aún es pronto para saber si el poder va a contaminar a las mujeres o si las mujeres vamos a contaminar el poder feminizándolo.

MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN

El tema que abordamos hoy no es solo un tema central para el feminismo; el objeto político por excelencia de la ciencia política es el poder. Tradicionalmente, el feminismo ha bebido de enfoques foucaultianos para explicar de qué manera se producían las prácticas de abuso sobre las mujeres, aunque también ha tomado elementos importantes del enfoque marxista, que han permitido entender cómo la forma en la que se invisibilizan determinadas prácticas las hace aún más eficaces. Es la función de la ideología según Marx: no hay poder más eficaz que el que es invisible. En ese sentido, lo que el feminismo ha hecho a lo largo de su historia ha sido poner de manifiesto esa invisibilidad, sacar a la luz las prácticas de abuso y permitirnos comprobar hasta qué punto estaban suponiendo un veto al acceso a puestos relevantes de poder para las mujeres.

Me gustaría centrarme en el debate que viene ganando peso en los últimos años, sobre todo desde la aparición del movimiento MeToo y lo que se ha venido a denominar «la cuarta ola», que sitúa el poder en una posición central. El movimiento MeToo tuvo la capacidad de representar un momento que está en consonancia con la acústica emocional de estos últimos tiempos, que tiene que ver con la ira, pero también con la esperanza, y que no es más que la punta del iceberg de algo mucho más grande que estaba ahí latente. La iniciativa del MeToo funcionó como vehículo capaz de trasladar algo más profundo y acumulado a lo largo de mucho tiempo, que, por fin ha ocupado el centro de la discusión política, poniendo en el medio el tema del poder. La explosión del MeToo produjo muchísimas reacciones, como las acusaciones de puritanismo o el famoso manifiesto de Catherine Deneuve. Conviene recordar la enorme convulsión que supuso, en un país como Francia, que Dominique Strauss-Kahn, aspirante a la presidencia de la República, viera truncada su carrera por la denuncia de una mujer negra, limpiadora en un hotel. Esto pudo suceder en un país con una cultura democrática capaz de interiorizar la igualdad, en un Estado social sin un pasado aristocrático, tal y como describió Tocqueville en la Democracia en América. Estados Unidos ha hecho un recorrido mucho más profundo en este sentido que el que hemos hecho en Europa, donde España no es de los peores países. En este sentido, creo que es importante que ocurriera allí y que se vinculara claramente con el lenguaje del acoso sexual.

En última instancia, lo que el MeToo y esa cuarta ola feminista han sacado a la luz ha sido la idea de acoso como abuso de poder. Una idea que nos obligó a recordar el caso de Anita Hill, cuando, en 1991, su denuncia al jurista Clarence Thomas por abusos sexuales provocó una gran convulsión en Estados Unidos. Hoy sorprendería recordar que aquel caso de acoso no desembocó en una acusación de violación ni abuso sexual, es decir, era un caso vinculado al tema del poder. Intimidar a una trabajadora aprovechando una relación jerárquica superior es abuso de poder. La presión que soportó Anita Hill fue tan grande que la obligó a abandonar el proceso y Clarence Thomas consiguió entrar en el Tribunal Supremo, pero la historia ha dado la razón a Anita Hill, aunque los senadores se la dieran a Thomas, que sigue siendo juez de la Corte Suprema. Recuerdo estos detalles porque creo que no son menores para entender también lo que sigue ocurriendo, para comprender la equivocación que supone acusar al feminismo de puritanismo y tacharlo de nueva Inquisición.

Estamos en un momento de inflexión en una revolución que, durante muchísimo tiempo, ha sido silenciosa. Es verdad que se han producido algunas víctimas colaterales; es verdad que las propias feministas han hablado de determinados límites que deberíamos poner. Margaret Atwood habló del derecho a la legítima defensa, pero no olvidó subrayar algo importante: «con demasiada frecuencia, las mujeres y otros denunciantes de abuso sexual no pudieron obtener una audiencia imparcial a través de las instituciones, incluidas las estructuras corporativas; por eso utilizaron una nueva herramienta como fue internet, que no es un lugar donde circula el poder, sino que es el propio lugar donde se crea el poder en la actualidad. Internet es ese lugar donde se ha roto con una cultura del silencio que permitía mantener ese statu quo; todo lo que hace tambalear ese statu quo es una muestra de poder que consigue que, por fin, algo se mueva».

También es importante recordar que el MeToo fue activado por la actriz Alyssa Milano en un tweet que, empleando el término «poder» en el sentido de Arendt, decía: «Si todas las mujeres que han sido violadas o asaltadas sexualmente escribieran "Yo también" [MeToo] podríamos dar a la gente un sentido de la magnitud del problema». Inmediatamente se hizo viral, gracias en parte a esa estructura de tweet que conjura el yo sumado al nosotras, siguiendo la misma lógica de Charlie Hebdo, con «Je suis Charlie», que también se hizo viral en su momento. Pero en realidad el MeToo se fundó diez años antes, en 2007, en una entrevista publicada en Democracy Now, donde la activista Tarana Burke explicaba que el MeToo se inspiraba en otro poder importante: el poder de la empatía, la cultura de la escucha que han puesto de manifiesto las mujeres y han llevado a las instituciones públicas. Gracias a ese poder de la empatía, se crea un clima de confianza que expulsa el pudor, que permite que las mujeres se atrevan a compartir experiencias, mensajes y palabras hacia otras mujeres, que, cuando deciden hablar, no piensen que van a ser cuestionadas, de forma que el miedo a ser juzgadas no ocupe un papel prioritario. El poder de ese statu quo se tambalea cuando hay un contrapoder como el de la empatía, cuya fuente está precisamente en esa pérdida de pudor para hablar y para compartir. Es así como se consigue algo que el feminismo también ha hecho durante toda su historia: ejercer el poder de nombrar. Se trata, primero, de identificar fenómenos que no tienen nombre, porque se los consideraba ajenos a lo político; se va nombrando gradualmente una práctica que, aunque es sistémica y tiene un carácter estructural, no posee un lenguaje sociológico, aún no está nombrada. En esta cuarta ola feminista es muy importante tomar conciencia y dejar de mirarse al ombligo: me refiero a algunos debates del metafeminismo, que deberían dejarse a un lado porque estamos en un momento trascendental para cuestiones muy importantes a las que es preciso dar prioridad. El feminismo debe repensarse para eliminar todo resto de tabú en torno a la cuestión del poder.

Mary Beard ha sido la autora que ha explicado con más brillantez y claridad cómo se expulsa a las mujeres, su presencia y su voz, de los espacios de poder y toma de decisiones. Uno de sus libros más relevantes se titula Mujeres y poder (Crítica, 2018). La visibilidad y la presencia no siempre implican poder; el poder hay que ejercerlo, y tener un cargo político no siempre conlleva este ejercicio. Beard nos muestra cómo, desde Homero, una parte integral del crecimiento de un hombre es aprender a controlar lo que dice en público y, al mismo tiempo, silenciar a las mujeres. En una entrevista maravillosa, decía que el poder del hombre «es prácticamente proporcional a su capacidad de silenciar a las mujeres del discurso público con autoridad». Beard muestra una visión histórica amplia de la relación entre ese momento de silenciar a una mujer como demostración de poder y algunas de las formas en las que las voces de las mujeres no son escuchadas en público en nuestra cultura, no son respetadas a igual título que las de sus homólogos, algo que hoy está a la orden del día en cualquier ámbito. Es una sordera bien conocida que fue parodiada con elegancia en una vieja viñeta de la revista Punch, en la que un directivo decía: «Es una propuesta excelente, señora Triggs, quizá alguno de los hombres aquí presentes quiera hacerla». Mary Beard la pone en relación con las agresiones que siguen recibiendo hoy las mujeres cuando hablan en público, y no va desencaminada: las investigaciones académicas muestran que todavía existen muchos impedimentos informales para la paridad en el discurso que pueden subsistir incluso después de que hayamos sido autorizadas formal y legalmente a hablar. Existe evidencia empírica de que los hombres tienden a interrumpir a las mujeres más de lo que ellas los interrumpen a ellos, tienden a hablar con más frecuencia y durante más tiempo que ellas, y las intervenciones de las mujeres tienden a ser más ignoradas o reciben respuesta menos a menudo que las de los hombres. Se trata de un sesgo de género que se aprecia también en el estudio del volumen de citas de libros y artículos, que muestra que los hombres se autocitan a sí mismos con mucha más frecuencia y tienden a incorporar referencias mayoritariamente de hombres.

Por tanto, lo más interesante de este debate es la vinculación de la voz y la presencia con el tema del poder. Al expulsar a las mujeres de la conversación pública, los temas de debate que afectan a sus vidas quedan completamente desconectados de su experiencia y de la manera en la que ellas lo expresarían.

Esta labor de resignificación de conceptos e identificación de prácticas abusivas es central. Tener el poder para nombrar todo esto, para reconocerlo, es fundamental también para esas mujeres que ejercen el poder de una manera masculina, para que pueda producirse una contestación de conceptos y categorías básicas que configuran todo el orden político y social, y que han nacido ya con un sesgo de género evidente, como el concepto de ciudadanía, como la división entre espacio público y privado e incluso como la propia democracia. Necesitamos aún una buena teoría, una buena evidencia empírica para definir los problemas, para nombrarlos, representarlos y llevarlos a la agenda pública. Este es actualmente uno de los mayores desafíos para el feminismo, que está absolutamente vinculado con la cuestión del poder.

RITA MAESTRE

La cuestión de la feminización del poder, de la incorporación al espacio público e institucional de la agenda de las mujeres y de los sujetos que han estado marginados sistemáticamente de esa agenda, es uno de los temas al que más tiempo he dedicado en mi práctica política durante los años en los que he sido concejala en el Ayuntamiento de Madrid. Hace cinco años, cuando hablamos de feminización en el ámbito político, se produjo un debate sobre el uso del término: ¿Suponía hablar de feminización una vuelta al esencialismo? ¿Asumíamos con ello que las mujeres tenemos unas determinadas características y los hombres otras, y que vienen en el pack biológico y, por tanto, no se pueden cambiar?

Una parte del feminismo sostenía que, aunque reconozcamos que esas cualidades y esos roles no son biológicos, sino que están construidos socialmente, el empeño por trabajar en la esfera pública con el concepto de feminización suponía reforzar, de hecho, esos roles, cuando el objetivo del feminismo debería ser deconstruirlos y desgajarlos de los géneros o, al menos, complejizar la relación entre ambos. Otro sector del feminismo, al que yo me adhiero, defiende que tiene sentido incorporar, utilizar y mantener la palabra feminización. En primer lugar, por una cuestión de justicia histórica. Hablar de feminización en la política es poner en valor cualidades, afectos, sentimientos que han existido siempre en la esfera de lo privado, en el ámbito de lo no valorado; es decir, son cualidades que no se han percibido como tales durante mucho tiempo. Al contrario, se las ha definido como defectos, especialmente cuando han irrumpido en el espacio público. Creo que es de justicia utilizar la palabra feminización precisamente para poner en valor la escucha, la empatía, la debilidad, la fragilidad, la vulnerabilidad, el trabajo en equipo, las relaciones y los afectos. Cualidades que han existido siempre, aunque nunca se las haya valorado, al menos en el ámbito del poder y del espacio público. Yo reivindico el uso de esta palabra para poner todo eso en valor y también para ponernos en valor como sujeto, sin dar por ello a estas cualidades una función normativa que pueda acarrear una definición estrecha de mujer que excluya a quienes no tienen estas cualidades. Entiendo que es un debate complejo y que tiene también una vertiente generacional, como muchos de los debates actuales del feminismo. Muchas mujeres feministas de la generación de mi madre, que es feminista, no entienden cómo, después de tanta lucha, decidimos ahora reivindicar que somos mujeres, madres que escuchan, empáticas…

Como ha dicho Marina, el poder no es neutro, está construido en torno a las necesidades y las cualidades de lo masculino, más que del hombre. Para mí, la feminización tiene que ver con traer al centro de la agenda institucional los problemas que han estado ocultos precisamente por ser problemas feminizados: la desigualdad económica, la violencia sexual, el reparto injusto o desequilibrado de los cuidados en el sostenimiento de la vida en las sociedades modernas. La feminización supone colocar en el centro de la agenda la redistribución; es decir, la pregunta por cómo se crean, se reparten y se distribuyen el poder y la riqueza. Supone plantearnos si nos gusta ese reparto y esa distribución o si queremos cambiarlos. Consiste en que incorporemos la perspectiva de género al pensar todas y cada una de las políticas públicas que se hacen en una ciudad. Y el hecho de que los espacios de representación sean paritarios no es una garantía de que las cosas vayan a cambiar, pero sí es una condición sine qua non. Es imposible que en la agenda de la política entren los problemas, las necesidades, la mirada de las mujeres si no están las mujeres para contarlo.

Al hablar de feminización de la política, no hablamos solo de un debate teórico o político, sino de un conjunto de decisiones muy concretas. Cuando, desde las instituciones, tienes que decidir a qué dedicas los recursos y el tiempo y cómo se deben afrontar las transformaciones, en mi caso, de algo tan grande como la ciudad de Madrid, la feminización es algo muy presente. Hay que pensar, por supuesto, en la lucha contra la violencia machista y en el reparto de los cuidados, pero también hay que pensar, y convencer –algo que, en mi experiencia como concejala, fue casi lo más difícil– a mucha gente que no está acostumbrada a pensar la ciudad con esos ojos, de que existe un impacto y una desigualdad de género en el diseño de las calles, en el reparto del espacio público, en el transporte, en la movilidad… En todas y cada una de las decisiones que se toman en políticas públicas hay un impacto de género y, por lo tanto, debe haber, si queremos cambiar ese entorno, un análisis, un pronóstico y una búsqueda de soluciones. Por ejemplo, la Comunidad de Madrid hace cada diez años una encuesta sobre el transporte público y los usos del metro y el tren, en la que apuntan que se puede coger el metro por dos razones: para ir al trabajo o por ocio. La opción de recoger a los hijos del colegio, acompañar a tu madre al hospital o hacer cualquier otra cosa que forma parte del sostenimiento cotidiano de la vida, ese algo más que no es ir a un bar, pero tampoco es ir a trabajar, simplemente no está contemplado, no se les ha ocurrido. Eso es una política pública hecha sin ningún tipo de perspectiva y, por lo tanto, no es neutra, está profundamente definida en torno a una serie de necesidades y oculta de forma sistemática otras.

Hablar de feminizar el poder no consiste solo en incorporar el sujeto mujeres y las lógicas de las mujeres en el espacio público, sino que debería implicar también repensar la masculinidad. Feminizar el poder es también repensar, modificar y transformar la forma en la que los hombres ejercen el poder. Feminizar es también desmasculinizar y avanzar hacia una forma de ejercer el poder en la que, efectivamente, los roles de género estén menos definidos, donde, precisamente, podamos fluir unos y otras con más libertad. En el espacio público, las mujeres tendemos a asumir los comportamientos o las cualidades clásicas de la masculinidad, tanto es así que cuando hay mujeres que hacen un esfuerzo para comportarse de manera distinta son acusadas de debilidad y fragilidad. Durante los cuatro años que fue alcaldesa de Madrid Manuela Carmena, que se caracterizaba precisamente por tener formas muy poco masculinas, este sesgo fue evidente. Si Carmena ponía en marcha una medida y después de valorar pros y contras creía que era mejor dar un paso atrás, sistemáticamente se señalaba esa decisión como una profunda debilidad, se la acusaba de no saber lo que quería, de ser una persona insegura que se mueve respondiendo a impulsos o caprichos femeninos, cuando lo cierto es que asumir que te has equivocado es algo maduro y muy serio. Sin embargo, toda la construcción que se intentó hacer de ella en términos mediáticos y políticos se basaba en mostrarla como una persona débil, porque era abuela, por ejemplo.

En general, las mujeres que salen adelante en política han hecho un enorme esfuerzo y tienen el mérito, además, de ser valientes, algo necesario cuando pones la cara en el espacio público, donde la crítica es extraordinariamente más dura, cruel, personal y directa. Pongo un ejemplo: coincidiendo con el Día del Nudismo, una iniciativa que lleva treinta años celebrándose en Madrid y que permite que puedas ir a las piscinas sin bañador, el primer año que nosotras llegamos al Ayuntamiento los medios se volvieron locos con titulares como «Manuela Carmena ha instaurado el Día sin Bañador». Yo llamé a unos y a otros, les expliqué que la iniciativa había comenzado con Álvarez del Manzano, pero se formó una bola que no había manera de parar. Al día siguiente, cuando estaba leyendo el impacto en prensa, me encontré con un artículo de opinión en El Faro de Vigo titulado «La abuela ninfómana y la nieta desnuda». Obviamente, las protagonistas de ese relato semipornográfico y despreciable éramos Carmena y yo. Ese nivel tan grande de odio, de desprecio, de hostilidad, está hecho para desincentivar que las mujeres ocupen el espacio público, atacándolas de una forma completamente distinta que a los hombres.

Por todo esto, y por si había aún alguna duda, pienso que feminizar el poder, el espacio público, la política, es una pelea por ampliar los márgenes de la democracia. Para mí, como política, activista y ciudadana, es la batalla primordial. Se ha avanzado mucho en estos últimos años, pero aún quedan muchas cosas por hacer.