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"La movida se vivió como un parque temático de la libertad y la creación"

Entrevista con Miguel Trillo

Víctor Lenore
Fotografías de Miguel Trillo publicadas en las revistas Rockocó (1983) y Callejones y avenidas (1985)

La expresión «tribus urbanas» ya apenas se usa, pero Miguel Trillo (Jimena de la Frontera, 1953) supo sacarle todo su jugo al fenómeno, intuyendo que estos grupos expresaban el dinamismo de la sociedad de consumo y las aspiraciones de una juventud hambrienta de sensaciones. Aunque esas subculturas casi han desaparecido víctimas de un proceso de homogeneización, millones de veinteañeros siguen pensando en su ropa y sus gustos musicales como parte crucial de su identidad. Repasando el trabajo de Trillo de más de cuatro décadas, queda claro que uno de sus grandes méritos fue prestar más atención al público que a los artistas, orillando el aura de las estrellas para centrarse en su público, mucho más vivo, relajado y espontáneo. Otro de sus aciertos fue desarrollar su trabajo en la calle, lejos de la asepsia de los estudios. Aprovechamos la exposición La primera movida, que acogió el CBA dentro de PHotoEspaña 2020, para mantener una larga charla con el fotógrafo.

Una pregunta general, pero inevitable: ¿cuáles son las principales diferencias que encuentra entre el Madrid de 1980 y el de 2020?

A nivel interno, mi edad. Acabo de cumplir los sesenta y siete. Y a nivel externo, que lo que antes era minoritario, ahora es masivo. Te pongo este ejemplo: en octubre de 2019 se celebró en la explanada de Ifema el festival Madrid Salvaje. No había carteles por las calles anunciándolo. Solo se publicitó en Internet y las entradas se agotaron con antelación. C. Tangana fue de los muchos que actuaron en aquellos dos días. Yo ese sábado fui a Ifema a una feria de videojuegos, quería fotografiar a cosplays, pero cuando vi que la gente más interesante estaba haciendo cola para este festival cambié de opinión y me puse a fotografiar a traperos y demás. Al día siguiente volví para repetir lo que ha sido mi táctica últimamente: ya no entro en los recintos, me contento con las afueras del concierto, ni fotos de las masas enardecidas ni de los artistas actuando, eso ahora es cosa de drones. Prefiero estar a mi aire por los alrededores, en las salidas de las bocas del metro, por los bares cercanos, con la paciencia del pescador de caña y la alegría del que está en vena. Aquel festival de música urbana era un claro ejemplo de que los tiempos seguían cambiando. La edición de 2020 se ha pospuesto a 2021 por culpa de la pandemia.

¿Qué fotógrafos diría que fueron una inspiración o una referencia a la hora de afrontar su trabajo?

Entonces se sabía muy poco de fotografía. Cuando empecé con las fotos de actuaciones a finales de los setenta no conocía el nombre de ningún fotógrafo de conciertos, me salió por generación espontánea, y el retratar al público, también. En el verano de 1979, en un festival de fotografía en Venecia, organizado por el hermano de Robert Capa, conocí la obra de Diane Arbus y de August Sander. Se me quedaron en la retina, te enseñaban que las fotos son silencios llenos de intensidades, que una fotografía es un sentimiento visual. Reconozco que tenían poco de rockeros, pero ya intuía que yo no iba a ser fotoperiodista de fotos de encargo, como si fuera un recadero, que lo mío sería más un fotodiario que acabaría expuesto en una galería de arte contemporáneo o en portfolios de revistas de fotografía o en fanzines autoeditados.

Su gran aportación, según la percepción general, consiste en poner el foco en el público en vez de limitarse a las estrellas. ¿Cómo toma esa decisión y cómo marca su carrera?

En mi primer viaje a Londres, en el verano de 1980, conocí la revista I-D, que acababa de salir, y pensé que ojalá hubiese en Madrid algo parecido. Disfruté haciendo retratos de gente underground por el mercadillo de Camden Town o por las tiendas del Kensington Market, disfruté más que con los grupos que veía actuar en el Marquee o en el 100 Club, a los que también disparé, pero menos. Y la gente era bastante receptiva, muy enrollada, se dejaban fotografiar más que en Madrid y tenían unas pintas superfuertes. En España aún existía cierta desconfianza o temor porque la fotografía había sido utilizada para ser fichado por la policía. Yo intentaba practicar una fotografía de arte y ensayo como el cine que me gustaba en aquella época. Quería que la fotografía no fuera mi profesión, sino mi pensamiento, mi intérprete.

Muchos ven la Movida como excluyente en algunos aspectos: el heavy metal, por ejemplo, estaba expulsado de lo que «molaba», pero usted decidió incorporarlo a su trabajo.

Tengo gustos musicales muy flexibles. Para mí conseguir una fotografía que me satisfaga se antepone a lo que puedan pensar otros. Asistir a los conciertos heavies al Pabellón o al extrarradio de Madrid no me producía interferencias. En mis viajes a Londres, en los veranos de principios de los ochenta, había hecho escapadas a los festivales de Reading y de Donnington, que entonces eran lo máximo del planeta rock. Lo mismo me pasó luego al final de los ochenta con el rap en Madrid. Mis fotos de hip-hop en Azca o en Móstoles y Alcorcón, en la segunda mitad de esa década, surgen por atracción por el breakdance o el grafiti. La música juvenil, además de sonidos, tiene sus ritos visuales y eso para un fotógrafo es un premio.

Pero ¿existía esa distancia con un género de barrio?

El número de mi fanzine Rockocó dedicado a los heavies fue el más difícil de distribuir, solo lo llevé a Discoplay, porque era adonde iban a comprar discos. Es el que menos se vendió porque se salía del circuito que yo controlaba de emisoras de radio y tiendas de discos de new wave. En Radio 3 no había programas de heavy. Al locutor de Radio Juventud, Paco Pérez Bryan, de «El Búho Musical» se lo mandé y sí habló de él. Las emisoras piratas como Onda Verde o La Cadena del Water, que tenían bastante audiencia rockera, carecían de dirección localizable. Y había programas de heavy como el del Pirata o el de Mariskal Romero, de gran audiencia, pero no tenían costumbre de hablar de cosas distintas a los discos, los conciertos o entrevistar a los músicos.

Parece que la Movida incorpora la estética punk sin los valores antiautoritarios del punk. Los seminales Kaka de Luxe se quejaban más de lo tonto que era su público que de la policía, los políticos o los banqueros (a cuyas fiestas, por cierto, acudían).

De las fiestas de banqueros nunca me enteré. Bueno, los millonarios siempre han estado detrás del arte y los artistas. La Movida no fue un conglomerado homogéneo y había libertad de movimiento porque no era un movimiento. En música, las letras irónicas de Glutamato Ye-Yé, Los Nikis o Aviador Dro no cuadraban con las amorosas de Los Secretos, Nacha Pop o Mamá. El punk anglosajón fue también heterogéneo, no era lo mismo las performances de Malcolm McLaren con Sex Pistols o las canciones lúdicas de Ramones que las políticas de The Clash o los conciertos antisistema de Crass. Además, la Movida fue un atracón convulso tras una dictadura de dos o tres generaciones y se prohibía prohibir. Todo era comestible.

Bueno, casi todo…

En 1978 vi casualmente un concierto de Kaka de Luxe en un colegio mayor de la Complutense. Aún mandaba el Rollo, no se hablaba de Movida. Yo el 77 y parte del 78 lo había pasado en la mili en Sevilla, allí triunfaban Triana, Veneno… Cuando vuelvo a Madrid en otoño del 78, noto que han cambiado algunas cosas. Y en el mundo de la música la política empezaba a verse como algo ajeno, como de gente distinta. Para mí los dos años centrales de la Movida fueron 1981 y 1982. Conciertos en la Escuela de Caminos, como el de las Hornadas Irritantes o la programación en Rock-Ola de la temporada 81-82, los tengo como experiencias inolvidables que guardo en mis carretes. Y hubo hasta grupos punkis de chicas, las Pelvis Turmix o Polvo de Brujas, que duraron muy poco. Todo pasaba muy rápido. Lo de los nuevos románticos fue visto y no visto. Pero la fotografía siempre ha puesto el tiempo en su sitio. Aunque haya sido en el sitio de nuestro recreo.

Cuando veo su trabajo y leo sus entrevistas, tengo la impresión general de que la recepción en España de las tribus urbanas ha sido más estética que sociopolítica. Hablando en plata, se copian más las pintas que los vínculos socioculturales.

La política es un discurso verbal y las tribus urbanas, visual, corporal; son cosas diferentes, es un fenómeno adolescente y musical. La concienciación suele ser algo de jóvenes adultos, de la lucha por la vida, por el trabajo, la vivienda, personas que ya tienen pareja estable. Al teenager internacionalmente se le ha identificado con el término «The Fourth Sex». Es como el fenómeno fan, pero en gamberro, como si fueran hooligans atrapados por los bafles. Durante la Movida los progres ya eran mayores. Algunos de estos adultos la apoyaron. Te pongo dos ejemplos: el crítico de música y arte, José Manuel Costa, de El País, que había sido militante trotskista de la Liga Comunista Revolucionaria, apoyó a la nueva ola madrileña, cuando la línea editorial del diario en cultura era dar cancha a los exiliados que habían vuelto, que se convirtieron en superestrellas mediáticas. Lo mismo ocurrió con Tomás Cuesta en ABC, que era un intelectual de derechas, que luego se dedicó al periodismo político. Le produjo fascinación que una gente tan joven estuviera trastocando el mapa cultural de una ciudad, de un país. Conservo muchos recortes de periódicos y revistas de la época sobre este tema. Aunque desconfío de esos documentos: se interpretan como fidedignos para reflejar un tiempo cuando no es así. Es cierto que Andy Warhol vino a Madrid en 1983 a exponer y que ciertos grupos internacionales actuaron en directo en TVE, en La Edad de Oro, con público real, pero sacar conclusiones sobre el arte o la televisión en nuestro país a raíz de esas dos anomalías es engañar. O cuando se habla de las crestas de colores en la Movida, yo no las vi. Bueno, en el 82 hay algún punk que se atreve a raparse por los lados, y en el 83 llegó a haber punkis teñidos de rubio y alguna cresta, pero muy pocos. Y no había tatuajes.

En los años ochenta, España entra en la cultura pop con un notable retraso respecto a Europa o Estados Unidos.

Éramos un país chapado a la antigua desde tiempo inmemorial. El franquismo no desapareció de la noche a la mañana. Incluso dudo de que en los pueblos o ciudades pequeñas llegara a desaparecer. Además, en las tribus urbanas hay un fuerte componente narcisista, nihilista, de teenagers, que no cuadra con la disciplina de consigna. Cuando en la segunda mitad de los ochenta triunfa el rock radical vasco, sí hay militancia, pero con una música que estaba caducada, aunque eso daba lo mismo. Se repitió lo de los cantautores de los setenta, que instrumentalizaron la música para un fin sociopolítico. Estuve en el Festival de los Pueblos Ibéricos, en la Universidad Autónoma de Madrid, en 1976. Aquello fue impresionante de público, pero no se estaba por la música, fue un mitin donde no había líderes de partidos (seguían prohibidos) dando discursos, sino cantantes y grupos de música actuando. En el estupendo documental Lo que hicimos fue secreto, de 2016, se cuenta muy bien cómo la música punk se convirtió en el comodín ideal para la lucha de la militancia antisistema, okupa, autogestionaria de finales de los ochenta… Cuentan que solo tres o cuatro grupos de punk en Madrid estaban detrás de todo (Tarzán y su Puta Madre, Olor a Sobako, Andanada 7…). Lo viví de cerca porque hasta monté una exposición en la «okupación» de Arregui y Aruej en la antigua fábrica Mazda, en Puente de Vallecas, en el verano de 1988, y les pasé fotos para su Boletín de resistencia. Ese año fui con mi cámara a la marcha contra la base americana de Torrejón de Ardoz y, tras el tradicional enfrentamiento con la policía al final y las cargas, no regresé a Madrid, sino que me fui a la discoteca Stone’s, la catedral del hip-hop entonces, frecuentada sobre todo por soldados negros americanos. Esa noche fotografié a hip-hoperos madrileños. Los veía como la tribu urbana del momento y los punkis-okupas de la marcha de ese día eran para mí activistas políticos, la música como excusa, en vez de la música como pasión. Siempre me he sentido más a gusto con los fanáticos de la música. Desconfío de los fanáticos de temas más transcendentes, aunque tengan mis simpatías o mis reparos, dependiendo de lo que apoyen, claro.

Se suele decir que la Movida era un movimiento apolítico, pero en realidad quizá era antipolítico. Recuerdo que Almodóvar decía: «Nosotros militábamos en la frivolidad».

Soy de la década de los setenta: cumplí los veinte en 1973 con un almirante de presidente del Gobierno y un general de jefe de Estado. No me dejaron vivir esa década mágica con normalidad, así que nunca vi la new wave como ruptura del rock progresivo o del sinfonismo, porque aquí estábamos fuera de los circuitos internacionales, a no ser por los discos, y a veces ni eso. Y lo mismo pasaba con el cine. Tengo un hermano tres años mayor que yo que a mitad de los setenta militaba en la extrema izquierda, incluso fue detenido, luego a finales de los setenta se moderó y era el secretario provincial del PCE de Málaga. Cualquier joven de entonces, fuese universitario contestatario o trabajador concienciado, hizo de la militancia una forma de vida. Pero cuando llega la libertad hay agotamiento mental del lenguaje de la lucha. Y la opción anarcoide-festiva del punk y la fascinación estética por la new wave fue una bocanada novedosa frente al desaliño progre. Vivíamos en un país donde había pobreza de escaparates. Había que salir fuera para ponerse al día. La Movida fue la tormenta perfecta. Y con la ventaja de que íbamos hacia adelante, cuando en Londres o en Washington les había llegado Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

Hacía falta un descanso de tanta solemnidad política.

La Movida se vivió como un parque temático de libertad y creación. Y Rock-Ola fue más interclasista y tolerante de lo que se dice. Se inauguró en 1981 con el grupo punk UK Subs. Se convirtió en un centro de reunión de inclasificables con la música como telón de fondo necesario. Días después tocó Ramoncín, que se autoproclamaba punk, aunque su música no era punk, era rock con letras interesantes. La Movida, si huyó de algo, fue de ser transcendente, seria. En el heavy y luego en el rap de los noventa hay a veces demasiada seriedad y se dan charlas o proclamas, lo cual es bueno para algunos o para muchos, pero hay gente a la que no le gusta que le den lecciones de nada, que le indiquen el camino por donde ir. Es un tema delicado; si no se hace con inteligencia, me cuesta soportarlo. Y siempre ha de haber la posibilidad de las excepciones. El rap, donde se da mucho el mensaje racial y el social, puede tener gente como Beastie Boys, blancos, niños bien y con mucho humor. Eso es lo bonito, que no haya reglas ni caminos trazados, sino bifurcaciones y baches. En los setenta hubo un momento que me dije: «¡Basta ya de Quilapayún!». Por sobresaturación. Fíjate que mi otro hermano (soy el del medio), cinco años menor que yo, cuando llega a la universidad se mete en la tuna, lo que yo tanto había odiado. Y es que un joven ha de ser mosca cojonera. Y no hay recetas de cómo serlo.

¿Qué moscas cojoneras le interesaban?

Para mí, un corredor de fondo en los ochenta sería Nacho Canut, ex Pegamoide, punk ramoniano, que luego formó Fangoria, tremendo cambio. Me descubro ante la gente que dio la Movida, que son espíritus libres en la paupérrima historia de la música juvenil española. Te pongo dos ejemplos opuestos: El Zurdo, ex Kaka de Luxe, ex Paraíso, ex La Mode, es un inclasificable. Y escribe muy bien, pero sus ideas políticas derechistas le pasaron factura. Y otro que escribe muy bien es Santiago Auserón, ex Radio Futura, y en este caso de ideas de izquierda. Los dos han creado grandes canciones y es lo que me importa a la hora de valorar sus facetas creativas. En el arte, en la literatura, se da gente de diferentes espectros ideológicos. Hasta en el heavy los hay de derechas. Mira Barón Rojo. O Chapa, el sello que lanzó a Leño, era un negocio del Opus Dei. Mariskal Romero fue un posibilista y lo importante es lo que consiguió hacer: llevó en aquel tiempo el rock en español a cotas inimaginables gracias a Chapa Discos. Y Obús fue producido y vestido por Tino Casal. Tampoco cuadra, estábamos en 1981. No sé qué hubiera hecho Eduardo Benavente en el sello Tres Cipreses, que creó junto a sus amigos de Gabinete Caligari. Su muerte a los veinte años hizo que Parálisis Permanente pasara a convertirse en grupo de culto. Su evolución afterpunk y siniestra se quedó truncada, en él tampoco había referencias sociopolíticas; no procedían. O el tándem Alaska-Ana Curra, parecen opuestas, yo admiro sus trayectorias, comparten un tronco común, aunque con ramas y pájaros de nidos distintos.

En los últimos años, hay cierto debate sobre si el PSOE instrumentalizó la Movida. Lo que me interesa es que hay una línea muy fina entre que una institución apoye un movimiento y que lo instrumentalice.

En el libro coral de José Luis Gallero Sólo se vive una vez. Esplendor y ruina de la Movida Madrileña (Ardora, 1991), de hace casi treinta años, se habla en más de una ocasión de los mundos tan dispares de los artistas y los políticos, como si fueran especies humanas diferentes. Está claro que el ayuntamiento de Tierno Galván era preferible al que hubiera sido el de José Luis Álvarez (UCD), que fue quien ganó las elecciones municipales de 1979 sin mayoría absoluta. Entonces solo había leyes del franquismo derogadas y los políticos dejaban hacer y desconocían la calle, excepto el entorno de sus militantes o las luchas de barrios, en las que había asociaciones muy organizadas. Y el gobierno de UCD era un rompecabezas. Hasta que Felipe González no llega al poder a finales del 82 no se empieza a querer influir en la cultura juvenil. Cuando en el 83 se acercan a la Movida, ya la Movida está en retirada y queriéndose profesionalizar.

Fue una intervención tardía…

No se me olvida lo que pasó con la exposición Madrid Madrid Madrid (1974-84) en el Centro Cultural de la Villa, comisariada por el artista y crítico de arte y miembro de la CNT, Quico Rivas. Ya estábamos en 1984 y la ONU había declarado el año siguiente Año Internacional de la Juventud, por lo que todos los Estados tenían que tener políticas juveniles preparadas. La expo fue una coproducción de la recién creada Comunidad, que presidía Leguina desde 1983, y el ayuntamiento de Tierno, los dos socialistas. El alcalde presidió esa inauguración tan moderna. Aquello no lo entendía, pero era inteligente y dijo: «¡Viva el caos!». Al día siguiente, el teniente de alcalde, Juan Barranco, obligó a retirar una foto de Tierno con la actriz Susana Estrada en topless que había a la entrada. Lo peor fue que el catálogo de la expo, que era una enciclopedia de diez años de cultura madrileña alternativa, se quedó en imprenta y nunca salió, porque contaba una historia en la que el PSOE apenas aparecía. La clase política invierte siempre en su marca, en su logo, y no podía aceptar aquella publicación que la ninguneaba. La justificación oficial fue que el presupuesto de la exposición se había sobrepasado. Pero cuando el galerista Fernando Vijande lo quiso editar con su dinero, casualmente, no se encontró la maqueta ni los ferros, y aún siguen en paradero desconocido.

Qué buena anécdota.

Y hay más. En 1989, cuando inesperadamente, con el apoyo del PP, llega a la alcaldía Rodríguez Sahagún, que era del partido de Adolfo Suárez, lo primero que hacen es impedir que se distribuyera un libro municipal que acababa de salir sobre el Madrid moderno de los ochenta, editado por la Concejalía de la Juventud, en el que parecía que la Movida había sido un logro socialista. Al final, el libro se repartió gratis en las juntas de distrito donde seguían concejales socialistas y se salvó de su destrucción. Y mira por donde, el mismo partido de derechas, o sea Alianza Popular-Partido Popular, que había apoyado las denuncias de la actuación de Las Vulpes en TVE o de la revista de cómic Madriz, editada por el ayuntamiento de Tierno, o a Paloma Chamorro por una actuación en su programa La Edad de Oro, ese mismo partido es el que en 2006, cuando está de presidenta en la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre, organiza con bastante presupuesto una exposición homenaje a la Movida. Esta vez sí hubo catálogo, y enorme, y conciertos gratuitos y mesas redondas.

La derecha llegó tarde, pero con entusiasmo…

Eso dio pie a que luego, a principios de los años diez, cuando surge el concepto crítico de «cultura de la Transición», se diga que la Movida fue un fenómeno de derechas pijo-revoltoso que desvió la atención de la verdadera lucha juvenil. Se le acusa de haber servido de cortina de humo. Casualmente, el término humo lo había utilizado en 1991 Álvarez del Manzano, el primer alcalde de Madrid del PP. Decía en una entrevista que de la Movida no había quedado nada, había sido solo humo. Está claro que no fue humo, aunque seguirá dando fuego al discurso político. Fuego en la noche, porque la Movida fue de una intelectualidad noctámbula.

Voy a insistir en lo de la libertad. Sin duda fue cierto en muchos aspectos, pero también falso en otros. Por ejemplo, «La Bola de Cristal» fue censurada por Pilar Miró y Javier Krahe fue vetado de muchos espacios por una canción contra Felipe González. Muchos artistas recuerdan que era complicado abrirse un camino si no encajabas en el molde moderno-neón-chispeante.

Suena a ingenuo que el poder no quiera controlar sus medios y más cuando solo había televisiones públicas, o sea, gubernamentales. Las emisoras piratas de radio que hubo en los ochenta fueron perseguidas y cerradas. La llegada de las teles privadas no trajo más libertad o variedad. Ya en las radios privadas se había visto que repetían fórmulas comerciales. Todas soñaban con ser «Los 40 Principales», en donde al punk, al heavy o al incipiente rap se les daba de lado. No fue casual que los sellos independientes nacieran con la Movida. Discos Dro y Nuevos Medios fueron importantes. Las discográficas multinacionales no entendieron a los grupos de la nueva ola. Dos ejemplos: el único elepé de una banda icono de la Movida como Alaska y los Pegamoides sale por fin cuando el grupo prácticamente se ha disuelto; no supieron ver su potencial comercial o artístico. A Radio Futura, ya como cuarteto, los tuvieron castigados más de tres años sin grabar su segundo elepé después del que sacaron en 1980. Además, ninguno de ellos fue lanzado en Latinoamérica, excepto Mecano. Pero Mecano fue un producto de éxito de los ochenta, contemporáneo a la Movida, aunque ajeno a ella. De hecho, nunca tocaron en sus circuitos: sala El Sol, Escuela de Caminos, Rock-Ola, Morasol… Alaska sí llegó a México, pero por ser de allí. En cambio, los cantantes melódicos y los cantautores españoles de esa generación y de la anterior son muy conocidos en todo el continente americano porque las discográficas lo posibilitaron.

Existe el proyecto de un museo de la Movida en Madrid. ¿Le parece buena idea o tiene sus dudas?

A Jean Cocteau le preguntaron una vez qué cuadro salvaría del Louvre si hubiera un incendio. Y respondió que salvaría el fuego. Los museos nacieron con una intención un tanto narcisista de las colecciones reales y ahora son espacios para el turismo. Los que van al Reina Sofía a hacerse un selfie con el Guernica, luego en su mismo Instagram cuelgan una foto con el oso y el madroño, como hacen si van a París con un cuadro del Louvre y luego con la Torre Eiffel. No tengo nada en contra de que haya gente que quiera hacerse en el futuro un selfie con un vídeo de una actuación en La Edad de Oro de Almodóvar y McNamara. Son parte de las musas y, por tanto, material museístico. Ciudadanos lo incluyó en su campaña electoral de Madrid; el PP no lo ve claro, pero lo tiene firmado en la Comunidad para esta legislatura. El PSOE, con Ángel Gabilondo, buscó hace dos años un espacio provisional en una planta del Museo de Artes y Tradiciones Populares que hay en el Rastro por si ganaban las elecciones autonómicas de 2019, que ganaron pero sin mayoría absoluta. Lo que está claro es que tendría más público que algunos museos de Madrid que apenas reciben visitas.

Entiendo que lo encuentra razonable.

Yo lo apoyo porque, además de música, habría fotografía, entre ellas algunas mías, y cómic, diseño, moda... Vamos, todo lo que me gusta junto. Sabido es que, gracias a Almodóvar y sus circunstancias, la Movida es conocida internacionalmente. Esperemos que su primer museo no se abra allende los Pirineos. En Buenos Aires hay un gran interés y exposiciones sobre el llamado allí «rock nacional» (argentino). Tienen un proyecto de ley para que sea considerado bien de interés nacional y poder pedir a la UNESCO que sea declarado patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Eso aquí es impensable. Parecemos un país apátrida. A lo largo de América y Asia hay museos de música moderna, del cine, del cómic, del diseño, de la televisión, de las nuevas tecnologías... En España los distintos gobiernos no han abierto ninguno de este tipo. No todo va a ser venerar Altamira y Atapuerca. El Museo Reina Sofía aún no tiene en su colección permanente una sala dedicada a los ochenta al completo ni a las décadas posteriores. No sé a qué esperan: ya estamos en la tercera década del siglo XXI. Y el Museo del Prado es el único gran museo del mundo que no deja hacer fotos. Seguimos chapados a la antigua. Cuesta desprenderse de la hidalguía rancia que nos ha tenido atenazados desde tiempo inmemorial. Ha llovido desde las guerras púnicas y las guerras carlistas, pero por ahí seguimos.

Otra cosa que me interesa hablar con usted es la explosión en los años noventa y los dos mil de las revistas de tendencias. ¿Cree que aportaron algo?

En los noventa me fui a vivir a Barcelona y dediqué mucho tiempo a la inmersión lingüística hasta conseguir aprobar el examen del nivel C de catalán por lo que desconecté de lo que pasaba en Madrid. Además, había iniciado un proyecto fotográfico, que titulé Geografía moderna, por el que viajé a una veintena de poblaciones de la Península ibérica donde había fronteras lingüísticas o históricas. Y perdí el contacto directo con la actualidad y las nuevas modas musicales. Además, se daba un hecho particular: la Barcelona alternativa de los setenta había desaparecido, la política nacionalista no quería saber nada de aquel underground y estaba apoyando un rock en catalán (Sopa de Cabra, Els Pets, Gossos…), que era como música rollingstoniana de los sesenta y setenta; es decir, lo contrario de lo que se programaba en el Sónar, que era el festival más avanzado de los que había entonces en España. Así que el triunfo de grupos de música indie como Dover o la generalización de los hipsters lo viví con distanciamiento. Y no porque no me gustara su música. Mi local favorito de la segunda mitad de los ochenta en Madrid había sido el Agapo, de música de garaje, pero me tiraba más a hacer fotos en aquella Barcelona de entresiglos, en festivales como el Hipnotik o el Urban Funke; me sentía más a gusto entre un público de hip-hop o de deportes radicales, skaters y demás. Pero, claro, revistas como Neo2 o Vice o suplementos de periódicos como Tentaciones de El País fueron una alegría.

¿Por qué?

Para mí suponía corroborar que lo que había sido algo fanzinero y de minorías en los ochenta, ya era lo normal y tenía salida. Eso coincidió con el auge de los fotógrafos jóvenes que hacían street style o fotografía de moda muy creativa, o de su vida cotidiana. Ya no solo la gente se acicalaba para ir a un concierto o a una fiesta, ya formaba parte del día a día; las pintas eran espectaculares, tatuajes por todos los sitios: era el triunfo del cuerpo en cualquier dirección sexual, como si el happening de los desfiles de moda se hubiera hecho callejero. Precisamente, en estos últimos años, mis mejores fotos de street style ya no han sido alrededor de conciertos, sino en semanas de la moda de Londres y Nueva York o a otakus, emos y afines en festivales de cómic y de manga en Tokio o Seúl. Atravesar los códigos de la vestimenta no es una frivolidad, es un proceso mental de dentro a afuera, es salirse de unas coordenadas, unos corsés. La mayoría ve a estos jóvenes como bichos raros, como inadaptados que quieren llamar la atención, pero lo que desean es ir a su bola o a la de sus colegas. En la actualidad, en las redes sociales se ve claramente la heterogeneidad de la gente, de las ideas. Cualquier punto de vista tiene sus muchos seguidores y detractores. Ahora no se sabe si los políticos imitan a las tribus urbanas en lo furibundo de sus haters o al revés. Los algoritmos potencian más la animadversión que nos asalta al móvil las veinticuatro horas non-stop.

El catálogo de la exposición en el CBA le define como «defensor acérrimo del papel». ¿Qué perdemos con la muerte de las publicaciones en favor de Google, Instagram y Tik Tok?

Soy defensor del papel y, sobre todo, del papel fotográfico porque ha sido el soporte de mis emociones y conocimientos. Pero el cine o la televisión no eran en papel y me alimentaron y mucho. Ahora escribo en el móvil con un lápiz electrónico, además de en el portátil. Ya no tenemos máquinas de escribir, por lo que me considero un defensor perdedor. Soy lento para ponerme al día. De Facebook no me hice hasta 2015 y de Instagram, unos meses después. En TikTok todavía no estoy. Es inevitable que la pantalla haya desbordado al papel, aunque me siga gustando más por tantos años pasados con él. El papel tiene la guerra perdida. Para los jóvenes es una tecnología desfasada. Pero ya sea artesano dialogando con el pasado o sea artista enganchado al futuro, un fotógrafo sabe que su materia prima es la luz y el tiempo. No olvidemos que el tiempo es la luz en movimiento. Por eso yo en mi Instagram (@migueltrillo_image) intento contar que, además de ladrones de luces y de tiempos, hay fotógrafos que somos también ladrones de cuerpos.