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GUIONISTAS

El escalón más bajo

Ana Useros
«– Haciendo acopio de valor me he atrevido... – ¿A hablar con la simple esposa de un autor teatral? ¡No hay escalón más bajo en la celebridad!»
(Eva al desnudo)

Parte del atractivo de Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1949) radica en que, aunque ostentosamente habla del teatro, extrae su cinismo y su rabia del mundo del cine. Recordemos el argumento: una soberbia (en todos los sentidos) actriz «mayor», frisando los cuarenta, ve amenazada su hegemonía por una aspirante tanto o más soberbia, más joven y dispuesta a todo para triunfar. A su alrededor gravitan, como satélites útiles, cuatro figuras masculinas: el director, el productor, el crítico y el escritor. Envejecer es un problema mucho más acuciante para una actriz cinematográfica que para una diva teatral, sin duda. ¿Por qué entonces Eva al desnudo no está ambientada en Hollywood, el mundo que su guionista y director mejor conocía?

Traslademos a los personajes a «ese sitio donde todo el mundo lleva pieles y siempre hace calor». La diva sigue siendo la diva, acosada por admiradoras sospechosas; el director es un director, un genio que, sin embargo, se sorprende al ser reconocido por una profana; el productor, agobiado y pesetero, sería un poco menos pesetero y menos agobiado; no sería difícil trocar al crítico exquisito pero esencialmente cotilla por una poderosa cronista de sociedad; pero, ¿y el autor teatral (y su esposa)? Obviamente, sería el guionista… Pero no. No encaja. Los guionistas en Hollywood no son nada, no merece la pena cortejarlos ni seducirlos, mucho menos a sus mujeres. La única posibilidad de que un guionista sea un personaje con peso es travestirlo en dramaturgo.

No merece la pena seducir a un guionista ni a su mujer…, excepto si lo exige el guión. En otra de las películas con personaje (secundario) guionista de la época, Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952), en la que también se hace un repaso de las facetas creativas del proceso de elaboración de una película, el conflicto con el productor, el director y la actriz se centra en quién es el autor, quién tiene el talento. El conflicto con el guionista, en cambio, se centra en que, para que pueda producir en paz, buscan a un galán que seduzca a su mujer.

Porque el guionista es un negro, y el anonimato es su cara y su cruz. Escribe palabras que otros pronuncian, inventa situaciones que otros traducen en imágenes, está a mano para proporcionar una secuencia de más y si otra se suprime no se considera necesario advertirle. Las películas se escriben a dos, cuatro, veinte manos. Guiones ya terminados acaban en manos de otros escritores que los reescriben de arriba a abajo. Existe una lucrativa y selecta profesión llamada script doctor, que se encarga de «mejorar» y «curar» guiones de forma anónima. Y el producto, el guión, se archiva una vez terminada la película, junto a las facturas de maquillaje y las entradas de material. Es algo relativamente reciente que el guión se considere material literario publicable. No es de extrañar (Billy Wilder es quizá el caso más famoso) que algunos guionistas, hartos de que se manipule su «obra», se pasen a la dirección.

Todo parece cruz, pero hay también una cara. Mientras muchos (entre ellos Dalton Trumbo, cuya trayectoria es ejemplar en más de un sentido) peleaban, no por la fama, pero sí por el control sobre su trabajo, otros acudían a esa fábrica buscando justamente ese anonimato: dramaturgos, escritores, poetas, periodistas. Es difícil encontrar nombres de la literatura estadounidense del siglo XX que no hayan pasado por Hollywood con mayor o menor fortuna. Querían ser negros. Iban porque se cobraba bien y porque, en último término, a efectos de su obra, lo que hicieran allí no tenía la menor importancia. Porque escribir para el cine no era nada serio. Incluso para Trumbo su verdadera obra era la novelística. Los dos casos extremos son quizá William Faulkner y Scott Fitzgerald. Faulkner pasaba de vez en cuando por allí, aportaba un argumento, escribía unas secuencias y volvía feliz a su hogar. El drama de un Scott Fitzgerald desorientado y sin recursos fue probablemente que lo quiso todo, la integridad y el dinero, por lo que sufría con cada línea que veía desaparecer, con cada encargo modificado. Mankiewicz, productor de la MGM en los años en los que Fitzgerald trabajaba allí, compartía con los intelectuales la idea de que el cine era espectáculo y el teatro, arte (otra de las razones por las que Eva al desnudo está ambientada en el teatro). De ahí su curiosa mala conciencia. «Si paso a la historia de la literatura», decía, «será en una nota a pie de página como el canalla que reescribió a Scott Fitzgerald».

Una de las formas de medir la popularidad de un oficio es contar cuántas películas se han hecho sobre él. Por supuesto, un criterio por el que ser arqueólogo parece ser más popular que modelo masculino no parece muy fiable, pero eso es por culpa de las momias y de la buena planta de los arqueólogos… En este campo, los actores, las actrices sobre todo, se llevan la palma: debutantes con o sin suerte, divas con corazón de oro...; también hay algo sobre directores, la mayoría en decadencia a resultas del abuso de alcohol, pero nada sobre guionistas. Hasta que en 1950 se estrena In a Lonely Place. Dixon Steele (Humphrey Bogart) es un guionista acusado de asesinato. Una película de cine negro con un protagonista imprevisible, peligroso, un escritor al que le ciega la ira y golpea antes de preguntar. Un tipo que resulta que no ha matado a nadie, pero que podría. Un tema coherente con la obra de Nicholas Ray –preocupado siempre por cómo domar los demonios internos, por cómo poder comunicarse de verdad sin dañarse demasiado–, pero también la mejor descripción del cambio que en unos pocos años se había producido en la ciudad del glamour y las pieles.

En octubre de 1947 empieza lo que se conoce como la «caza de brujas». Se convocan las primeras audiencias, que buscan comunistas debajo de las piedras. Los empresarios piden juramentos de lealtad y redactan documentos comprometiéndose a erradicar el peligro rojo de sus producciones, la paranoia campa a sus anchas... Ése es el mundo del cine que retrata Ray en la película. Y si el sospechoso de las peores maldades que interpreta Humphrey Bogart no es actor, o director, sino guionista, es porque la «caza de brujas» los convirtió, por primera vez y sin que sirva de precedente, en celebridades mediáticas. El tan perseguido «comunismo» era una ideología, una doctrina, y las doctrinas se predican con palabras, escritas, se diría, en papel de fumar.

De los famosos Diez de Hollywood, siete eran guionistas. Acudieron a declarar ante el Congreso arropados por la élite del liberalismo hollywoodiense y centraron la atención de las cámaras de televisión. Declaraciones como «Podría contestar a su pregunta, señoría, pero entonces me odiaría cada mañana» (Ring Lardner Jr.) o «Éste es el inicio de los campos de concentración americanos» (Dalton Trumbo) proporcionaban explosivos titulares a la prensa de ambos bandos. La «caza de brujas» dejará para el recuerdo una frase tópica que desde entonces se ha enquistado en las películas de juicios así como en el lenguaje popular: «Me acojo a la Quinta Enmienda», por la que nadie está obligado a declarar algo que pueda incriminarlo. Los primeros testigos, los Diez de Hollywood, en una estrategia diseñada colectivamente, se acogieron sin embargo a la Primera Enmienda de la Constitución, la que dice que las creencias son un asunto personal y no punible. Se les acusó de desacato al tribunal y se les impusieron penas de cárcel. A partir de entonces, la estrategia de los centenares de «testigos» convocados fue acogerse a la famosa Quinta, lo que les evitó la cárcel, pero no el ser incluidos automáticamente en una lista negra y perder su trabajo.

El mismo año de In a Lonely Place y Eva al desnudo, se estrena otra película con «protaguionista», Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, Billy Wilder). Esta vez el guionista directamente está muerto y es su voz de muerto la que relata las consecuencias fatales de haber querido medrar por caminos tortuosos. Decididamente, la vida se había vuelto imposible en Hollywood. Tal vez sea una razón más para que Mankiewicz que, al contrario que Wilder, algo protestó contra la «caza de brujas», decidiera no sacar a Eva al desnudo de Broadway, un lugar que aún se regía por los viejos y fiables impulsos de la envidia, la ambición y el ego desatado.

En esa lista negra que, como su nombre indica, nunca fue reconocida, había actores, actrices, directores, productores y profesionales de todos los oficios, que acabaron por exiliarse al cine europeo, por volver al teatro o por trabajar en la televisión de manera más o menos anónima. Para los actores fue una catástrofe. Víctimas de lo que hasta el momento había sido su ventaja –tener rostros y voces que el público reconocía–, sus posibilidades de trabajar eran nulas. En el otro extremo, los guionistas, de antemano negros por vocación y destino, encontraron salidas, si bien nada airosas ni mucho menos lucrativas.

Pasaron así, en la expresión de Ring Lardner Jr., «de la lista negra al mercado negro». Los guionistas represaliados vendían argumentos firmados por otros, enmendaban guiones de forma anónima, recibían encargos clandestinos de amigos solidarios o de productores en busca de un trabajo eficaz y barato. Porque en este mercado negro, al contrario que en los demás, los precios tiraban a la baja. Sin el aval de su verdadero nombre, profesionales competentes, expertos, premiados, se convertían en desconocidos principiantes a los que se les pagaba las tarifas mínimas, desamparados y acosados además por el sindicato que habían contribuido a crear y que fue, en buena parte, la razón de su condena. Con el paso de los años la situación se fue haciendo insostenible. Se producían situaciones ridículas: en 1957 el guión de The Brave One ganó un Oscar que su autor, Robert Rich, no pudo recoger porque no existía sino como pseudónimo de Dalton Trumbo. Al año siguiente, el premio se le adjudicó a Pierre Boulle por la adaptación de su novela El puente sobre el río Kwai, un guión de Carl Foreman y Michael Wilson. Pierre Boulle no acudió a recogerlo, quizá para ocultar que no sabía hablar inglés. Por otra parte, Michael Wilson ya había dado bastantes quebraderos de cabeza a la Academia: su adaptación de Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951) ganó otro Oscar en 1952 cuando su autor ya estaba proscrito. Para evitar males mayores, su nombre se eliminó de los créditos de otra película escrita antes de la condena, pero rodada en 1956, Friendly Persuasion (La gran prueba, William Wyler). Como Wilson se negó a que apareciera un nombre diferente, la película oficialmente no tuvo guionista hasta 1996. Naturalmente, nadie se daba cuenta de ello. ¿Quién echa de menos al guionista?

En 1959 a Dalton Trumbo se le mete en la cabeza terminar con el mercado negro. Para ello empieza una intensísima campaña de apariciones en todos los medios. Pero además, en una maniobra magistral, consigue que los productores de los dos proyectos en los que estaba trabajando (Otto Preminger con Éxodo y Kirk Douglas con Espartaco) se enzarcen en una carrera a muerte por ser el primero en acreditar públicamente el trabajo de un represaliado. El enorme éxito de las dos películas, estrenadas con dos meses de diferencia en 1960, demuestra que al público no le importa ya la lista negra y ésta, poco a poco, se va vaciando.

Desde entonces hasta ahora el lugar del guionista ha cambiado poco. Quizá es que, a fin de cuentas, para que funcione la ilusión de verosimilitud es necesario que el guionista sea un negro. A todos los efectos, quien dijo «siempre nos quedará París» fue Humphrey Bogart y no los hermanos Epstein, y «a Dios pongo por testigo» fue cosa de Scarlett O’Hara. Ni siquiera sabemos con seguridad quién escribió esa frase, quién decidió que se quedaba en el guión. Sabemos que no fue Scott Fitzgerald, del que se dice que sólo se mantiene una frase de su versión del guión de Lo que el viento se llevó, aunque se conservaron sus cambios en la estructura. Por otra parte, ¿qué hacer con un guión completo, original, escrito de arriba a abajo por Scott Fitzgerald, por William Faulkner o por Harold Pinter? Emplearlo como material para hacer una película sería como descartar El gran Gatsby a favor de su adaptación cinematográfica. A pesar de todas las batallas que libraron por la integridad de su trabajo, Trumbo y sus compañeros eran conscientes de que la materia literaria de un guión era secundaria, que se trataba de crear situaciones y estructuras que otros pudieran traducir en escenas e imágenes.

Otra cosa es que la crítica, casi siempre oscilando entre una atención desmesurada al star system y una fijación por el director, entronizado como único autor de la película, preste poca atención a los demás oficios. Cuando se trata el cine como espectáculo, se habla únicamente de lo más vistoso: los actores. Cuando se lo considera arte, es difícil concebirlo como arte colectivo y se analiza mediante el prisma romántico del autor individual. Y, sin embargo, cada película exhibe su cóctel de autores y desentrañar sus ingredientes es una tarea fascinante. Por ejemplo, en Eva al desnudo, el Mankiewicz director es el menos autor de todos, y se limita a crear un espacio anodino donde alojar las frases brillantes del Mankiewicz escritor y las personalidades de sus actores. El resultado no es tanto una película sobre el mundo del teatro, como una obra de teatro filmada sobre el mundo del cine. Eso sí, un mundo del cine, a pesar de su rabia y cinismo, bastante idealizado, donde se reverencia y respeta cada coma del guión que se va a filmar aunque el guionista siga siendo el escalón más bajo en la celebridad.

CICLO DE CINE MONOGRÁFICOS CBA: GUIONISTAS


01.04.08 > 30.04.08

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