Literalidad de la visión:
dos emblemas goethianos
Cuanto emprende el hombre [...] ha de surgir de la unión de todas sus energías. Todo lo aislado es recusable.
–Johann Wolfgang von Goethe
Entre las varias representaciones –y ahí ya dadas como autopresentaciones– que hace el artista a lo largo de su vida –y aquí hablamos de Goethe: a lo largo de ‘su’ y de ‘nuestra’ vida, o de la suya ya en tanto que ‘nuestra’–, y una que se dilata hasta nosotros en calidad de presentación, es decir, donación como presente, se nos han conservado dos emblemas en los que el poeta se nos muestra entregado a su hacer –doblemente entregado, en persona y en obra (obra como persona/persona como obra, doble máscara, presentación de sí, desde lo otro, en lo otro de sí: desdoblamiento). Dos textos (dos imágenes, porque eso es el texto –todo texto, y el texto como todo–) desde su desvelada superficie a su fondo aparente: radical.
Desde una un hombre escribe, dibujado como autor –trazador– de su escritura (el texto como trazo y la traza del texto se entrelazan aquí en ‘su’ tejerse inacabable, en el reflejo doble de un reflejar la forma: de su forma). El autor se dibuja como ‘actor’, se ‘describe’ en un se tan personal (vale decir también: enmascarado, re-vestido de sí como pro-yecto, lo que ahí se proyecta desde sí) como puro arte-facto: transitivo. El que escribe se escribe, el que escribe se inscribe, en su interior; un interior del texto que se nos revela –se nos da– como exterioridad que se transcribe (la del interior donde se muestra –y nos muestra, a nosotros, al mostrarse–): el escritor, en acto, con la pluma sujeta a lo que escribe (o quizá lo que anota, o lo que traza: ¿no estará dibujando ese dibujo que vemos dibujar, ante nosotros?), y el caballete, al tiempo, en primer plano, mostrando el exterior (¿de ese interior?): el paisaje del texto –tras el texto– y el envío incesante: su reenvío: del texto hacia la imagen/de la imagen al texto, doble espacio; de lo interno a lo externo, y al contrario, repitiendo su doble movimiento, de lo natural al artificio que es ya toda cultura –toda naturaleza: cultivada–. El cultivo de sí, y de lo nuestro, el ámbito contiguo –(dis)continuo– que se re-produce: como arte.
En otra ‘falta’ el hombre (en apariencia), la apariencia del hombre, que re-torna (sin haberse ido nunca) reflejado en la obra: su rostro, su inscripción, escritura/diseño; y re-aparece el espacio –su ámbito: nosotros, incluidos aquí, como testigos, la visión literal: de lo que mira–. La letra –lo que muestra– es lo que ve, y lo es por su mostrarse, en lo que vuelve: la mesa, el caballete, la ventana –interior/exterior, como paisaje total, en el que el texto regresa sobre sí, inacabable–. (La sospecha de nuevo: ¿no es la imagen del lugar como tal –de aquel espacio del arte como espacio, para sí– lo que dibuja, allí, el dibujado (el presentado que se re-presenta)?
Y ahí brilla, de ‘nuevo’, en una ausencia que es ya toda su forma (‘nuestra’, al fin).