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El mejor homenaje que un cineasta puede hacer a su país es criticarlo

Entrevista con Amos Gitai

Alberto Chessa

Amos Gitai es a todas luces el cineasta israelí con más presencia dentro y fuera de sus fronteras. Autor de una obra caudalosa –en tres décadas ha filmado más de cuarenta títulos– que bascula entre la mirada documental y el relato de ficción, su cine nace de un compromiso que equilibra sabiamente la ética y la estética.

Amos Weinraub nació en Wadi, el barrio árabe de Haifa, en 1950. Gitai es la versión hebrea de su apellido, que no adoptó hasta los diecisiete años, cuando su padre, un reconocido arquitecto de Tel Aviv que había pasado por los talleres de la Bauhaus, decide transmutar esa importante seña de identidad. Cuando el futuro cineasta empezó a cobrar conciencia de su entorno, las fronteras ya estaban cerradas. Pero cada día, encima de la mesa del desayuno, observaba dos billetes de tren que cubrían un extraño trayecto: Haifa-Beirut. El viaje de novios de sus progenitores. Su madre, judía de ascendencia rusa, había nacido en la Palestina de los años treinta y el protectorado británico, cuando el proyecto de la gran nación hebrea con ínfulas excluyentes aún quedaba lejos y todavía se podía cruzar sin problemas al vecino Líbano. Gitai creció pensando que los trenes que una vez han existido pueden retornar. Lo que en otros términos se conoce como reivindicación de la esperanza.

Todo su cine nace de estos presupuestos. Tras la guerra del Yom Kipur, en la que un jovencísimo Gitai sobrevive al impacto de un misil en el helicóptero que lo transportaba, se embarca en la tarea de reconstruir con imágenes la realidad presente y pasada, haciendo equilibrios entre la mirada que documenta y el discurso de la ficción, cuidándose muy bien de no caer nunca en el exotismo o la caricatura. El cine de Gitai –lector de Marcuse en su juventud–, aporta una visión crítica, incómoda, en absoluto autocomplaciente, molesta para todos. «Israel sólo será capaz de mantener su fuerza si permanece abierta a sus dudas, sus contradicciones. Si este país se convierte en una autocracia religiosa o en un estado estrictamente militar o nacionalista, desaparecerá», ha dejado escrito.

La Historia y la historia aparecen continuamente imbricadas en sus películas. Los personajes deambulan por un contexto geográfico identificable sin esfuerzo –ese Oriente Próximo amasado por estratos de diferentes culturas– y, con sus pequeñas historias, nos sirven de altavoz y puente a la Historia con mayúsculas gracias a sus conversaciones o a ese gesto tan recurrente en el cine de Gitai que es el de escuchar la radio. En uno de sus títulos más conocidos, Zona libre, Gitai nos invita a compartir un largo viaje en coche con tres mujeres: una palestina, una israelí y una norteamericana. Hay una secuencia en la que las vemos cantar y bailar dentro del automóvil siguiendo los acordes de un tema musical que devuelve la radio. Un boletín de noticias interrumpe la música: riesgo de atentado en la misma carretera por la que transitan. La cámara mira entonces al camino hasta que vuelve la canción y Gitai, uno de los cineastas contemporáneos mejor dotados técnicamente, nos muestra de nuevo a las tres mujeres cantando y bailando como si no hubieran escuchado la noticia. La violencia está inoculada en esa sociedad como las virutas de contaminación atmosférica en el aire de una ciudad industrial.

Quería preguntarle, en primer lugar, cuál es su relación con España y cómo se siente aquí. Se lo digo porque en Zona libre, además de ofrecerle un pequeño papel a Carmen Maura, se alude a este país: el personaje que interpreta Natalie Portman dice que ha estado con su novio en España.

Este es un país que ha cambiado muchísimo. La primera vez que estuve aquí fue hace veinte años y Madrid apenas sobrevivía bajo el peso de su historia. Se veía arquitectura fascista por todas partes, el ambiente era mucho más sombrío; ahora veo una ciudad enérgica, abierta a proyectos interesantes. Y puesto que vengo de Oriente Próximo, donde vivimos un presente tan pesado, contemplo su país con optimismo porque demuestra que las cosas pueden cambiar.

Otra de sus referencias españolas es Velázquez, a quien cita usted con frecuencia para hablar del sentido de la composición en su cine.

Precisamente ayer tuve el placer de visitar otra vez el Museo del Prado y ver de nuevo la obra de Velázquez. Me resulta apasionante porque permite apreciar cómo maneja el concepto de poder, del poder político. Aunque los retratos de la monarquía española de Velázquez fueron encargos que le pagaban, no se sentía obligado a producir imágenes halagadoras, al contrario: son estampas muy críticas con la decadencia de la corte. Y podía pintar así sin que le cortasen la cabeza. Ahí es donde reside el alma del gran arte, porque la ambigüedad siempre es necesaria. Hay que reflexionar sobre el presente –sin jugarse la vida, obviamente–, pero también generar obras que, con el tiempo, superen el contexto mismo en el que fueron elaboradas. En el caso de Velázquez su obra se puede apreciar desde una vertiente puramente estética sin atender a ese contexto político. Pero es interesante asimilar los dos aspectos de su obra.

En su cine hay una presencia notable de las artes plásticas. Pienso, por ejemplo, en esas secuencias de Devarim y de Kadosh (suprimida en parte en el montaje final) en las que vemos cómo se cocina una chackchouka de forma muy parecida a como se estampan los colores en un cuadro abstracto. Y también en aquella escena inicial en Kippour donde dos cuerpos humanos embadurnados de pintura crean una imagen que recuerda a un cuadro de Willem de Kooning.

Nací en la casa de un arquitecto. Mi padre estudió arquitectura en la Bauhaus y trabajó con Mies van der Rohe, con Kandinsky… Se suponía que yo debía seguir sus pasos. Huyó de Berlín en los años treinta –cuando quedarse no era muy buena idea para un judío– y ésa es una de las razones por las que podemos estar aquí tomando un café en la terraza del Círculo de Bellas Artes. A veces me preguntan qué cineastas me han influido y yo siempre respondo que mis mayores influencias vienen de la pintura, la literatura y la música, y a veces también del cine. Para mí es más interesante analizar las relaciones entre los diferentes medios que estudiar los puntos en común de distintas obras que comparten un mismo medio de expresión.

Su formación como arquitecto es bien visible en su cine. Tal vez sea en Alila donde más puede apreciarse, especialmente por esa manera de concebir las casas sin «cuarta pared», algo que recuerda a los experimentos de Gordon Matta-Clark.

Vivo en una zona que concita una atención abrumadora de los medios de comunicación internacionales. A veces digo con ironía que hay más cámaras por metro cuadrado en mi país que en cualquier otra parte del mundo. Por eso en mi cine trato de no repetir lo que se ve en los telediarios de la noche. Intento llevar a cabo una suerte de microenfoque, una parábola de superficies limitadas, para evitar precisamente ese esquematismo de los noticiarios que nos muestra mucho pero nos cuenta poco. No nos deja ser críticos ni analíticos. Mi propuesta en cada película es la de restringir el territorio: en Alila una sola casa de Tel Aviv abarca los destinos de todos los personajes y genera la proximidad de sus figuras, de sus biografías.

Hábleme de su trabajo con los actores. Yael Abecassis declaró en una ocasión: «Somos como ratones de laboratorio a los que él observa».

Bueno, quisiera ser algo más que eso… Creo que la fase más interesante del trabajo con los actores es la preparación de la película. Es una especie de viaje y quiero que ellos lo hagan conmigo. Es cierto que me gusta situarles en un plano de investigación, como dijo Abecassis: una investigación casi científica. Me parece esencial que los actores piensen conmigo para que cuando grite «¡acción!» no se dediquen solamente a recitar un guión memorizado, sino que su implicación en un sentido global se traslade a las escenas, los diálogos, los gestos que se ven en la pantalla. Me gusta que los actores tengan su propia visión, su propio sentido de lo que es el proyecto. Por ejemplo, en Kippour, que es una película bélica, hubo muchísima preparación física. Durante tres meses obligué a los actores a que se entrenaran como atletas, de forma que, cuando llegó el momento del rodaje, su propio cuerpo contaba parte de la historia.

Si no me equivoco, tras Devarim, en la que encarna un papel secundario, y Kadosh, donde hace un cameo, no ha vuelto usted a interpretar ningún papel en sus películas. ¿Piensa volver a actuar?

Sí, precisamente he vuelto a actuar en Désengagement, la película que acabo de terminar. Es un papel pequeño, pero voy a hacer uno más importante en mi próxima película.

Quisiera que habláramos también del proceso de escritura del guión. Revisando su filmografía, me da la sensación de que todo o casi todo parte de anécdotas reales, biográficas, que acaban tomando entidad propia como ficción.

Lo que más me gusta es crear una suerte de tapiz; un puzle, si quiere, de mi región. Cada vez desde un ángulo diferente. Puesto que yo nunca estudié cine académicamente, estoy obligado a dibujar lo que me emociona, y pienso que la realidad en mi país es conmovedora a la vez que contradictoria.

Diría que toda su obra se puede contemplar, en clave musical, como variaciones sobre un mismo tema. ¿Está de acuerdo?

Sí. Creo que en el arte en general la repetición y la obsesión son valores en sí mismos. Lo que uno intenta es enseñarse a sí mismo y, gracias a eso, establecer un diálogo con los demás.

Enumeremos, pues, algunas de esas obsesiones: el viaje, cruzar fronteras, la comunicación y su reverso, el exilio y la utopía… Quizá todo se puede resumir en una exploración de cómo el individuo se relaciona con la comunidad.

Sí, pienso que sí. En Europa aún hay ecos de un pasado de hace sesenta o setenta años, sombras, resonancias de entonces: aquí en España la Guerra Civil; en el resto de Europa la Segunda Guerra Mundial, el exterminio de los judíos… Son eventos trágicos, claro está, que aún pesan. Pero en Oriente Próximo es diferente porque estamos ahora mismo viviendo nuestra particular tragedia, y mi obligación como cineasta es la de ofrecer una perspectiva de lo que está ocurriendo. Sin perspectiva no hay creación intelectual de ningún tipo. No se trata de erigir un discurso estrictamente naturalista, pero sí de ser como una esponja que absorba todo lo que te rodea.

Dice que el documental requiere más pudor que la ficción; ¿por qué?

Sí, hablo de esto a menudo. Los códigos éticos de la ficción son diferentes. Hay cosas que se pueden hacer con una película de ficción y que no se pueden documentar. Por ejemplo, en Tierra prometida, que trata del tráfico de mujeres del Este a Oriente Próximo que se ven forzadas a la prostitución, elegí abordar el tema desde la ficción porque no quería filmar los personajes reales, no quería crear una especie de exotismo en torno al sufrimiento de estas mujeres y al abuso que sufren. En un documental hay que ser consciente de que quienes aparecen en él son personas cuya vida va a continuar una vez termine el rodaje. Esa película se va a convertir en parte de su propia biografía y puede llegar incluso a constituir una delación. Por eso hay que tratar este medio con mucha delicadeza. Sin embargo, por otro lado, el género documental puede ser extremadamente poderoso. En un proyecto como House, que se desarrolla a lo largo de veinticinco años, se puede ver la transformación de los personajes, cómo sus vidas y ellos mismos se van modificando ante los ojos del espectador. Y eso es algo que la ficción no te permite.

Me llama la atención una constante en su cine: el coche. Es rara la película donde no hay una o varias secuencias con la cámara entrando y saliendo de un automóvil… Una especie de memoria del tránsito.

Cuando rodé Zona libre –que, como sabe, es una película que transcurre casi enteramente en el interior de un coche– tuve muchos problemas para convencer a las autoridades jordanas de que me dejasen trabajar allí, ya que ningún cineasta israelí había rodado nunca en Jordania. Logré convencerles asegurándoles que yo no iba a filmar grandes paisajes con camellos y puestas de sol, sino coches, carreteras, los elementos centrales de la vida moderna. Nuestros ojos, a estas alturas, están muy acostumbrados a ese tipo de trávelin que supone observar el paisaje desde un coche y, mediante este tipo de secuencias, intento crear una especie de sentido, una continuidad a través de unos signos visuales y dramáticos muy conflictivos. Sobre todo en este caso, en el que hablamos de cruzar una frontera.

En Kadosh escuchamos cómo un judío ortodoxo de Jerusalén reza la siguiente oración: «Alabado seas, Dios, por no haber nacido mujer». Usted parece tener predilección por los personajes femeninos y su cine es también una reivindicación del papel de la mujer en la sociedad israelí. Ahora bien, siguiendo con la película citada, parece que no hubiera más salida para las dos protagonistas que la muerte (el sacrificio) o el exilio (la huida).

Como sabe, Kadosh es la tercera parte de una trilogía sobre las ciudades más importantes de Israel. Cuando llegué a Jerusalén me di cuenta de que allí no podía rodar nada sin tocar el tema de la religión. La ciudad vieja de Jerusalén es muy pequeña, sólo tiene un kilómetro cuadrado. Sin embargo, ¡ha logrado adoctrinar a dos tercios del planeta! Por otro lado, las tres grandes religiones monoteístas son absolutamente androcéntricas: los curas, mulás y rabinos siempre son hombres, y son los hombres, por tanto, quienes han escrito las reglas que les permiten ser los dueños del mundo. Kadosh no es tanto una crítica a quienes profesan una religión cuanto a la propia religión. Y eso es mejor o peor, según se mire.

«Gracias a Dios, nos libramos de la religión», se dice en Kedma. ¿Es usted ateo?

Mis padres, los dos, eran judíos socialistas, no eran practicantes. Y creo que el origen de Israel como estado no es religioso sino político, aunque ahora ambos conceptos se confunden. Si repasamos las ideas de mediados del siglo XIX, que es donde están las raíces de ese gran proyecto de autodeterminación para el pueblo judío tras siglos de sufrimiento y persecución, se observa que todo nace de una vocación de ruptura frente a la religión. En aquellos momentos los judíos religiosos andaban todavía esperando la llegada del Mesías, mientras que quienes decidieron crear el Estado de Israel no querían esperar más. Recurrieron a un proyecto político, no mesiánico. Esta es la educación que yo recibí.

Al final de Edén el personaje de Samantha Morton camina hacia nosotros por una calle de la Palestina del año 1940 y, al doblar una esquina, la vemos alejarse por una avenida del Israel de hoy. En su cine, ¿la historia es construcción o reconstrucción?

Es todo un equilibrio entre la utopía y la realidad, que casi nunca se hermanan. La utopía, por definición, es un proyecto de futuro. El presente, en cambio, es violento, contradictorio y, a menudo, decepcionante. Como sabrá, Edén parte de un relato breve de Arthur Miller, Plain Jane. Cuando estaba trabajando en el guión mantuve largas conversaciones con él. Fui a su casa en Connecticut y le expliqué mi intención de trasladar su historia al Israel de los años treinta y cuarenta para acabar en el Israel de hoy: un viaje desde la utopía hasta el presente.

Usted nació dos años después del reconocimiento oficial del estado de Israel, del que ahora se cumplen sesenta años. Le formulo una pregunta que le hicieron hace poco a Shlomo Ben-Ami: ¿cree que dentro de otros sesenta años Israel seguirá existiendo?

Creo que sí. Es cierto que Israel es una realidad fluctuante y pienso que la cultura –y el cine es parte de ella– puede contribuir a elaborar lo que el Estado de Israel llegará a ser. En la medida en que logre seguir siendo una sociedad abierta, será una sociedad fuerte. Y el mejor homenaje que una película puede hacer a su país es criticarlo. Si nos fijamos en los grandes cineastas (Rossellini, Buñuel, Fassbinder…), vemos cómo todos ellos amaban a su país, pero también lo criticaban porque querían que fuera mejor. Un estado fuerte no sólo necesita de una máquina bien engrasada de relaciones públicas: el arte, la literatura, el cine, tienen que ser justos, no demagógicos. Si los israelíes resisten la tentación de crear un arte oficial, el arte podrá seguir generando un discurso que ayude a la sociedad a resistir su presente para proyectarse en el futuro. Hay demasiados regímenes totalitarios en Oriente Próximo, no necesitamos más. Tenemos que estar abiertos a los derechos de la mujer y de las minorías. Es una batalla muy complicada, con muchos frentes abiertos, pero no debemos caer en el desaliento. Una vez le hice esta pregunta a un alcalde palestino: «¿Es usted pesimista u optimista?» Él me ofreció una respuesta maravillosa: «Es un lujo ser pesimista; un lujo que no me puedo permitir, porque mediante el optimismo vislumbramos proyectos que nos permiten salir de nuestra situación».

Ben-Gurión dijo en su día que, en Israel, quien no cree en milagros no es realista.

Ben-Gurión tenía una forma excepcional de manejar las situaciones políticas. La política tiene sus propias reglas, distintas de las del arte. Cuando escribo, quiero ser fiel a mi propia visión y quiero ser radical; en cambio, un buen político debe fomentar un sistema que sea ecuánime para todos. Los artistas, los intelectuales, con frecuencia creen que arte y política son la misma cosa, pero no es así. El riesgo reside en convertirse en Pol Pot, alguien que fue a la Sorbona, desarrolló una sólida formación intelectual y, cuando volvió a su país, lo destrozó. Para mí la política es el arte de mejorar la vida de la gente, de no recurrir al crimen para dirimir discrepancias, de no embarcarse en una guerra por no estar de acuerdo con tu oponente. En el pasado, si Francia y Alemania chocaban en política agrícola se declaraban la guerra. Hoy en día, afortunadamente, emplean otros métodos para resolver sus conflictos. Nosotros, en Oriente Próximo, tenemos que encontrar una manera de no matarnos cada vez que no estamos de acuerdo. El problema es que hacen falta buenos políticos en cada lado y, hoy por hoy, brillan por su ausencia.

¿Cree que ha llegado el momento de que Israel cumpla las resoluciones de la ONU acerca de la ocupación de los territorios palestinos y el fin de la expansión de los asentamientos?

Sí. Si se siguen levantando asentamientos en territorio palestino se crea una situación de facto que hace que sea más difícil resolver el conflicto.

En Kedma el personaje del pastor palestino, Youssef, recita insistente un poema profético: «Nos quedaremos aquí a pesar de vosotros, como un muro». Sesenta años después quien ha levantado un muro real es un gobierno judío democráticamente elegido.

Sí, pero, ¿sabe?, para mí el muro, aunque visualmente es una metáfora violenta, no es el mayor de los problemas. Como se ha visto en Europa, los muros se pueden derribar. Me impresiona menos el muro que la falta de acuerdos políticos. Por otro lado, la mayoría de los israelíes que están en contra del muro, además de los de la izquierda radical, son los de extrema derecha; para éstos el muro quiere decir que la tierra está dividida y que hay, por tanto, áreas más allá del muro que no estarán controladas por Israel. Según esta visión, el muro representa una ruptura en el paisaje que simboliza un límite a la dominación israelí del territorio que abarca desde el Mediterráneo hasta el río Jordán.

Usted defiende la vitalidad y la modernidad de Tel Aviv, que cree en el estado de Israel como entidad legal, por contraposición al concepto confesional y mítico del Eretz Israel que representaría Jerusalén. ¿Se refería a esto cuando declaró que Israel ya no es un país judío y lo será menos aún en el futuro?

Israel es una suerte de experimento de los judíos con su propio destino en plena modernidad. Y es esto lo que hace de Israel algo único. Tel Aviv, que ahora cumple su centenario, es hoy una gran ciudad judía del siglo XXI, con una arquitectura moderna muy interesante –que, en parte, se debe a mi propio padre–, nada sentimental, con edificios ortogonales, vanguardistas… Este entorno tiene mucho que ver con la iconografía que inspira a sus ciudadanos. Incluso su forma de emplear el hebreo es elocuente: una lengua teológica de siglos y siglos adaptada de pronto a la vida moderna, a los taxis y las discotecas. Todo esto para mí es fascinante.

¿Ha tenido problemas con los distintos gobiernos de su país?

Algunas veces, con la financiación de mis películas o con otras trabas que me impedían continuar mi trabajo. Pero no me inquieta. Es normal que haya gente que no comparta lo que haces. De hecho, me sorprende que mucha gente del show business se aflija porque no les quiera todo el mundo. Yo sólo pido que se respete mi derecho a seguir haciendo mi obra.

FILMOGRAFÍA SELECCIONADA

Plus tard tu comprendras [Más tarde comprenderás], Francia/Alemania, 2008

Désengagement, Alemania/Italia/Israel/Francia, 2007

News from Home/News from House, Bélgica/Francia/Israel, 2006

Free Zone [Zona libre], Israel/Bélgica/Francia/España, 2005

Promised Land [Tierra prometida], Israel/Francia/Reino Unido, 2004

Alila [La trama], Israel/Francia, 2003

11’09’’01 - September 11, Reino Unido/Francia/Egipto/Japón/México/EE UU/
Irán, 2002

Kedma [Rumbo a Oriente], Italia/Israel/Francia, 2002

Eden [Edén], Italia/Israel/Francia, 2001

Kippour [Perdón], Israel/Francia, 2000

Kadosh [Sagrado], Israel/Francia, 1999

Yom Yom [Día a día], Israel/Francia, 1998

A House in Jerusalem, Israel/Francia, 1998

Zihron Devarim [Memorando], Israel/Francia/Italia, 1995

Wadi 1981-1991, Israel/Francia/Reino Unido, 1991

ENCUENTRO CON AMOS GITAI


22.05.08

PARTICIPANTES AMOS GITAI • CLARA SÁNCHEZ
ORGANIZA CASA SEFARAD • CBA