Chema Madoz
Ilusionista y prestidigitador
Fotografía © Chema Madoz, Vegap, Madrid 2008
Chema Madoz construye y fotografía juegos dialécticos con la precisión de un relojero suizo. Invoca los recursos de la fotografía tradicional para abrir de golpe, ante la mirada atónita del espectador, la puerta a un mundo insólito en el que objetos transfigurados nos incitan a cuestionar el devenir cotidiano y la propia existencia. Aprovechando su visita al CBA, pedimos a éste ágil domador de ideas que nos guíe por su trabajo.
Son frecuentes las conjeturas sobre su perfil artístico. ¿Se considera fotógrafo o es mejor definirle como artista conceptual, poeta visual…? ¿Tal vez ilusionista?
Y yo alimento esa especulación… No, en serio, no suelo darle muchas vueltas. Mi educación –al menos en el arranque– es visual, puramente fotográfica. Con el paso del tiempo, el trabajo se va ampliando ante un gran número de influencias de distintas áreas. En cualquier caso, para mí es más práctico definirme como fotógrafo, vincularme con la profesión; «artista», «poeta» son términos más ambiguos, casi etéreos. Y la fotografía se puede usar en muchos sentidos: se puede trabajar en el ámbito periodístico o utilizarla como un elemento de creación, que es lo más cercano a lo que hago yo.
Precisamente sus fotos han hecho alguna incursión en ese ámbito de la fotografía profesional, apareciendo en alguna campaña publicitaria.
Sí, en ocasiones hago alguna cosa en publicidad, pero son pocas las colaboraciones. Estoy abierto a este tipo de propuestas, pero siempre partiendo de una premisa muy elemental: que no haya condicionamientos a la hora de elaborar las imágenes. Tiene que ser un encargo cercano a mi propio trabajo. Eso me permite trabajar desde mi propia perspectiva, sin que sea algo impostado.
En el proceso de producción de su obra, ¿crea artesanalmente los objetos de la escena que luego fotografía? ¿Hasta qué punto participa en el revelado y positivado de sus fotos?
Hago todo el proceso: elaboro el objeto, busco la luz con la que puede funcionar mejor, tomo la fotografía, revelo los carretes y hago una copia de pequeño formato para ver si la imagen funciona o necesita otro tipo de ajustes. Una vez que doy por buena esa copia, ahí termina mi labor. De la siguiente etapa se encargan en el laboratorio, aunque allí tampoco hay ningún tipo de manipulación: mis fotos son copias sencillas, tal vez con una ligera sobrexposición o algún otro recurso clásico por el estilo.
Mientras está construyendo esas pequeñas escenografías, en las que la composición juega un papel primordial y en las que, muchas veces, las sombras parecen tener un carácter objetual, ¿surgen nuevas ideas? ¿Hay hallazgos?
Depende de la ocasión. En general tengo una idea previa y el resultado final está más o menos planificado, lo que no quita para que en el proceso haya variaciones o para que pueda encontrarme con otras posibles soluciones que no había considerado en su momento, cosas de las que sólo cobro conciencia en el momento de generar esa pieza. Aun así, en general, la imagen se suele ajustar bastante a la idea primitiva y las variaciones suelen ser pequeñas, como ligeros juegos con los reflejos.
¿Cómo decide el formato final de las fotografías y qué importancia le concede?
Hay un juego con las escalas a la hora de reproducir las fotografías al que doy bastante importancia. En ocasiones, la escala es 1/1, es decir, el tamaño de lo fotografiado coincide con el de la imagen en la foto. Otras veces lo que hago es subvertir los tamaños, sacándolos totalmente de escala: algo pequeño pasa a ser grande o muy grande, o al contrario, algo grande pasa a ser pequeño. Es un juego que siempre me ha interesado porque me permite, a la hora de hacer una exposición, jugar con los ritmos con los que el público se enfrenta a esas imágenes. Es una forma de interactuar con el espectador, al que obligas a alejarse o acercarse; no le permites tomar un único punto de vista desde el que observarlo todo. Además, siempre me han resultado especialmente atractivas las imágenes muy pequeñas, con las que puedes establecer una relación con el espectador mucho más íntima y directa: esa foto la vas a ver sólo tú, nadie va a meter la cabeza a la vez para verla. En cambio las imágenes más grandes pueden ser compartidas, vistas simultáneamente por un grupo de personas. Son dos tipos de posibilidades que tomo en cuenta y con las que juego.
Tan sólo una vez, en 2006, con motivo de su exposición monográfica en la Fundación Telefónica, se materializó una de sus composiciones en forma de instalación. ¿Le agradó esta forma de trabajo? ¿Se ha planteado realizar más instalaciones en el futuro?
Sí, es algo que no desestimo. Ahora mismo tengo algunas cosas en mente que podrían funcionar como instalaciones. Pero supongo que hay, no un contrasentido, pero sí algo que entra un poco en colisión con mi forma de trabajar. A lo mejor es sólo una casualidad, pero las ideas que tengo para realizar como intervención directa siempre requieren de la colaboración de otros artistas o artesanos que me ayuden a poner en pie lo proyectado. Son otros materiales, otra escala. Y como siempre he estado acostumbrado a solucionar mis propias necesidades, nunca termino de arrancar. Por eso, no sé si mi trabajo pasará por esa fase pero, desde luego, como posibilidad, no reniego de ella.
El blanco y negro es inherente a su trabajo. ¿Por qué evita el color?
Desde mi punto de vista, el color tiene una relación mucho más directa, más inmediata con la idea de realidad. Al utilizar el blanco y negro se hace más patente que lo que se está mostrando es una representación, una especie de reelaboración de la idea de realidad, frente a la que se marca una cierta distancia; lo mostrado queda en un territorio mucho más abstracto, más ambiguo. Luego, desde un punto de vista meramente práctico, facilita el trabajo al reducir la paleta. Prácticamente todo el trabajo se basa en un ejercicio de reducciones, de intentar jugar con los mínimos elementos posibles y, en el caso del color o del blanco y negro, la elección es la misma: ir a ese blanco y negro casi de contraste, como del Yin y el Yang. De alguna manera, esa elección dota de más sentido al trabajo. Si usara color en las imágenes cambiaría la naturaleza del propio trabajo.
En su producción no parece haber una intención serial, aunque ciertos objetos reaparecen con frecuencia tratados desde distintas perspectivas. Es frecuente la alusión a la música y la literatura, por ejemplo, a través de instrumentos y libros-objeto.
Bueno, no trabajo con un guión previo. Voy trabajando en el día a día y no sé con qué tipo de exposiciones me voy a encontrar entre manos, así que dejo las cosas fluir. Voy acumulando una serie de trabajos y cuando llega el momento hago una selección de lo que he generado en ese tiempo. En cuanto a la literatura y la música, convivo con ellas a diario. Muchos de nosotros tenemos siempre un libro entre las manos, y la música es algo que me acompaña durante buena parte del día. De alguna forma, esa cercanía se traduce en una mayor presencia. Evidentemente, también son elementos susceptibles de interpretarse desde muy distintos puntos de vista; son más difíciles de agotar. Hay otros objetos que he utilizado una vez, y si me tuviera que obligar a volver a hacer algo sobre ellos, la verdad es que no sabría por donde cogerlos.
¿Como cuáles?
Por ejemplo una jeringuilla, sólo he fotografiado una jeringuilla. A lo mejor podría forzarme, y en ese caso saldría algo más… Otros objetos, en cambio, siempre te dejan con la sensación de que hay cosas que no has terminado de captar; queda algo así como una puerta abierta. Pero en ningún caso me planteo hacer una serie de libros, lo que pasa es que, al cabo del tiempo, se me ocurre una idea de cómo abordar un libro de una manera distinta a como lo he hecho hasta entonces. Hay una invitación constante por parte de ciertos objetos:se repite la música, se repiten los libros, y también, aunque con un carácter más cerrado, hay grupos de imágenes en torno a las cerillas, los cantos rodados, el agua –ya sean gotitas de agua, cubitos de hielo…– Y también sobre el ajedrez, aunque este motivo sea algo más escaso.
En su trabajo, la fotografía no parece cumplir el papel de mero registro; trabaja los recursos de la fotografía –las texturas, la iluminación– de forma que adquieren protagonismo.
La fotografía, de alguna forma, siempre cumple ese papel de registro, pero hay otras muchas cosas de por medio. Lo que ve el espectador es una imagen en la que no hay un punto de vista picado, no hay un énfasis en la mirada;sólo algo ahí puesto que la fotografía ha recogido. Digamos que el objeto está cargado de sentido, de emoción; entonces, el papel que juega la fotografía intenta compensar la balanza y por eso ofrece una mirada mucho más fría, más neutra. Es un intento de buscar el equilibrio. No sé como denominarlo… Creo que, al ser la mirada más neutra, es más sencillo que el mensaje «atraviese» la propia fotografía. Hay infinidad de variantes, puramente fotográficas, que están condicionando la lectura de esa imagen, como la luz, la textura, el punto de vista, la escala, el uso del blanco y negro. Todo eso se da por supuesto, pero condiciona tremendamente la lectura que un espectador pueda hacer de la imagen. Juega un papel muy importante.
El instante que captan sus fotografías parece invitar al espectador a participar en un juego en el que los tropos lingüísticos tienen una gran presencia.
Sí. Aunque no busco la complicidad con el espectador, creo que soy consciente de que hay una serie de claves que permiten establecer esa invitación. De alguna manera, el espectador se planta ante objetos cotidianos que alguna vez ha tenido en la mano, que conoce sobradamente, pero en las fotografías suele observar algún aspecto de ese objeto que en un momento dado ha podido intuir, sin ser plenamente consciente de ello. El encontrar algo inusitado en lo cotidiano, el descubrimiento de un aspecto desconocido en lo conocido, invita en muchas ocasiones a esa sonrisa que es una primera reacción de reconocimiento. A partir de ahí, el espectador se relaciona con las imágenes o las analiza a partir de sus propias experiencias, de su bagaje o de su propia historia personal.
Decía Joan Brossa que «la poesía es un juego donde, bajo una realidad aparente, aparece otra insospechada». Usted sabe mirar donde otros sólo ven esa realidad insospechada: en su caso, la fantasía surge de lo cotidiano, como en ese recuerdo de infancia del que ha hablado en alguna ocasión, cuando una profesora le habilitó un pupitre estupendo abriendo la puerta de un horno, y usted se quedó ensimismado mirando al interior.
Sí, supongo que es un recuerdo que conservas y que, de alguna forma, llevas a tu propio terreno. Es una anécdota simpática que enuncia bien la posibilidad de descubrir la capacidad que tienen los objetos de ser utilizados, interpretados o vistos de muchas maneras diferentes. Que yo sepa, aquella fue la primera vez que se me abría una puerta en ese sentido: te das cuenta de que todo es susceptible de ser visto de otra forma. Por lo demás, supongo que esa definición de la poesía de Brossa se acerca mucho a la idea de la magia, que también lleva a descubrir lo insospechado en cosas absolutamente cotidianas o banales.
En una de sus fotografías, la expresión «Still Life» –que traducimos como «naturaleza muerta»– aparece impresa en una monda de naranja magnificada. Parece un guiño de advertencia a los que quieren ver en sus obras bodegones modernos.
Es algo que jamás he entendido de esa manera. Cuando comencé a trabajar con los objetos, lo primero que me venía a la cabeza eran los bodegones y las naturalezas muertas, dos cosas que no me atraían en absoluto, independientemente de que haya trabajos que puedan ser interesantes en esa línea. Era algo que no me tocaba. Entiendo que el trabajo comparte los materiales que utiliza el bodegón, pero creo que la mirada no tiene nada que ver; el bodegón tradicional persigue otros propósitos.
En sus imágenes aparecen equilibrios imposibles y analogías insospechadas –como la cuchara con sombra de tenedor–. ¿Emplea algún tratamiento digital?
No, normalmente no. He recurrido al tratamiento digital en un par de imágenes únicamente. Simplemente, la cámara registra esa manipulación, esa pequeña escenografía que has dispuesto para ser fotografiada. Por otra parte, las manipulaciones son tremendamente sencillas. Creo que las imágenes muestran «trucos» que están a la vista del espectador, que percibe desde el primer momento que ahí hay una manipulación: no se trata de descubrir nada, está todo a la vista. Pero no es que no me interesen las nuevas tecnologías relacionadas con la imagen y la fotografía. La magia que tiene la primera vez que te metes en un laboratorio y ves aparecer la primera imagen se recupera hasta cierto punto cuando la ves en la pantalla del ordenador, cuando pierde su carácter material y pasa a ser algo absolutamente manejable, con lo que puedes jugar y llevarlo prácticamente hasta donde quieras. En ese sentido, me parece un proceso muy atractivo, pero creo que el tipo de trabajo que yo hago tiene más sentido si se resuelve dentro del terreno de la realidad; una solución digital le daría otro carácter. De algún modo, si alcanzas la solución delante de tus narices, estás encontrando una falla a la realidad que está ahí, que existe realmente, mientras que en el ámbito digital todo puede ser inventado.
A veces su ingenio es como un puñetazo a la razón, sensación que se amplifica cuando aparece el humor negro: los objetos más inocentes se convierten en sogas, fotografía a menudo armas de fuego y armas blancas. Parece haber algo oscuro que tal vez no se aprecie a primera vista…
Estoy de acuerdo con esa apreciación. Muchas veces la gente afirma que en mi trabajo se percibe un mundo fantástico en el que todo es feliz. Pero si te fijas un poco, verás que hay imágenes que muestran una violencia contenida. Muchos de los objetos que fotografío –como pueden ser tijeras, cuchillos, cuchillas de afeitar– son cosas que causan dolor o que traslucen un concepto de agresividad. Así que sí, me parece que en algunas de mis fotografías se tocan temas algo más duros. Por supuesto, también hay imágenes dulces: creo que el trabajo puede combinar los dos tipos de imágenes. En cierto modo se trata de jugar con opuestos, que a lo mejor no se resuelven en una sola fotografía, pero sí en la contraposición de unas y otras.
En 2003, la editorial La Fábrica editó Fotopoemario, un volumen con doce fotografías suyas que ilustran otros tantos poemas de Brossa.
Fue una experiencia muy atractiva. Nos conocíamos de poco tiempo antes, nos había puesto en contacto un amigo común. La propuesta partió de él –yo no me hubiera atrevido– y acepté absolutamente encantado. Además, el proceso fue a la inversa de lo que parece habitual: cuando me sugirió hacer algo juntos, inmediatamente pensé que me iba a dar unos poemas para que yo los ilustrara con fotografías. Pero no, me propuso exactamente lo contrario: «Haz unas fotografías, envíamelas, vemos lo que sea, y luego yo hago unos poemas a partir de esas imágenes». Me pareció una propuesta generosa y muy atractiva. Por otro lado, la colaboración fue absolutamente sobre ruedas, no hubo el más mínimo problema de entendimiento. Hice las imágenes, quedamos para que las viera, las guardó durante un tiempo, y luego hizo los doce poemas. Estuvimos manejando la posibilidad de hacer el trabajo más extenso, pero su desgraciado fallecimiento nos impidió continuar, así que al final quedó como habíamos planeado en un principio.
Volviendo a Joan Brossa, él decía que el lenguaje de la poesía visual es como el esperanto y que tiene el poder de desvelar una realidad oculta. ¿Cree que este argumento puede ayudar a explicar el éxito de público de su trabajo?
Desde el momento en que eliges la fotografía, estás trabajando con unos códigos a los que la mayoría de la gente está muy habituada, más de lo que podría pensarse en un primer momento. A diario convivimos con imágenes de todo tipo a través de la prensa y la televisión. Esto dota a mi trabajo de cierta familiaridad, de cierta accesibilidad. De todas formas, no deja de sorprenderme que unas imágenes en principio elaboradas para mí mismo como espectador puedan llegar a un abanico tan amplio de gente. Por ejemplo, los niños, en algunos talleres que se han hecho con mi trabajo, reciben muy bien mis imágenes, como si encontraran en ellas una invitación al juego. Les despierta la curiosidad, cuando ven una, piden ver más.
© Txus Tejado, 2008. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
Fotopoemario. Chema Madoz-Joan Brossa, Madrid, La Fábrica, 2008
Chema Madoz, 2000-2005, Madrid, Ministerio de Cultura-Aldeasa, 2007
Fotoencuentros 2003, Murcia, Fundación Caja Murcia, 2003
Chema Madoz habla con Alejandro Castellote, Madrid, La Fábrica, 2003
Objetos 1990-1999, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1999
Mixtos 1990-1999, Murcia, Mestizo, 1998
Chema Madoz, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1998
Chema Madoz: fotografías, Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz, 1998