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PUBLICIDAD DE POSGUERRA

Publicidad de posguerra

Susana Sueiro Seoane

La primavera pasada el CBA acogió la exposición Posguerra: publicidad y propaganda [1939-1959]. Comisariada por la historiadora Susana Sueiro, la muestra reunió más de doscientos anuncios comerciales y de propaganda política que cubrían dos largas décadas de franquismo --desde los primeros años de autarquía, privaciones y ultrarrepresión, hasta la relativa apertura de los cincuenta--, mostrando hasta qué punto un régimen totalitario puede inmiscuirse en los más diversos ámbitos de la vida cotidiana. Minerva ha pedido a diversos escritores, historiadores y otras figuras del panorama intelectual español que escojan y comenten uno de estos anuncios, y a la comisaria de la muestra, el artículo marco con el que se abre este reportaje.

En aquellos años de posguerra, la propaganda franquista pretendió abarcar todos los ámbitos de la producción cultural: prensa, radio, cine, teatro, artes plásticas, música… El modelo ideológico y los valores de la España «nacional» se transmitieron también, cómo no, a la publicidad comercial, que se llenó de retórica falangista, catolicismo integrista y patrioterismo españolista.

Los anunciantes, llevados por la necesidad de exteriorizar su adhesión al régimen por miedo a ser tachados de «desafectos», asumieron los lemas y los símbolos de la España triunfante y profirieron entusiastas vivas a Franco, al glorioso Ejército, a la Falange victoriosa… El agobiante clericalismo de aquella España nacionalcatólica estuvo también muy presente en la publicidad, que utilizó el reclamo religioso para anunciar toda clase de productos. Las imágenes y lemas publicitarios se impregnaron asimismo de la concepción tradicional de la familia franquista, basada en los valores de autoridad, jerarquía y sumisión femenina, que erradicó por completo el incipiente discurso igualitario entre hombres y mujeres de los años treinta. Y, por supuesto, la publicidad se hizo eco del tenaz empeño franquista por españolizar todo, las modas, los bailes, las costumbres y, desde luego, el idioma. Una orden ministerial de 1940 prohibió los nombres extranjeros en todos los rótulos públicos, ya fuesen marcas, anuncios, denominaciones de establecimientos de recreo, industriales, mercantiles, de hospedaje…, dando un mes de plazo para cumplir esta norma de «reespañolización». Así, el Hotel De France, de Valladolid, pasó a llamarse Hotel Fernando-Isabel en referencia al glorioso reinado de los Reyes Católicos, símbolo de la unidad nacional y punto de partida de la forja de un imperio. El conocido Hotel Inglés de la calle Echegaray de Madrid se convirtió, por su parte, en Hotel Imperio. La ideología imperialista, elemento esencial del primer franquismo, inundó la publicidad. Nunca hubo tantos comercios con el nombre Imperio o Imperial.

La autarquía (palabra que se escribía con mayúsculas en las disposiciones oficiales), aquel ilusorio proyecto de autosuficiencia económica, fue la apoteosis del nacionalismo español. El patriótico culto al producto español y el desprecio del extranjero es muy visible en la publicidad con eslóganes como «producto netamente nacional», «orgullo de la industria nacional», «fabricado en España, por obreros españoles, bajo dirección española»; la imagen del producto solía ir acompañada de una bandera nacional o de algún atributo típicamente hispánico como una mujer andaluza o algún monumento histórico («Más español que la Giralda es el dentífrico Perborol»). La publicidad de posguerra amplificó el discurso oficial de una España alegre y pintoresca, de señorío y belleza racial de sus mujeres, que ensalzaba un costumbrismo folclórico e idealizaba las tradiciones populares, donde supuestamente se encontraban las esencias de la España verdadera.

Pero, con ser esto verdad, que la publicidad no escapó de las garras de la propaganda política y se convirtió en correa de transmisión del discurso ideológico franquista, la publicidad es también un resquicio por el que es posible vislumbrar muchos aspectos de la vida real y de los sueños de aquellos españoles que se hurtaban en las noticias. Ni la prensa ni la radio pudieron informar apenas de las penurias y tremendas dificultades de la vida para la mayoría de la población. Los organismos de censura extremaron su celo para impedir la difusión de noticias sobre carestía, desabastecimiento o restricciones. Se censuraron sistemáticamente las noticias sobre muertes por inanición, así como desgracias naturales como pedriscos, plagas o propagación de enfermedades; y los suicidios estuvieron absolutamente prohibidos. En un régimen de rígida censura como fue la dictadura franquista, la publicidad comercial es sin duda una apreciable fuente histórica y de análisis social. Si es verdad que muchos de los anuncios de posguerra (sobre todo en carteles) ofrecen una imagen bastante más amable, alegre y colorista de lo que lo fue la realidad social, son otros muchos también los que no pueden ocultar las penosas condiciones materiales y morales de los españoles. Muchos de los productos o servicios anunciados evidenciaban en sí mismos la dureza de los tiempos. Además, por su consideración de arte secundario, la publicidad recibió menos atención y fue objeto de un menor escrutinio por parte de los censores que otras facetas del mundo artístico y cultural.

En el panorama uniformado y monocorde de unos medios de comunicación censurados, son los anuncios los que reflejan de forma contundente el tremendo retroceso en las condiciones de vida de una gran parte de la población. Proliferaron por doquier las casas dedicadas a la compra de todo tipo de materiales de deshecho: trapos, papel, huesos, vidrio, goma, metal… Cualquier cosa podía reutilizarse. Los industriales conserveros y los fabricantes de galletas se anunciaban con desesperados llamamientos a los consumidores para que devolviesen las latas vacías en vez de utilizarlas como cajas para guardar los hilos, tal era la escasez de hojalata. La falta de caucho hizo que surgieran como setas talleres de recauchutados y se lanzaron al mercado unos infames neumáticos cuya publicidad advertía al automovilista que debía parar con frecuencia para que se enfriasen y no podría circular a más de cuarenta kilómetros por hora. Ante la falta de productos básicos, se impusieron los «sucedáneos»: chocolate de algarrobas, malta en lugar de café, y cubitos para hacer caldo (Caldolla, Gallina Blanca, Tex Ton, Coci, Potax, Müller…) que proliferaron ante la falta de algo más sustancioso con que elaborar un sopicaldo caliente. Y, por supuesto, se anunciaron muchísimo los gasógenos, aquellas calderas de leña o carbón adosadas a la parte trasera de los vehículos para paliar las graves restricciones de gasolina.

No son más que unos pocos ejemplos de cómo a través de la publicidad comercial se percibe claramente un mundo de carencias, de hambre y frío, un mundo de enfermedades y de falta de higiene. Llenan las páginas de los periódicos los anuncios de antiparasitarios, o de laxantes para combatir los estragos de una monótona dieta carente de fibra, o los reconstituyentes contra la desnutrición y el raquitismo, o productos contra la sarna, la tiña, la «sangre intoxicada», los forúnculos producidos por la avitaminosis, con imágenes de hombres, mujeres y niños plagados de llagas y purulencias, rascándose con frenesí.

Asomarse a la publicidad es sin duda una buena forma de comprobar que la realidad española de posguerra no pudo estar más lejos del lema de la retórica franquista: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan». Claro que no era la misma vida para todos. Si la gran mayoría de la población vivió con acuciantes problemas de subsistencia, una minoritaria clase social privilegiada, que incluía a los estraperlistas de exagerada y repentina riqueza, pudo vivir en el lujo y la abundancia. Los nuevos ricos exhibieron impúdicamente su poderío económico, a pesar de los esfuerzos del régimen para que ese despilfarro no trascendiese, imponiendo una rígida censura en los medios de comunicación para tratar de disimular la abismal desigualdad social existente. Determinadas palabras que sugerían abundancia, como «banquete», fueron desterradas de los pe-riódicos por imposición gubernativa. En los homenajes a las autoridades no se podía decir que se les había ofrecido un banquete y se prohibió expresamente mencionar el nombre del popular «barman» Perico Chicote cuando servía cócteles o almuerzos a políticos y funcionarios para evitar que la gente los asociase con una vida muelle. Una vez más, es la publicidad la que saca a la luz una realidad que se trata de ocultar: el señoritismo de la minoría pudiente a la que se dirigen los anuncios de productos caros –salones de alta costura, peleterías, joyas, perfumes, restaurantes de postín, suntuosas salas de fiestas, ostentosos coches de importación (los famosos «haigas»)– cuyos lemas –«selecto», «refinado», «elegante», «aristocrático»…– recalcan el elitismo que estos consumidores demandan.

Tiempo sombrío, asfixiante, aquél, que tardó mucho en empezar a cambiar y, cuando lo hizo, fue por circunstancias exteriores. Golpe de suerte para Franco y su régimen fue la Guerra Fría que propició que, de la mano de Estados Unidos, España comenzara a abrirse al mundo. Aunque leve, a lo largo de los años cincuenta es perceptible una lenta mejora de las condiciones materiales y los niveles de consumo de la población, que se aprecia en la diversificación y modernización de los productos anunciados. Lo moderno y lo que más apeteció consumir fueron los productos extranjeros y, sobre todo, los norteamericanos. A través de la publicidad, pues, es posible también analizar la evolución de la dictadura.

EXPOSICIÓN POSGUERRA. PUBLICIDAD Y PROPAGANDA [1939-1959]


13.04.07 > 23.05.07

COMISARIA SUSANA SUEIRO


JORNADAS LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LOS AÑOS 40 Y 50


16.05.07 > 17.05.07

COORDINA SUSANA SUEIRO
PARTICIPANTES
ÁNGELA CENARRO • ÁNGEL LLORENTE HERNÁNDEZ • JESÚS MARCHAMALO ALBERTO REIG TAPIA
ORGANIZA
CBA • SOCIEDAD ESTATAL DE CONMEMORACIONES CULTURALES