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Palestina, Irak, Líbano

Rodar en primera línea

Hammoud • Jasem • Mdanat
Traducción Mohamed Ali El Fessi

La producción cinematográfica en Oriente Medio refleja muchas de la tensiones políticas y culturales de la región. En Irak, Palestina o el Líbano, países marcados por conflictos armados de distinto calado, la producción audiovisual se desarrolla en marcos particularmente dramáticos. Ali Hammoud, programador del Festival Internacional de Documentales de Beirut, Docudays; Hamodi Jasem, director de cine, ex presidente de la Unión de Cineastas iraquíes y profesor de la Escuela de Cine de Bagdad, y Adnan Mdanat, uno de los padres del cine palestino de autor y director del departamento de cine de la Fundación Shamoun en Jordania, hablan de cómo el entorno bélico determina el cine que se produce en sus países.

EL CINE EN PALESTINA, ¿UN ARMA CULTURAL O UN ARMA POLÍTICA?

ADNAN MDANAT

Sabemos que Palestina está bajo ocupación y, teniendo siempre presente esta circunstancia, podemos decir que se producen dos tipos de películas en nuestra tierra. En primer lugar, las películas documentales y los cortos de ficción producidos con tecnologías digitales. En segundo lugar, los largometrajes de ficción producidos con técnicas tradicionales. Algunos de estos largos han tenido mucho éxito en los últimos años, entre ellos, el muy conocido Paradise now, que si bien no obtuvo finalmente la estatuilla, ha sido la primera película palestina candidata a un Oscar. La película dio lugar a distintas polémicas en Estados Unidos, donde, entre otras cosas, se discutió si era o no realmente palestina. Se trata de un punto muy importante que pasaré a analizar enseguida. Otro buen ejemplo es la película Intervención divina, de Elia Suleiman, que fue galardonada con el premio especial del jurado del festival de cine de Cannes y se convirtió así en la segunda película árabe que consigue un premio de esta importancia. Ahora bien, ¿se puede considerar realmente palestinas estas películas? En el mundo del cine hay un desacuerdo acerca de cómo establecer la nacionalidad de una película, ya que no hay un consenso en firme sobre si debe atribuirse a la producción o a la dirección. Las películas palestinas no tienen producción palestina, ya que se suelen hacer con dinero europeo y, lo que es más extraño, con dinero israelí. Porque se da el caso de que todos los largometrajes palestinos han sido realizados por palestinos de nacionalidad israelí, los llamados «árabes del 48». Es el caso de Elia Suleiman, Hany Abu Assad o Michel Khleifi. Aunque estos directores hacen películas anti-israelíes, tienen la nacionalidad israelí y están obligados a tener un socio israelí, ya que para rodar una película, tanto en Israel como en los territorios ocupados, es necesario contar con la participación israelí, ya sea en el guión, en la producción o en la interpretación. Esta situación entraña una fuerte contradicción entre la voluntad de un cineasta palestino de hacer una película palestina y las circunstancias que le obligan a tratar con el enemigo en calidad de socio, lo que sin duda constituye una particularidad importante de nuestro cine. Todas estas producciones se consideran palestinas sólo porque los directores lo son. Es una situación excepcional en el mundo del cine, pues generalmente la nacionalidad de la película la determina la del productor. En cuanto a las películas que se hacen con tecnología digital, la mayor parte se produce en la ciudad de Ramala, o bien las hacen directores palestinos residentes en el extranjero y que suelen hacer cortometrajes. En todo caso, lo más importante para el cine palestino son los largos, los únicos que han podido y pueden llegar a un público internacional con posibilidades de éxito.

Ciñéndome al tema que nos ha reunido aquí hoy, el cine bajo las bombas, personalmente he vivido más de una experiencia que se amolda con precisión a este título. En Beirut, en 1976, uno de los cámaras palestinos más importantes, Hani Jawhariya, murió mientras estaba rodando en una zona montañosa, víctima de un proyectil lanzado por fuerzas militares que estaban combatiendo no muy lejos de allí. Los restos de las cámaras y de las películas que estaba utilizando y que llevan las marcas de la explosión de la bomba se conservan en casa de su familia. Asimismo, durante la invasión israelí del sur del Líbano en marzo de 1987, desaparecieron dos operadores de cámara de los que hasta el día de hoy no se ha sabido nada; probablemente fueron asesinados y enterrados en algún lugar.

En cualquier caso, las películas palestinas de aquella época estaban muy influenciadas por la guerra civil en el Líbano y la ocupación del sur del país por Israel. Tras los acuerdos de Oslo, en 1991, muchos cineastas se trasladaron a los territorios palestinos, lo cual marcó una nueva etapa en la historia contemporánea de nuestro cine. En esta fase, el problema principal dejó de ser el de los bombardeos para pasar a ser la ocupación israelí en sí misma. En la producción cinematográfica palestina nos encontramos con unos cuantos elementos comunes y recurrentes como, por ejemplo, el de una vida cotidiana marcada por las barreras y controles del ejército israelí, en donde los palestinos tienen que esperar horas para poder pasar. El tema de las barreras es central en casi todos los largos de ficción: Intervención divina, de Elia Suleiman, trata principalmente de esta cuestión. La película Un billete a Jerusalén, de Rachid Masharawi, cuenta la historia de un palestino que decide montar un cine ambulante para que los niños puedan ver películas. A pesar de la sencillez de sus propósitos, el protagonista se enfrenta una y otra vez al obstáculo de las barreras y se ve obligado a esperar horas para poder desplazarse de un pueblo a otro. En La boda de Rana, otra de nuestras películas, se cuenta la historia de una chica que se va a casar y que, cuando está a punto de comenzar la ceremonia, descubre que el oficial que iba a celebrar la boda se ha dejado el documento de identidad en casa y no puede cruzar al otro lado de la barrera, donde aguardan los novios y los invitados. Finalmente está Espera, de Rachid Masharawi, la historia de un grupo de teatro que tiene que esperar todo un día en una barrera para poder entrar en la ciudad donde deben actuar. El tema de las barreras, que se impone naturalmente en el cine palestino por su importancia en la vida de cada día, está estrechamente relacionado con el de los desvíos por caminos o carreteras secundarias: un trayecto de diez minutos puede prolongarse hasta tres horas por culpa de estas desviaciones. Otro tema recurrente es el de «los niños de las piedras», los niños o jóvenes que vemos en los noticiarios lanzando piedras a los militares israelíes.

En definitiva, en nuestro cine y con independencia del estilo de cada realizador, hay una realidad llamada «ocupación» que no se puede obviar, una realidad que marca las distintas tendencias e impide omitir ciertos asuntos. Uno de los efectos de esta situación es que los cineastas palestinos no recurren a la literatura palestina para sus obras. Los directores palestinos de ficción suelen escribir ellos mismos sus guiones porque sienten la necesidad de transmitir experiencias personales, de modo que el resultado tiende a combinar en distinta medida la ficción y el género documental.

Finalmente, quisiera dedicar unas palabras a la censura que, en el caso israelí, se ejerce antes de empezar a rodar la película: en efecto, la principal dificultad consiste en obtener una autorización de rodaje, un requisito imprescindible que obliga al cineasta a presentar el guión a la censura israelí, aunque muchas veces el guión presentado no se respete después durante el rodaje. Una vez terminada la película no suele haber otros controles; el caso de Mohamed Bakri con su película Yenín, Yenín es el único ejemplo de persecución que conozco personalmente. Bakri fue detenido e interrogado, e incluso su familia tuvo problemas debido al contenido de esta obra, que muestra lo que sucedió durante la masacre israelí en el campo de refugiados de Yenín. Al tener la nacionalidad israelí, Bakri tuvo acceso al campo tras la retirada de las tropas, donde filmó imágenes de los cadáveres que se encontraban bajo los escombros y de todas las atrocidades que pudo ver, y se entrevistó con médicos, niños y otros habitantes del campo, que hablaron del horror que habían vivido durante los ataques israelíes.

EL CINE EN BAGDAD, SOBREVIVIR A LA DESTRUCCIÓN DE LA MEMORIA

HAMODI JASEM

El cine iraquí puede dividirse en dos etapas: la anterior y la posterior a la guerra. La primera película iraquí se rodó en 1948, producida por una empresa local, y pocos años después se fundó un organismo público para fomentar el cine y el teatro en el país que llegó a producir bastantes películas, la mitad de las cuales se rodaron entre los años 1987 y 1988. En total, antes de la guerra se rodaron unas cien películas de ficción y otros tantos documentales. Desde 1990-1991 y durante doce años, Irak sufrió un embargo económico que impidió cualquier producción cinematográfica, ya que se prohibió comprar películas vírgenes o revelarlas, so pretexto de que los productos químicos empleados en el proceso podían tener un doble uso. Muchos artistas tuvieron que buscar trabajo en otros lugares y las salas de cine dejaron de proyectar películas y se reconvirtieron en teatros.

Cuando comenzó la guerra, la producción cinematográfica ya llevaba unos años parada, y el conflicto acabó definitivamente con el cine en Irak. Se destruyeron todas las instalaciones y todos los aparatos quedaron destrozados o fueron robados durante los episodios iniciales de desorden y saqueos. Durante la guerra, Irak se convirtió en un foco de atención mediática internacional, pero todos los reportajes y documentales que se rodaban sobre el país se hacían con una visión extranjera. Los cineastas iraquíes no podían trabajar por falta de material. Fue entonces cuando un grupo de cineastas jóvenes sin apenas experiencia práctica encontraron una caja con películas vírgenes guardadas desde 1980. Se pusieron en contacto con la sede de Kodak en Beirut y con considerables esfuerzos lograron rodar la primera película de ficción de la posguerra, titulada Gayr salih. Esta película podría haber marcado un cambio fundamental para el cine iraquí y haber supuesto el inicio de una nueva generación de cineastas que garantizara el futuro de nuestro cine, pero el grupo se dispersó a causa de las trágicas circunstancias del país y la mayoría de los jóvenes se marchó de Irak.

Tras esta primera película de posguerra, se formó otro grupo en torno a un estudiante iraquí residente en Inglaterra que pudo convencer a su escuela de cine para que le proporcionara películas vírgenes. Así pudo rodarse la segunda película de ficción de esta etapa, titulada Ahlam (Sueños).

Nada más darse por finalizada la contienda, con la entrada de las tropas estadounidenses, se respiró cierto aire de optimismo y muchos creyeron que efectivamente iba a haber democracia, prosperidad y una mejora en las condiciones de vida en general. Este entusiasmo animó a muchos jóvenes a rodar películas de este tipo, pero poco a poco quedó claro que el país no iba mejor, y los que creían que Irak iba a convertirse en un país desarrollado se dieron cuenta de que estábamos precipitándonos a la catástrofe. Cada día que pasa en Bagdad es peor que el anterior, lo que, naturalmente, hace imposible la producción cinematográfica. Tras la ocupación de Irak se nos dijo que la democratización del país había permitido abrir más de veinticuatro estaciones de televisión que emiten vía satélite, una cifra impresionante para un país como el nuestro. Sin embargo, ninguna de estas cadenas producen películas de ficción o de otro tipo. Son, en su mayoría, pequeñas empresas instaladas en pisos de tres o cuatros habitaciones con escaso presupuesto y pocos medios, aunque es sabido que hacen falta miles de dólares para lanzar una cadena que emita por satélite. La versión más aceptada en Irak es que se trata de cadenas financiadas con dinero estadounidense para fortalecer las culturas étnicas y la ilusión de que estamos viviendo en una democracia.

Hay también otras cadenas que reciben el apoyo de los países vecinos, Irán y Arabia Saudí, y que trabajan a favor de sus intereses estratégicos en la zona. Pero tampoco estas televisiones han aportado nada al cine iraquí. De todos modos, lo verdaderamente grave es que esas cadenas de televisión no tienen archivos que conserven las imágenes grabadas que, más tarde, podrían ser utilizadas por los cineastas para sus películas. Las televisiones borran lo grabado para reutilizar las cintas y no hay ninguna institución encargada de preservar estas imágenes. Es un asunto particularmente grave ya que, desde hace cuatro años, el pueblo iraquí está sufriendo la destrucción de todas sus estructuras políticas, administrativas, sociales y económicas sin que nadie esté guardando registro documental de lo sucedido (si exceptuamos unas pocas cadenas extranjeras), lo que conducirá, sin duda, a la destrucción de la memoria iraquí. Con la entrada de las tropas ocupantes se destruyó también el patrimonio audiovisual conservado hasta entonces en la sede de la televisión nacional, que fue quemada, y todo el patrimonio musical con la destrucción de la biblioteca de la Radio Nacional Iraquí. Si queremos rodar una película sobre el Irak de los últimos años tendremos que partir de cero. Estamos, pues, ante una verdadera catástrofe.

Hoy, en Irak, el mero hecho de llevar una cámara en la calle constituye un riesgo. La policía puede detenerte por considerarte vinculado a eso que desde el gobierno se llaman «grupos terroristas», y también corres el peligro de que esos grupos te secuestren, ya que consideran espías del gobierno a todos los que toman imágenes en la calle.

En cuanto a las telenovelas iraquíes producidas y emitidas tras la guerra por televisiones privadas, todas ellas han sido rodadas en Siria debido a la inseguridad y al deterioro general del país, de manera que las escenas de la vida cotidiana que llegan a las pantallas no se corresponden con la realidad.En lo que se refiere a festivales y jornadas cinematográficas, poco es lo que se ha podido hacer: unas jornadas de cine alemán organizadas por el Instituto Goethe, una semana de cine francés organizada por el centro cultural francés, con la ayuda de unos jóvenes cineastas iraquíes y poco más. A pesar de su escasez, estas ocasiones son para nosotros fundamentales, ya que Bagdad es en estos momentos un desierto cultural que necesita a gritos un pulmón para poder respirar. La asociación Cineastas Sin Fronteras pudo organizar también una única edición de un festival de cine documental en el que participé como director de la sección de cortometrajes. El problema es que no puede haber continuidad: en aquella ocasión tres miembros del equipo estuvieron a punto de perder la vida en un tiroteo del que afortunadamente todos salieron con vida y sin heridas graves.

La situación está empeorando por momentos y los cineastas atraviesan un auténtico infierno. Personalmente, preferí dimitir de mis funciones de presidente de la Unión de Cineastas porque es imposible trabajar así. La organización Reporteros Sin Fronteras denunció en uno de sus informes que ciento setenta trabajadores de los medios de comunicación habían sido asesinados en Irak, entre ellos noventa iraquíes, tres veces el número de los periodistas que murieron en toda la guerra de Vietnam. La situación es muy dura, porque ni siquiera sabemos quién es nuestro enemigo, aunque está claro que son personas que desean impedir que se sepa lo que está pasando en Irak. De ahí el peligro que puede representar el mero hecho de tener una cámara. Los acontecimientos de Faluya confirman esta idea: durante los primeros bombardeos hubo cobertura mediática y se tomaron imágenes que impactaron a la opinión pública internacional. Durante el segundo ataque a Faluya no se dejó pasar a los medios de comunicación, ni siquiera acercarse a la ciudad. En definitiva, tanto el cine como los medios de información son considerados hoy en Irak como un arma temible, y se tiende a eliminar o por lo menos a neutralizar a cualquiera que trabaje en estos campos. Mi ocupación principal, en estos mo-mentos, es evitar que me maten.

EL CINE EN BEIRUT, ¿QUÉ LÍBANO QUEREMOS?

ALI HAMMOUD

La organización de la octava edición del festival internacional de cine documental de Beirut después de la guerra del verano de 2006 contra el Líbano puede ser una buena muestra de la realidad de la actividad cinematográfica en mi país. Tras treinta y tres días de bombardeos, intentábamos volver a una vida normal. Únicamente faltaban tres meses para la celebración del festival, y gracias a la buena voluntad de muchas personas y a nuestro convencimiento acerca del poder curativo del cine, pudo realizarse esta edición en muy buenas condiciones, un acontecimiento que dio nuevas fuerzas a la acción cultural en el Líbano.

El principal problema al que nos enfrentamos hoy en el Líbano es el de la escasez de ayudas que recibe el cine, tanto del estado como del sector privado. Los festivales se llevan a cabo principalmente gracias a la voluntad de algunos individuos, mientras que en el resto de los países árabes son los gobiernos quienes los organizan. Y lo mismo ocurre con las demás actividades culturales, aunque a veces lleguen algunas ayudas de países occidentales.
En el cine libanés hay tres tipos de películas: las producidas con financiación occidental, las producidas por una de las siete escuelas del país y las películas independientes, en general de bajo presupuesto. El Líbano es, junto a Palestina, el país árabe que más documentales produce, debido a la relativa facilidad con la que se pueden rodar, y lo mismo pasa con los cortometrajes. En cambio, sólo se producen dos o tres largometrajes de ficción al año, la mayoría con financiación francesa o de otros países europeos.

Los cineastas libaneses siempre han es-tado en contacto con el pueblo libanés. Desde los pioneros de los años sesenta hasta la guerra del verano de 2006, pasando por la guerra civil, siempre han estado documentando y difundiendo imágenes de lo que pasaba en el país. La gran mayoría de los cineastas se identificaba con posiciones de izquierdas, apoyaban la resistencia palestina y libanesa y muchos de ellos transmitían mensajes políticos en sus películas. Los filmes producidos entre los años setenta y noventa ilustran muy bien esta tendencia y fueron muchos los directores que, tras el fin de la guerra, rodaron películas que relataban sus experiencias personales y las consecuencias de lo sucedido sobre la sociedad civil.

En el año 2000, con la liberación del sur del Líbano, los cineastas redescubrieron esta parte de su patria y a partir de ese momento el cine libanés ha estado guiado en buena medida por la pregunta «¿qué Líbano queremos?».