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De la amistad (y el amor)

Entrevista con Ray Loriga

Manuel Hidalgo
© Cristina Villarino / El Español

El escritor y periodista Manuel Hidalgo conversa con Ray Loriga acerca de su última novela, Cualquier verano es un final (Alfaguara, 2023), escrita tras la operación por un tumor cerebral a la que se sometió en 2019. En ella Loriga traslada a uno de sus personajes su experiencia de encontrarse entre la vida y la muerte y explora el enamoramiento que existe en toda amistad. La conversación formó parte de la serie de encuentros con escritores que El Cultural organizó en el Círculo el pasado curso.

Intuyo que ni en el mejor de los sueños, o de las pesadillas, podrías haber llegado a imaginar de niño que con el tiempo ibas a ser un perfecto pirata.

Sí, es curioso. De todas las prótesis y ortopedias que te pueden tocar, la del parche es casi la mejor. El parche tiene cierto encanto, un je ne sais pas quoi. Algunos de mis referentes cinematográficos lo llevaban: Nicholas Ray, John Ford o Alain Delon en El gatopardo.

Raoul Walsh también lleva parche. Y André de Toth o Sam Fuller. Dicen que alguno de ellos no tenía motivo para llevarlo y que a veces se lo cambiaba de ojo.

Eso tiene una explicación cinematográfica. Cuando ruedas una película, sobre todo en aquellos tiempos, que las películas eran de celuloide, no había combos ni pantallas y tenías que mirar por el objetivo de la cámara. Entonces, de tanto guiñar un ojo, se acaba cansando el músculo. Si llevas un parche, ese ojo lo puedes tener abierto.

Tu nombre original es Jorge Loriga. Lo habrás explicado muchas veces, pero ¿por qué te pones el nombre de Ray? He leído que tiene que ver con nombres de boxeadores, de músicos, con Nicholas Ray, Ray Bradbury...

Esa pregunta tiene meandros y afluentes. He dado mil explicaciones: que si Ray Bradbury, Raymond Carver, Nicholas Ray, Ray Sugar Robinson, Ray Leonard, Ray Charles... Pero todo eso vino luego. Lo primero fue la decisión de tener un nom de plume, que, curiosamente, conserva mi primer apellido. Muchas veces los escritores y escritoras se cambian el apellido. Yo decidí cambiarme el nombre, por tener un nombre mío. A lo mejor era muy ingenuo, pero pensé que si no tienes derecho a decidir cómo te llamas, apaga y vámonos. Y luego, me hacían mucha gracia los nombres de futbolistas y jugadores de béisbol, incluso músicos, sobre todo caribeños, que mezclaban nombres americanos con apellidos latinos, como Willie Colón o Ray Barreto. Me gustaba esa sonoridad. Antes de decidirme a usarlo en mi primer libro, lo había utilizado para el fútbol, donde los nombres de una sílaba funcionan mejor, porque cuando vas a pasarle el balón a un compañero, si dices «Roberto», los tres defensas ya saben que el balón va hacia él. Me puse Ray en la camiseta de fútbol y me fui acostumbrando. Mi padre, mi madre y mi hermano me llaman Ray; es mi nombre natural.

Podíamos tomarlo también como un anticipo, un símbolo de un alejamiento de la tradición literaria española.

Esa era la otra parte que me quedaba por matizar. Tengo una gran influencia de la literatura anglosajona, también de la centroeuropea y, en menor medida, de la francesa y la rusa. Sin embargo, a la hora de escribir, creo haber tenido siempre presente la tradición española, como la picaresca. Trífero es una novela de picaresca cuántica. El modelo del Lazarillo siempre me ha alumbrado, la manera de narrar las cosas desde la voz de un muchacho. Recuerdo leer El guardián entre el centeno de Salinger y pensar que era como el Lazarillo de Tormes con Manhattan de fondo. Mis lecturas fundacionales fueron de literatura clásica española y luego la hispanoamericana. De alguna manera, forman parte de mis cimientos como escritor. Por supuesto, después se van añadiendo muchas capas, pero creo que ciertos registros y ciertas intuiciones las he sacado de la literatura clásica española.

¿Podrías dar otros nombres de escritores españoles que tengas en consideración?

En los místicos, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, encontré la primera sensación de la poesía descarnada y virulentamente romántica, con ese tipo de imaginaria que luego vi en Rimbaud o en Baudelaire. Les siguieron Valle Inclán, Baroja, toda la generación del 98. Pardo Bazán me encanta. Incluso Gustavo Adolfo Bécquer o el Don Juan de Zorrilla. Por supuesto, El Quijote. Cuando estudiaba en el colegio, en clase solo nos leíamos los libros dos, y les hacíamos a otros compañeros los trabajos obligatorios a cambio de corrupciones. Leíamos con entusiasmo hasta el último libro del programa. Nos daban un par de lecturas por tema: dos del 27, dos del 98… Yo solía leerme los dos, uno por obligación y otro por gusto. Unos me entusiasmaban más, otros menos, pero al único que le puse pegas fue a La gaviota, de Cecilia Böhl de Faber. Me pareció una literatura folletinesca, malamente romántica. A lo mejor, si lo releo, cambio de opinión.

En Cualquier verano es un final, el protagonista empieza narrando cosas de su infancia y de su juventud. Ese principio me recordaba a la picaresca, al Lazarillo, un relato en el que el narrador empieza contando sus primeros lances vitales. Esta novela con una de las que más se emparenta entre las tuyas quizá sea con Trífero, ¿puede ser?

Probablemente. La posición del pícaro también está en otras tradiciones literarias. Tristram Shandy, por ejemplo, de Laurence Sterne, o Barry Lyndon, de Thackeray, son historias de pícaros. Entendiendo «pícaro» como un advenedizo, un trepa que normalmente se autojustifica a lo largo del libro y, además, te convence. Es un personaje que no aspira a ningún tipo de ejemplaridad. Sin embargo, te identificas con él, porque su vida parece la de cualquiera de nosotros.

Antes de entrar en la novela, quería preguntarte por tu padre, José Antonio Loriga, que fue un publicista importante.

Él decía que era ilustrador sin chiste, quizás incluía alguna ironía, pero hacía más retrato, dibujo de prensa. Mi padre compartió los dos oficios, fue publicitario y diseñador gráfico, estuvo en agencias muy punteras de aquella época. Y formó parte de Grupo 13, que fueron una parte histórica de la publicidad y el diseño gráfico de España.

La novela está narrada en primera persona por su protagonista, propietario de una pequeña editorial infantil que publica grandes clásicos de la literatura en versión resumida e ilustrada y que ha sido absorbida por un grupo multinacional holandés. La coprotagonista es ilustradora, lo que remitiría al mundo de tu padre. A propósito de las tareas de este editor, citas a muchos dibujantes célebres.

Sí, sobre todo, dibujantes de las revistas inglesas y americanas hasta los años sesenta, aproximadamente, justo la época que aprendí con mi padre.

Y tu madre ha sido actriz, principalmente de doblaje, pero también ha tenido papeles pequeños en televisión y en alguna película. ¿Qué importancia ha tenido para ti la influencia de tus padres?

Nunca supe muy bien si algunas habitaciones de mi casa tenían papel pintado o pintura en las paredes porque estaban cubiertas de libros. Mi padre compraba continuamente libros de arte. Iba mucho a la Librería Alemana, que luego se llamó Librería Científica, detrás de la Gran Vía de Madrid. Era íntimo amigo del dueño que, por cierto, era un teniente de las SS fugado. Un tipo muy simpático que siempre decía que él no había hecho nada más que ser un soldado. Vete tú a saber… En aquella época era muy complicado conseguir libros de otros países y él se los conseguía. Mi madre también era muy buena lectora, y tiene una peripecia personal inaudita. A mi abuelo lo iban a fusilar en Valencia cuando un amigo lo sacó de la cárcel. Cogió un barco de madrugada y acabó en Venezuela, donde pasó veinte años. Cuando consiguió hacer algo de dinero, se llevó a mi abuela, a mi madre, que tenía nueve años, y a sus dos hermanos. Imagínate lo que es cruzar el charco a una vida que no sabes lo que podría ser. Mi madre vivió hasta los veinticinco años en Venezuela, donde estudió para ser actriz y empezó a trabajar en telenovelas y en teatro. Allí tuvo un hijo, que murió. Volvió a España y conoció a mi padre, pero antes consiguió trabajo como presentadora del Circo Price, lo cual es bastante exótico.

Sigamos con los nombres. El narrador de tu novela se llama Yorick: un nombre muy poco corriente.

Que curiosamente es Jorge, mi antiguo nombre.

Y es también el del bufón de Hamlet, la calavera. Pero el nombre de Yorick apenas aparece en la novela.

Solo se menciona una vez. Lo evitaba voluntariamente. Tenía dudas de si merecía la pena arrastrar la broma de Yorick. El padre era un fanático de Shakespeare y como el niño lloraba mucho, le puso Yorick, por llorica. Me parecía que el chiste estaba bien para las primeras páginas, pero que no había que arrastrarlo demasiado.

Pero, aparte de la broma, tenemos dos cosas. Primero, lo del bufón, aunque yo no creo que sea un personaje bufonesco. Luego, lo de la calavera, la duda de ser o no ser. Eso sí juega más en la novela.

Así es. Me gustaría pensar que él sí tiene un punto bufonesco, pero es un bufón ante sí mismo. Se hace chistes a sí mismo, no tiene otro rey al que distraer más que su propia conciencia.

Además de bufón para sí mismo, es más cosas no del todo positivas: mentiroso, inseguro, fantasioso y errático en sus convicciones, si las tiene. Es un poco calamitoso.

No es la primera vez que abordo o hablo de personajes así. Es una especie de Houdini que se ata con cadenas para luego encontrar la manera prodigiosa de escapar de ese autoencierro, ya sea personal, afectivo, incluso laboral. No es un tipo muy de fiar. Como tampoco se dedica a grandes engaños, más que a la pequeña fuga vital, le he cogido cierta simpatía. Es verdad que no sería modelo ni ejemplo de nada. Ni falta que hace.

En mi opinión, el núcleo de la novela está en los sentimientos. Por un lado, es una historia de amistad entre Yorick y Luiz, que se escribe con palabras propias del amor, con todas sus consecuencias. Por otro lado, es una historia de amor entre Yorick y Alma, la ilustradora de su editorial, que más bien transcurre, debido a la resistencia de Alma, por el terreno de la amistad. Lo que me interesa es esta ambivalencia entre el amor y la amistad entre dos hombres, que no es fácil encontrar en una novela.

Ese era mi propósito desde el principio. Lo que me propuse con Cualquier verano es un final, aparte de abordar temas como la muerte y el libre albedrío, era tratar una relación de amistad muy profunda y desesperada con los tonos, los mimbres y los esquemas poéticos del amor. Una historia de amistad que funcionaba como un romance. Es arriesgado, es como andar por un alambre, pero que está en el suelo.

¿Tú crees que está en el suelo?

Me refiero al riesgo de que el personaje sea homosexual. Por eso digo que está en el suelo, porque el personaje sabe lo que siente y yo intento expresarme desde él. Y no comete la grosería de ponerse una etiqueta o un nombre, ni de dar una nomenclatura concreta a sus sentimientos; él está dentro de los sentimientos. En este libro quería explorar el tema de la amistad. La amistad no tiene unas gafas de mirar distintas al amor. Hay un elemento de enamoramiento en la amistad y quería llevarlo al límite.

Hay un momento, aunque igual esto es indagar demasiado, en que casi se puede pensar que Luiz es una invención de Yorick. O una idealización, más que una invención.

Sí, es una idealización. Es verdad que hay un momento en que él mismo se pregunta si Luiz no será una entelequia de su cabeza. Para lo que no le ha pedido nunca permiso a Luiz es para inventarse la parte que él se ha inventado, esa idealización sin la que parece imposible consumar una relación romántica. De ahí que sean tan dolorosas las rupturas, porque se nos rompe una imagen que nosotros mismos hemos creado, a veces para devolvernos la imagen que nos apetece tener de nosotros mismos. Es como un espejo doble.

¿No crees que a veces estas amistades entre hombres o entre mujeres, con expresiones como «mi mejor amigo», parecen propias de la infancia y de la adolescencia?

Es algo que he intentado conservar en la novela. Yo veo con dulzura esa especie de seriedad casi cómica de los niños. Lejos de ser cómica, tiene una arrogancia muy grande, lo de querer ser capitán de tu corazón con tanta seriedad. Seguir siendo tierno de mayor es un poco grotesco y hace falta bastante coraje. Quería que este personaje, cuando se habla a sí mismo, se reconociera de esa forma. Luego no es así en su vida exterior, curiosamente. En las conversaciones es cínico, cáustico, un tipo muy frío.

Como en otras novelas tuyas, en esta no paramos de viajar. Pasamos por Nueva York, Venecia, Suiza, Portugal, Chile, Santo Domingo...

Me gusta mucho viajar y hablar de los sitios. Y me divierte que mis personajes se muevan. También me gusta recordar lugares donde he estado, vivencias que he tenido, cómo me ha impresionado cada sitio.

Lo de viajar no es solo viajar. Como dices, te gusta hablar de los sitios, y eso produce una derrama literaria. Porque el lugar trae nombres de calles, de lugares; trae comidas, bebidas... Trae algo que se convierte en palabra literaria.

No es algo planificado, pero he tenido la fortuna, por mi trabajo, de viajar a lugares que nunca hubiera pensado que iba a conocer, y me gusta plasmar esas vivencias, esas fotografías mentales.

Luiz es un personaje misterioso, que incluso da lugar a un pequeño trance detectivesco. Esto, unido de alguna manera muy remota a esa relación entre dos hombres, me trajo un eco de Ripley. Es decir, de Patricia Highsmith, a la que citas.

La adoro. Me parecía feo no citarla, porque le estaba tomando prestado un aroma. Quería que flotase esa sensación Ripley en la historia.

El suicidio es otro asunto central en la novela. Aparece Suiza, la muerte voluntaria, planificada. Tenemos una variable que es morir cuando estás muy bien, sin esperar al deterioro progresivo de la salud. Decía Camus que el suicidio es el gran problema filosófico. ¿Tú estás de acuerdo? ¿De qué manera has querido indagar en esta idea?

Me interesaba mucho ver el suicidio desde el completo libre albedrío. No la muerte como solución frente a una agonía, como entendemos la eutanasia, sino como elección completa; es decir, quiero llevar mi vida hasta aquí. Al igual que el personaje de la novela, siento esa elección de manera muy plena. No tengo una responsabilidad, no tengo hijos, no tengo a nadie a quien dar un tremendo disgusto y quiero elegir en mi vida un final feliz que, desgraciadamente, la vida no tiende a ofrecerte. Sueles morir al final de unas decrepitudes, de una pérdida de capacidades, de dolores, de pérdida de dignidades, incluidas pérdidas de memoria y del propio asunto de ser, como con el Alzheimer, que hace que no habites realmente en tu propia cabeza ni en tu propio cuerpo. Lo que tiene este personaje es miedo al deterioro. El miedo a haber escrito ya su mejor capítulo y que los siguientes desmerezcan. Lo que se plantea es, por medio del suicidio legal que existe en Suiza, ir coqueteando con la idea, que es curiosamente lo que le pone enfermo a Yorick, el pobre enamorado, porque parece que la muerte es una novia que atrae a Luiz más que él mismo. Por eso, le pone muy nervioso, incluso un poco celoso. Piensa que Luiz prefiere morirse que estar con él; parece que le está engañando.

Esta novela está escrita tras tu crisis y tu grave percance. ¿Pensaste en el suicidio después de lo que te pasó?

Sí, evidentemente. Estando a punto de morir, pensé cómo sería contar un paso a dos con la muerte desde ángulos distintos. Uno quería sobrevivir y otro, curiosamente, quería encontrarla y abrazarla. Pensé cómo daría juego para dos personajes; ese fue el motor de la novela. No había caído en la cuenta hasta ahora, pero cuando la estaba terminando, Alain Delon publicó una carta en los periódicos franceses diciendo que se iba a Suiza a suicidarse, precisamente a uno de los mismos sitios que yo investigado para la novela. En la carta describía exactamente las razones que daba mi personaje, decía: «He tenido una vida estupenda, he tenido amor, he trabajado, me lo he pasado muy bien, he conocido a grandes directores...». Era una carta a su público, en la que agradecía el tiempo que habían pasado viendo sus películas, que habían estado con él y que habían disfrutado juntos y les pedía respeto por la decisión que había tomado.

En la novela, Yorick tuvo un tumor cerebral, fue operado a vida o muerte, perdió un ojo y tuvo una parálisis facial de la que se ha ido recuperando. Es decir, que a Yorick le pasó lo mismo que te pasó a ti. Y también estuvo, como tú, dos minutos en parada cardiorrespiratoria.

Sí, yo tuve esa experiencia, que luego me contaron los médicos, porque no me enteré de nada. Pensaron que me perdían. Es una de esas cosas que no te pasan todos los días. Tampoco me vi a mí mismo por encima de la habitación, ni vi un túnel o una luz. No vi absolutamente nada. Y dije, esto para un personaje es información relevante y divertida. Más allá de contarme mi vida, que no me interesa, sí me parecía que era un elemento chulo para un personaje.

¿Qué piensas de la autoficción?

Como escritor, al personaje le tienes que poner una chaqueta y la que tienes más a mano suele ser la tuya. Cuando creas personajes a los que hay que darles aliento, vida y ángulos, no pueden ser planos y tiendes a darles muchas de las cosas que tú has experimentado, o que ha vivido alguien muy cercano a ti, y con todo eso vas creando un monstruo de Frankenstein. Utilizas aspectos de tu vida como trampolín para ficciones. Yo por lo menos. No hubiera tenido la paciencia ni el entusiasmo para ponerme a escribir durante dos años la historia de mi enfermedad, pero sí que fue un aliento para la ficción.

Antes has nombrado Tristram Shandy y me ha venido a la cabeza que era, como sabes, uno de los libros preferidos de Javier Marías.

Sí, me consta que era su novela favorita. De hecho, durante unos años de mi vida, alquilé un estudio en el edificio donde vivía Javier. Nos veíamos al acabar el trabajo y nos contábamos, hablábamos del libro. Teníamos una amistad...

¿No crees que tienes un parentesco remoto con su forma de escribir? Sin que tu literatura se caracterice por la extrema longitud de los párrafos, sí los hay con cierto brujuleo, cierto ir y venir. A mí me ha hecho pensar en un parentesco entre los dos. Aunque tú escribes más estilizado. Hay otras coincidencias, como la de ubicar historias fuera de España.

Él es un escritor de un aliento anglosajón, es buen lector y buen traductor de inglés. Casi que me niego a hablar de él en pasado. Me gusta Javier, y no diría que soy más ni menos estilizado que él. Pero, sin ser buscado, puede que tengamos campos de acción comunes y algunos alientos o afinidades. Es verdad que siempre tuve la sensación, cuando hablaba con él, de que compartíamos una cierta corriente eléctrica parecida en torno a aficiones y gustos literarios. Bueno, y éramos los dos muy del Real Madrid.

Quería preguntarte por el título, Cualquier verano es un final, que es la frase final de la novela. ¿Tenías pensado ese título y luego hiciste pie forzado? ¿O bien escribiste esa frase como última y luego decidiste que podía ser buen título?, ¿o ninguna de las dos cosas?

Un poco de las dos. Pensé la última escena y luego en la novela hacia atrás, cosa que no me suele pasar. Me he encontrado con novelas que voy escribiendo muy entusiasmado y que no sé cómo acabar. Tampoco es que sea la frase más ingeniosa o la más genial. Me parecía bonita como principio y como final.

Pero no es solo bonita, el final del verano es un tema clásico. El final del verano es el final de la felicidad, de una expectativa, de una vida distinta, de una excepción. Yo me pregunto, si se entiende el verano como una época de felicidad, con relación a los planteamientos suicidas, «cualquier verano es un final» significa también que cualquier momento feliz puede ser un final.

En el caso de este personaje, desea que el último capítulo de la historia de su vida sea feliz. Busca morir tranquilo. Para él lo máximo de su vida es estar tranquilo con su amigo, sentado y en silencio.

«La amistad está llena de silencios», dices.

Sí, para mí es algo esencial.

¿Y el amor?

La amistad y el amor también se parecen en eso: la persona con la que puedes estar en silencio y tan a gusto.

CONVERSACIÓN LOS MARTES DEL CULTURAL
11.04.23

PARTICIPAN MANUEL HIDALGO • RAY LORIGA
ORGANIZAN EL CULTURAL • CÍRCULO DE BELLAS ARTES