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Sexo explícito

Ana Useros
Jean Eustache en el rodaje de La Maman et la putain, 1973. © Bernard Prim

Cuando se estrenó Une sale histoire, de Jean Eustache, en 1977, recibió la clasificación de X, aunque lo único que se veía era a un hombre contándole a tres personas, todas ellas perfectamente vestidas, cómo se hizo voyeur. A partir de esta película, que se proyectó en el Cine Estudio del Círculo dentro de la retrospectiva «Con que la cámara ruede, el cine se hace» sobre la obra del director francés, Ana Useros reflexiona acerca de la representación del sexo y del deseo en el cine, y recorre el camino que han seguido los subgéneros de cine erótico y porno a través de Instinto básico (1992) y Garganta profunda (1972).

«Los pornógrafos son enemigos de las mujeres únicamente porque nuestra ideología contemporánea de la pornografía no integra la posibilidad del cambio, como si los seres humanos fuéramos esclavos de la historia y no sus hacedores, como si las relaciones sexuales no fueran necesariamente una expresión de las relaciones sociales, como si el sexo mismo fuera un hecho externo, tan inmutable como la meteorología, creador de la práctica humana pero nunca parte de ella».
Angela Carter, The Sadeian Woman
«Tal vez si la falocracia que reina en todas partes se exhibiera sin tapujo alguno, sería posible una economía sexual diferente».
Luce Irigaray, El sexo que no es uno

1. 1977. Un cuento guarroUne sale histoire, Jean Eustache, 1977.

En esta película, Une sale histoire, un hombre cuenta una historia a un público compuesto por dos hombres y tres mujeres. Terminado el relato, y después de una breve conversación, cambiamos de escenario y de personajes, pero de nuevo un hombre cuenta una historia y es exactamente la misma historia, rodada en un estilo y un formato diferente. Es una historia larga. Cada uno de sus narradores invierte alrededor de un cuarto de hora en contarla. En estos casos, las convenciones del cine dictarían que, mediante un fundido en negro o mediante un encadenado o cualquier otro efecto, un vez iniciado el relato, la imagen de la persona que narra se sustituiría por la imagen narrada. La voz, transformada transitoriamente en una voz en off, perduraría durante un par de frases, para dar las coordenadas de tiempo y lugar, y después se desvanecería para que la puesta en escena del relato ocupe su lugar. Cuando se acercara el final, se escucharía de nuevo la voz en off para enunciar las conclusiones de la historia y, mediante otro fundido o recurso similar, volveríamos a ver a la persona que narra y a sus interlocutoras, atravesadas, alteradas por la historia que ellas solo han escuchado pero nosotras hemos, además, visto.

En Une sale histoire no es así. Las dos veces que escuchamos la historia nos quedamos en el espacio y el tiempo de quien la narra, se nos ofrece el espectáculo de dos personas contando el mismo cuento completo, con sus pequeñas diferencias, sus pausas y dudas, con los gestos de las manos que apoyan las palabras, con las miradas y muecas que lo matizan, así como con algunas reacciones breves, muy breves, de sus oyentes.

¿Qué ocurre cuando nos encontramos ante un dispositivo así? Hemos ido a ver una película y resulta que esta incita a nuestra imaginación a componer otra, como cuando leemos un libro. Pero aquí la película ya existe y no podemos escapar de ella si no es cerrando los ojosEn el entorno de una sala cinematográfica, naturalmente. En casa hay muchos más trucos.... Esa otra película ausente, la que se nos niega, la que tratamos de construir a partir de las palabras, bebe de todo lo que vemos (el color, la textura, los rasgos de quien la protagoniza si, como en este caso, coincide con quien la narra) y trata de abrirse camino a codazos entre las imágenes que desde la pantalla nos impiden concentrarnos en ese otro universo paralelo que estamos construyendo a partir del relato.

ShoahShoah, Claude Lanzmann, 1985. es el ejemplo canónico de una película que emplea la voz narrativa en pantalla, que relata historias y a la vez da la espalda a esos recursos habituales (fotografías, imágenes de archivo...) mediante los que el cine documental confiesa la imposibilidad de mostrar lo que se querría mostrar. La negativa de Shoah a enseñar cualquier indicio del pasado dice: «No es que no pueda mostrar, es que no quiero hacerlo»Claude Lanzmann lo ampliaría posteriormente a un «no se debe hacer», pero esa es otra historia.. Dice: la muerte no se representa.

Y Eustache, ¿no puede o no quiere? Su relato es una sale histoire, un chiste guarro, una historia de sexo y deseo sexual. Agustín García Calvo lo resumía así:

Cuenta el protagonista de un viejo café de París en cuyos retretes, abajo, a un lado el de -os, a otro lado el de -as, había en la puerta de este casi a ras del suelo, un roto de la madera (no hecho intencionadamente) que permitía al interesado, no sin pena, agacharse, atisbar adentro y ver (pues era uno de los de sin taza y para cuclillas) el centro mismo de la feminidad de la ocupante pasajera. Refiere él (el narrador real del cuento, a quien Eustache capturó después para su juego) que durante una época estuvo él mismo dedicándose a tal deporte, hasta que temió quedar para siempre preso en la dedicación, y entremete algunas curiosas notas y teorías sobre su experienciaAgustín García Calvo, La Razón, 9 de junio de 1999, citado en Isabel Escudero, «Une sale histoire o el ojo en el agujero», en Jean Eustache: El cine imposible, Ediciones de la mirada, 2001..

El sexo, el deseo, ¿se representa? Las películas u otros artefactos culturales que buscan representar todos los avatares del intercambio sexual de manera no metafórica suelen denominarse «pornografía». Más a trompicones que progresivamente, la industria del cine y los distintos Estados nacionales convinieron en crear una categoría especial (fiscal y legal) para esas películas: la calificación «X». Si no se quería obtener esa calificación, que limitaba la vida comercial de la película (o si, al contrario, se quería, lo que también era una estrategia comercial), se debían elidir (o explicitar) determinados actos sexuales, especialmente la penetración.

¿No podía o no quería mostrar el sexo, Eustache? Él dice en alguna entrevista que durante años barajó cómo filmar ese cuento guarro hasta que se decidió por filmar el acto de contarlo. Paradójicamente, si hubiera elegido ilustrar el contenido, hubiera podido evitar fácilmente, mediante discretas elipsis, una calificación «X» que, en cambio, recibió esta película en la que todos los personajes están decorosamente ataviados y mantienen una púdica distancia unos de otros. Sin duda, esto confirma la frase de Sade que Jean-Noël Picq cita en la película, que el principal órgano sexual es el oído.

Quizás lo que Eustache quería era que no pudiéramos representarnos tranquilamente su historia. Puede que quisiera que nos distrajéramos y que no prestáramos demasiada atención a las imágenes que pudieran suscitar las palabras de su relato porque, en realidad, la anécdota hace aguas por todas partes. El roto o agujero está a ras del suelo en la puerta del retrete por la que supuestamente entraría la mujer y por la que saldría después, sin que a los mirones de avanzada edad, prácticamente tirados en el suelo, con el culo en pompa, les pueda dar tiempo suficiente para componerse y levantarse. Por muy turca que sea la letrina, la vista hasta la vulva de la mujer difícilmente estaría despejada, ni estaría orientada en el ángulo adecuado y la luz probablemente fuera muy insuficiente.

En caso de que hubiera elegido filmarla, Eustache hubiera tenido que enfrentarse al hecho de que la imagen filmada tiene un régimen de verosimilitud diferente, más exigente. Habría tenido que recurrir, en alguna medida, a los trucos del cine: a la sutura del montaje, a la manipulación disimulada del rácord, al falseo imperceptible del punto de vista, a iluminar con destreza la escena, a la elipsis y la sugerencia. Los trucos aquí, en cambio, son de otro orden, derivados de la palabra y de su cadencia. La verosimilitud se sostiene por la intensidad del recitado, por la hilaridad que provoca, por los detalles en los que se deleitan ambos narradores, por la inmensa capacidad evocadora de la voz y la mirada introspectiva de Michel Lonsdale, contrapunteada con la ironía en los ojos de Jean-Noël Picq y su agilidad polémica. Aunque la premisa se deshace por las costuras del relato, apuntalada por el crescendo, el suspense y la suspensión de la incredulidad, el resultado es que, durante una hora, hemos querido ver y hemos creído ver algo que, en realidad, no se puede ver y así, momentáneamente, nos hemos unido al protagonista de la historia y a todos los viejitos de aquel café.

Fotogramas de Une sale histoire, 1977

2. 1991: Instinto básicoBasic Instinct, Paul Verhoeven, 1991.

Tanto darle vueltas a si era o no posible que el elaborado dispositivo voyeur de Une sale histoire funcionara acabó por recordarme otro momento (cronológicamente posterior, muy anterior en cambio en mi vida) en el que se había discutido apasionadamente sobre si a una mujer se le veía, o no, «todo»: cuando desgastábamos los cabezales de los reproductores caseros de vídeo mientras tratábamos de fijar el fotograma exacto de Instinto básico en el que el cruce de piernas de Sharon Stone revelaba… ¿qué?

Recordábamos perfectamente cómo lo habíamos visto en el cine, unos meses antes. En una sala de interrogatorio, bajo la mirada de cinco policías y una cámara, Catherine Tramell, escritora y posible asesina en serie, con un vestido blanco, ajustado y corto, sin bragas, cruza y descruza las piernas. Y entonces se le veía todo, o eso aseguraban algunas. Había también quien decía que no era tanto e incluso quien decía que no era nada. Con la cinta en la mano, era únicamente cuestión de comprobarlo.

Por supuesto, en el vídeo era justamente donde no se veía nada. Sobre el fotograma congelado escrutábamos en vano una oscuridad apenas modulada. La ilusión, como ocurría en Une sale histoire, y en casi todos los chistes, se desvanece en cuanto se desmontan las piezas, en cuanto se interrumpe el flujo que transporta el deseo.

Sharon Stone lo cuenta así:

En realidad, no se veía nada, apenas un par de fotogramas de vello púbico. Pero obtenías la idea de que podrías ver. Y era una idea muy potente, sobre todo porque no habíamos visto nada así antes en una película comercial de un gran estudio. El personaje está tan abierto, sentado de una forma tan expansiva, tan abierta, que, al principio, cuando me sentaba así [con las manos sujetando la nuca] su mayor preocupación, por la que tuvieron que pedir autorización, era porque se me veían los sobacos.

A las mujeres entonces no se les permitía tampoco mostrar los sobacos. Sentarse así, toda esa apertura física, era novedosa. […] Y ya habíamos visto escenas sexuales y desnudos en escenas anteriores de la película. […] Y todo eso te situaba en un lugar emocional en el que tu imaginación te permitía ver muchoBasic Instincts: Sex, Death and Stone, Jacinto Carvalho, 2020..

Se dirían dos ejemplos opuestos: el voyerismo clandestino de Une sale histoire, en el que, para que se libere el deseo masculino, es imperativo que la mujer no sea consciente de que está siendo mirada, y el exhibicionismo desafiante de Instinto básico, donde la mujer, con los movimientos de su cuerpo, maneja a su antojo el deseo de los varones, los obliga prácticamente a mirar.

Pero, en el mismo documental, unos minutos más tarde, Sharon Stone añade: «Creo que ellos creían de verdad, mientras rodábamos, que no se vería nada. Pero que no me lo dijeran cuando lo descubrieron, al revelar la película, me dolió, porque yo me había prestado a hacer todo lo que me habían pedido»No hay espacio aquí para detallar el complejo proceso personal y político que ha hecho Sharon Stone a lo largo de los últimos treinta años sobre este tema. Pero sí para reconocérselo. Dos ejemplos: su intervención en Saturday Night Live, inmediatamente después del estreno de la película, y su discurso de agradecimiento en 2019 al ser nombrada Woman of the Year..

Dentro de cada película «erótica», subgénero al que pertenece Instinto básico, hay siempre una película pornográfica que se nos niega y se nos ofrece a la vez, como en Une sale histoire. No se construye solo con palabras y con los trucos propios del cine, con las imágenes sugeridas y las imágenes sugerentes, con la manipulación de la anticipación, de la espera tensa. Se construye también con nuestra conciencia tácita y compartida de las reglas, de los límites sociales sobre lo que se puede esperar «ver» en una película comercial. Hay una voz autoral implícita que nos dice: «Porque no puedo, aunque quisiera. Si yo pudiera, si me dejaran, os dejaría ver ese "todo"». Lo interesante es que, cuando esa norma se «transgrede», cuando se puede atisbar fugazmente un vello púbico, la cuestión se plantee en torno a la participación activa de la mujer en la transgresión y el potencial exhibicionismo vuelve a reducirse a un voyerismo clandestino y sórdido. La voz autoral dice en realidad: «Si pudiera, lo robaría para vosotros».

Decía Eustache sobre Une sale histoire: «No se trata de la imposibilidad de ilustrar. Para esta película en concreto la ilustración no es necesaria, prefiero la reflexión». Esa reflexión a la que se refiere versa sobre el solipsismo del deseo masculino y sobre cómo, en este dispositivo de placer, es esencial la ignorancia de la mujer en todos los sentidos: debe ser una desconocida que desconoce lo que ocurre. Cuando el narrador finaliza su relato y las mujeres que han escuchado tratan de intervenir, ese solipsismo se vuelve agresivo y postula, sin concederles el derecho a réplica, que las mujeres no entienden esta historia, que las escandaliza, que no extraen placer de la visión del pene, que no extraen placer de la exhibición de su vulva, que no se puede contar con ellas para nada. Es decir, que a las mujeres no les gusta el porno y que todavía está por ver si les gusta el sexo.

Para poder filmar de manera explícita Une sale histoire, al menos una mujer debería haberse prestado voluntariamente a exhibir su vulva, primero ante sus compañeros varones y después en la pantalla, ergo se habría cargado el sentido de la película, lo importante de esta, su «reflexión». La autonomía de la mujer, su pulsión por mostrar, su voluntad exhibicionista, su deseo, en suma, ya sea el de las mujeres ignorantes de Une sale histoire o el de Sharon Stone, debe negarse e impedirse preventivamente, debe impedirse cualquier variación del consentimiento. Así se configura el deseo sexual bajo el patriarcado, como un asunto de hombres, y así lo perpetúa el cine erótico, que no el pornográficoY así, cuando se condena en términos generales la pornografía, si las consideraciones morales, las apelaciones a la obscenidad y la decencia ya no tienen la misma autoridad de antaño, se transforman en el argumento de que, «evidentemente», como no podía ser de otra manera, la mujer que participa está haciendo «eso» en contra de su voluntad..

3. 1972 y el 14 de enero de 2003: Garganta profundaDeep Throat, Gerard Damiano, 1972.

Entonces, ¿los productos pornográficos, para competir adecuadamente en el mercado, deben diseñarse de modo que los hombres presuman de consumirlos de manera clandestina y las mujeres no puedan presumir de consumirlos? La historia social del cine pornográfico parece confirmarlo, desde las películas rodadas en 8 o 16mm para el disfrute privado de clientes con dinero hasta la distribución indiscriminada por la web, con destino a las pantallas individuales e intransferibles de los teléfonos móviles.

Y, sin embargo, durante unos pocos años de la década de 1970, ocurrió eso que se teme y se niega: hubo mujeres exhibiéndose en películas pornográficas que se estrenaban en salas comerciales y hubo mujeres que fueron al cine a ver esas películas. Según el país, fueron unos años u otros, dependiendo mucho de la situación política y social de cada uno. En Estados Unidos fue entre 1972 y 1975; en España, claro, a partir de 1979 y hasta 1982. En Francia, entre 1975 y 1979. ¿Es Une sale histoire una reacción a este momento? Sin duda.

Para cuando se estrenó Instinto básico, en cambio, hacía tiempo que las presiones de todo tipo habían arrinconado a las salas X en los márgenes y la marginalidad. Eran ya un reducto vestigial para las personas que aún no podían permitirse adquirir un reproductor de vídeo, y el mercado inmobiliario se las llevaría por delante poco después. Quien quisiera ver una porno ahora alquilaba un vídeo y se lo ponía en su casa. Poco después se emitirían también los viernes y sábados por la noche en algunos de los canales de pago de la televisión. Una de las estrategias de la industria sexual para dignificarse fue destacar que esa forma de consumo, discreta, en la intimidad, facilitaría la igualdad de género: que así las mujeres disfrutarían también del porno.

Fotograma de Une sale histoire, 1977

El argumento de la superioridad, comodidad y seguridad de ver porno en casa tenía sentido cuando se comparaba con el reverso de ese mismo fenómeno, con la aceptada sordidez y tristeza de las salas X de las décadas de 1980 y 1990. Pero esa disyuntiva no dejaba de ser otra manera más de acatar acríticamente el dogma (neo)liberal que, por una parte, se traduce en el consabido «en su casa que hagan lo que les de la gana, siempre que yo no los vea», por otra parte fomenta el estatus clandestino de la industria, con toda la vulnerabilidad que lleva aparejada para quienes viven de ella, y, por último, reduce una vez más toda nuestra capacidad de incidencia y cambio social sobre cualquier asunto a las estadísticas de consumo: qué películas se alquilan más, se venden más, qué pase tiene más visionados, qué web más visitas, qué quiere el mercado.

La comparación justa debe hacerse con la etapa anterior: con las colas a plena luz del día que se formaron para ver Garganta profunda en 1972, cuando este título competía con El padrino por el liderazgo de la taquilla, cuando ir a ver esta película era un rito obligado para estar a la última. Ahora lo llaman la era dorada del porno, o el «porno-chic», pero fue una de esas raras coyunturas en las que parece que se va a producir un cambio real. Me pilló muy pequeña el fenómeno para vivirlo en su momento, pero lo pudimos reproducir fugazmente una noche de enero de 2003.

Linda Lovelace murió en abril de 2002. En aquellos años era costumbre que parte de la programación de la Filmoteca española del mes de enero se dedicara a honrar a las profesionales del cine fallecidas el año anterior. Después de pensarlo mucho, pero mucho, el departamento de programación decidió proyectar Garganta profunda en homenaje a su protagonista el 14 de enero de 2003. El revuelo que provocó este anuncio superó con mucho el alcance de los pequeños acontecimientos a los que estábamos acostumbradas en el cine Doré. Nos llegaban peticiones para reservar entradas desde días antes y la tarde de la proyección la cola daba la vuelta a la manzana. Se rellenaron con furia reclamaciones pidiendo que se hicieran varios pases de la película. Hubo incluso algún conato de pelea en la taquilla. La sala estaba a rebosar, trescientas personas para ver una copia de 16mm usada, con un sonido tirando a malo y una imagen que trataba heroicamente de cubrir una pantalla demasiado grande para su formato. Y el aire estaba lleno de la genuina expectación por ver algo que sabíamos que ninguna de nosotras había visto antes. Un público algo más variopinto de lo habitual, en general jovenzuelo y algo resabiado, muchas mujeres, algunas de ellas orgullosas feministas en un momento en el que ese orgullo no se había generalizado aún. Era, imagino, un público parecido al que llenó las sesiones en Nueva York: curioso, irónico, dispuesto más a la burla o al escándalo que a la excitación. Si hubo escándalo, no me llegó; se desplegaría, supongo, en las copas posteriores a la proyección. Sí hubo risas, muchas, pero no burlonas ni condescendientes, sino apreciativas del humor tosco y desenfadado, tipo «¿Te importa si fumo mientras [me] comes?».

Si algo flotaba aquella noche, en una de esas preciosas y raras proyecciones en las que todo el público parece reaccionar como un solo cuerpo, era el respeto y algo muy parecido a la admiración. ¿Fue porque era Garganta profunda? La mayoría de la gente tiende a despreciarla, analizándola únicamente como fenómeno sociológico. Yo no soy experta en el género y tengo poca experiencia para comparar, pero sí sé que para que una película distribuida de manera independiente pueda superar el estigma y competir de tú a tú con El Padrino en la taquilla no basta con que sea un fenómeno sociológico. Y tengo amigos que la defienden a muerte:

Pero siempre hay que recordar, que decir, que Garganta profunda no es buena. Ni en el entierro puede dejar de decirse. Todos hablan de ella, pero al mismo tiempo todos se preocupan por dejar claro enseguida que es una mierda, mala, mala hasta reírse. Sí, pero yo la vi en la filmoteca, en una pantalla grande, en versión original, y cuando Linda Lovelace consigue, tras unos tensos momentos en que parece que no lo logrará, tragarse entera la polla de Harry Reems, no escuché a nadie en la sala repleta reírse, solo el silencio y un sentido murmullo de asombro. Tal vez nadie sintió aquello como un gran momento de cine, pero lo que es seguro es que si todos lo sintieron fue porque de hecho es un gran momento de cineRubén García López, https://marginaliafragmentos.blogspot.com/2008/12/. Rubén y yo estuvimos aquella noche entre el público, pero no nos conocíamos aún y, sin embargo, registramos las mismas sensaciones, casi con las mismas palabras. No creo que ninguno de los dos necesitáramos una confirmación de lo que habíamos vivido, pero fue estupendo tenerla..

Fue Garganta profunda, en una pantalla grande de cine, en una sala repleta, todo junto. Fue la posibilidad de un espacio en el que el deseo no era ni privado, ni secreto, era un deseo que no requería de la dominación o la aniquilación de la voluntad de la otra. Fue la posibilidad de dialogar colectivamente y en silencio sobre el sexo, instalado en mitad de nosotras con la naturalidad de un cesto de manzanas, con toda su carga cisheteropatriarcal, por supuesto, pero sin melindres ni amenazas veladas, capaz de albergar el cambio simplemente porque estaba ahí. Mirando las filas atestadas de la sala, los cuerpos casi amontonados de las espectadoras, recordaba cómo el cine comercial representaba casi siempre las salas X prácticamente desiertas, con los pocos espectadores (masculinos) sentados lo más alejados posible unos de otros, siempre solitarios, agazapados, como si filmara así una venganza chulesca contra el género que osó competir con él, o como si hubiera que borrar para siempre de nuestra memoria aquellas multitudes congregadas ante la puerta del cine, a plena luz del día. Como si la tarea política más urgente para las huestes reaccionarias fuera disgregar, atomizar e individualizar a toda costa el deseo y extirparle su capacidad de cambio y para ello lo primero y más importante fuera desterrar el sexo explícito de los lugares donde se ven las películas en compañía.

RETROSPECTIVA JEAN EUSTACHE. «CON QUE LA CÁMARA RUEDE, EL CINE SE HACE»
27.01.24 > 02.03.24

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