La conspiración en la ficción
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El profesor de filosofía y coordinador de investigación de la Escuela SUR David Sánchez Usanos conversa con Noel Ceballos, periodista, escritor, guionista y autor de El pensamiento conspiranoico (Arpa, 2022), sobre el juego de espejos que se crea entre ficción, realidad y teorías conspirativas. Estas ofrecen una salida a la incertidumbre que domina nuestro presente y dan claves que permiten encontrar lo que supuestamente se esconde detrás de la mera apariencia.
DAVID SÁNCHEZ USANOS
No son muchos los libros que se han publicado en español sobre temas conspirativos. Junto a El pensamiento conspiranoico, de Noel Ceballos, y Los mismos malvados de siempre, de Pepe Tesoro, destaca también el del escritor y comisario de policía Alejandro Gallo: Crítica de la razón paranoide (Reino de Cordelia, 2021), una suerte de enciclopedia de teorías de la conspiración. Otros dos títulos que me han resultado muy inspiradores son Teoría del complot, de Ricardo Piglia, cuya mejor versión se encuentra en Antología personal (Anagrama, 2015) y La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial (Paidós, 1995), en el que Fredric Jameson analiza una serie de películas, a propósito de las que aborda la conspiración como una de las formas de organizar o cartografiar una realidad cada vez más inasequible.
Me gustaría plantear hasta qué punto la conspiración o su sinónimo, el complot, son un paradigma de lectura, de organización, de orientación; es decir, una «cartografía», término difundido por Jameson en su famoso ensayo sobre el posmodernismo, Teoría de la posmodernidad (Trotta, 1996), donde recupera la idea de Kevin Lynch sobre cómo contrarrestar la experiencia contemporánea de desorientación que genera la posmodernidad, la globalización, es decir, nuestro presente, en el que no resulta en absoluto fácil localizar los elementos significativos, los núcleos de poder. Las teorías de la conspiración cumplen con esa función cognitiva de tratar de orientarnos, una tarea que para Lynch y Jameson es hoy casi un deber intelectual.
La hipótesis del complot funciona a modo de coordenadas interpretativas con las que apuntalar una posición que garantice la estabilidad de la individualidad y la identidad en un mundo cuya realidad parece cada vez más difusa, inestable y esquiva. Las teorías de la conspiración serían una versión actualizada de la garantía cartesiana frente a la hipótesis de que el mundo pueda ser un espejismo, un sueño, una alucinación perversa suscitada por un genio maligno. Para negar esta idea de que el mundo es una ilusión, Descartes –figura fundacional de la modernidad y de nuestro presente, en la medida en que este es heredero de la modernidad– recurría a la existencia de Dios, quien, según él, nunca permitiría algo semejante. La solución cartesiana –que Dios sea el garante de la realidad efectiva– hace tiempo que dejó de ser incuestionable. En efecto, si por algo se caracteriza nuestro presente, es por la muerte de Dios que Friedrich Nietzsche planteó de un modo tan lírico como rotundo, por lo que Max Weber llamó el «desencantamiento del mundo» y que posteriormente Jean-François Lyotard popularizó como «la muerte de los grandes relatos»: los ámbitos normativos en función de los que organizábamos nuestra experiencia y le dábamos un sentido carecen de la credibilidad de antaño. En este punto, la idea de que tras aquello que no entendemos –o que no nos gusta, o que nos incomoda, o que desafía las creencias que todavía siguen en pie– pueda haber una conspiración, una trama que sirva a los intereses de algo o de alguien, paradójicamente, puede funcionar como un sustituto de aquella garantía cartesiana. De este modo, las cosas tendrían, al menos, un sentido, como en aquella frase de Hamlet: «Ha de haber alguna medida en toda esta locura».
Asimismo, la vigencia de las teorías conspirativas responde a una decisión cultural tan antigua como Platón, si no anterior a él, que entiende que la apariencia es falsa: lo relevante, lo explicativo, no es accesible a nuestros sentidos, está oculto. Las palabras de Heráclito «la phýsis ama ocultarse» podrían traducirse, de manera más literal si atendemos al verbo griego, con lenguaje hacker: «la phýsis ama encriptarse». La causa, el principio que sustenta todo lo que hay, permanece cifrada y las teorías de la conspiración serían una forma de dar salida a esa incertidumbre, a esa ambigüedad, a esa insuficiencia de la apariencia que se ha acentuado en nuestro presente. Cognitivamente es más exigente pensar que las cosas son como parecen, ello requiere un esfuerzo que quizá no estemos en condiciones de hacer. A propósito de la idea de sentido, en Teoría del complot Piglia dice:
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En principio, el complot supone una conjura y es ilegal porque es secreto. Su amenaza implícita no debe atribuirse a la simple peligrosidad de sus métodos, sino al carácter clandestino de su organización. Como política, postula la secta, la infiltración, la invisibilidad. A menudo, el relato mismo de un complot forma parte del complot, y tenemos así una relación concreta entre narración y amenaza. De hecho, podemos ver el complot como una ficción potencial, una intriga que se trama y circula, cuya realidad está siempre en duda [...]. El exceso de información produce un efecto paradojal: lo que no se sabe pasa a ser la clave de la noticia. Lo que no se sabe en un mundo donde todo se sabe obliga a buscar la clave escondida que permita descifrar la realidad. La paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis del sentido.
Esta última frase me ha atrapado durante mucho tiempo por lo que supone no solo para la historia de la reflexión o de la política, sino para la de la ficción: ¿cuál es la relación entre paranoia, entendida en un sentido lato, y literatura? Esa frase atrapó también al propio Piglia: su padre era un perseguido político, lo que les obligó a abandonar su ciudad natal, Adrogué. Esto motivó en Piglia una crisis que le llevó a escribir unos diarios en los que recuerda algo que decía su padre, que rememorará en otros textos y que supone una explicación clínica del delirio: «Incluso los paranoicos tienen enemigos». El delirio contiene siempre una partícula de verdad que funciona como la piedra preciosa de nuestro mundo. La idea de la paranoia asociada al complot y a las teorías de la conspiración emerge como algo cognitivamente más rentable, que nos anestesia frente a una realidad carente de sentido.
En Teoría del complot, Piglia trata las relaciones entre el complot y la novela, la vanguardia artística y la economía. Respecto a las primeras, que más allá de la novela podríamos extender a la narrativa, incluido el cine y cualquier forma de arte que tenga un componente narrativo, es decir, temporal, escribe Piglia: «En la novela como género, el complot ha sustituido la noción trágica de destino: ciertas fuerzas ocultas definen el mundo social y el sujeto es un instrumento de esas fuerzas que no comprende. La novela ha hecho entrar la política en la ficción bajo la forma del complot». Esta idea nos lleva a preguntarnos hasta qué punto somos capaces de pensar la política sin recurrir a la existencia de una conspiración. Y sigue Piglia: «La diferencia entre tragedia y novela parece estar ligada a un cambio de lugar de la noción de fatalidad: el destino es vivido bajo la forma de un complot. Ya no son los dioses los que deciden la suerte, son fuerzas oscuras las que construyen maquinaciones que definen el funcionamiento secreto de lo real. Los oráculos han cambiado de lugar».
De alguna manera, seguiríamos fascinados por la idea de destino, de la cual habla Aristóteles en su Poética. La divinidad ya no encarna el destino; como nos sugiere Piglia, los oráculos han dado paso a las conspiraciones. La paranoia, por un lado, y el destino, por otro, permiten trazar un vínculo con la idea de sentido tan oculta en nuestra extraña realidad.
En el texto de Jameson la conspiración se muestra como un intento de representar el sistema mundial, de ponerle nombre, lo que fue una de las grandes obligaciones de los intelectuales de los setenta y a la que Jameson no ha renunciado. Sigue vinculado a esa voluntad de cartografiar la globalización, el sistema mundial, la posmodernidad, caracterizada por su ubicuidad y su inmaterialidad, aunque las consecuencias materiales de su domino sean innegables. La conspiración como intento de organizar cognitivamente la representación del sistema tendría un punto anacrónico y fracasado porque se nutre de una narrativa en la que el individuo es, y debe ser, el protagonista: un lector que descifra las fuerzas ocultas bajo el avatar de un detective, de un periodista, de un médico o de un policía retirado y se convierte en un héroe que combate esas fuerzas, también encarnadas en individuos, a las que normalmente vence. Tiene un punto anacrónico, por insuficiente, pero la idea de insuficiencia en Jameson no es necesariamente negativa. A él le gusta la alegoría como un recurso que, a pesar de mostrarse insuficiente, intenta establecer un código y un sistema de relaciones, volcándolo a otro plano –en este caso, a las películas sobre conspiraciones–. La primera mitad del libro se titula «La totalidad como conspiración» y está dedicada a películas de Hollywood como Los tres días del cóndor (Sidney Pollack, 1975), Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) o Marathon Man (John Schlesinger, 1976), mientras que en la segunda parte habla de películas no occidentales, que se distinguen de las primeras por dejar más espacio a la fantasía. En esos años setenta, Hollywood se ceñía a la teoría de un grupo de individuos o de una superpotencia encarnada en un grupo de individuos que conjuran; una perspectiva quizá no más realista, pero sí menos fantástica.
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Otro autor que también ha trabajado las ideas de inminencia y conspiración, y cuya narrativa se nutre de ello, es Don de Lillo. He rescatado dos citas que anudan bien las vertientes de la conspiración en la ficción, en la historia y en la política. La primera es del propio De Lilllo: «La conspiración es un relato que nos contamos unos a otros para protegernos de la amenaza de los actos caóticos y azarosos. La conspiración proporciona coherencia. Quizá hemos inventado conspiraciones para nuestro propio bienestar psíquico, para curarnos a nosotros mismos». La segunda cita es de un periodista hablando de su obra, y se centra en el complot y el terrorismo, este último visto como una de las formas límite de la conspiración:
De Lillo sostiene que en nuestros días los novelistas han sido suplantados por los terroristas, en tanto que individuos que puede alterar nuestra conciencia. Esto no significa que la novela se haya convertido en algo irrelevante o que debamos convertirnos en terroristas. Lo que De Lillo quiere decir es que el terrorista capta nuestra atención de una forma en que solían hacerlo los escritores; que los documentos de no ficción, los reportajes y las imágenes incesantemente repetidas en televisión son, al mismo tiempo, potentes y carentes de significado.
Piglia también trata esta idea del escritor como terrorista o viceversa. Por otro lado, es cierto que los relatos oficialmente no ficticios sobre la realidad están organizados, como las teorías de la conspiración, por una forma de condensación de la ficción. Los editores de los telediarios han terminado por desarrollar un género muy próximo a lo que Jameson tipificó, a finales de los ochenta, como propio de la ficción posmoderna, cuando hablaba de cierta esquizofrenia y celebración de la ausencia de sentido: en un telediario actual, por ejemplo, a una noticia sobre la guerra en Ucrania le siguen las imágenes de una grabación casera de una vaca atrapada en un tren en Iowa y a continuación se nos ofrece un adelanto de que en el espacio de deportes, patrocinado por un elixir bucal, Cristiano Ronaldo, que sigue marcando goles en Arabia Saudí, hizo un guiño a sus antiguos compañeros del Real Madrid en el lanzamiento de una falta. Al acabar de ver un informativo se tiene la sensación exactamente contraria a la que ofrecen las teorías de la conspiración, que proporcionan un plan, un sentido que se puede descifrar. Es un contraste muy llamativo, pues los presuntos relatos sobre la realidad abundan en el pastiche y el kitsch que caracterizan la narrativa posmoderna, mientras que las teorías de la conspiración a menudo proporcionan un orden y un sentido más próximos a los de la narrativa clásica, como si se acomodasen a lo que Kant llamó la naturaleza «arquitectónica» de la razón, un sistema en el que todo termina encajando.
NOEL CEBALLOS
La ficción conspiranoica y las teorías de la conspiración llevan décadas retroalimentándose. El pensamiento conspiranoico bebe de las historias del cine, la televisión, la literatura, los cómics y, a su vez, esas ficciones incorporan teorías conspirativas. Como dice Pepe Tesoro en Los mismos malvados de siempre, llama la atención «la facilidad con la que los relatos y tropos conspirativos han inundado el cine y la literatura, de la misma forma en la que estos han alimentado y configurado las imágenes que los creyentes de las teorías de la conspiración tienen de sí mismos». El mejor ejemplo de este trasvase es Espectra, la organización oculta de malvados nacida en las novelas de Ian Fleming en las que se inspiran las películas de James Bond. Durante los años sesenta, se visualizaba en el cine como guaridas subterráneas construidas bajo un volcán, una imagen pop de un fenómeno en torno al cual abundan las teorías de la conspiración: el nuevo orden mundial para el que un grupo de poderosos trabaja en secreto, a espaldas y por encima de los Gobiernos, con el fin de crear un nuevo sistema supranacional de control del mundo en el que imponer su propia agenda. Precisamente, Espectra (Sam Mendes, 2015) es el título de la vigesimocuarta película de la saga de Bond, inspirada en el Club Bilderberg. Según los creyentes de la formación del nuevo orden mundial, en su reunión anual, los miembros del Club Bilderberg toman decisiones que restan poder a los Estados nación en favor de los intereses oscuros de individuos poderosos pertenecientes a unas élites que quieren manipularnos. Hemos pasado de las fantasiosas guaridas en volcanes a una representación más realista, propia de las teorías de la conspiración contemporáneas.
Lo interesante de este caso, que funciona como ejemplo claro de este doble trasvase entre ficciones conspirativas y teorías de la conspiración, lo encontramos en la relación de Ian Fleming con uno de los fundadores del Club Bilderberg: el príncipe consorte de los Países Bajos Bernardo de Lippe-Biesterfeld. Ambos trabajaron juntos durante la Segunda Guerra Mundial. A Fleming, entonces agente de la inteligencia británica, le encargaron que revisara su pasado, pues se sospechaba que el príncipe podía haber sido nazi, cosa que resultó no ser cierta. Acabaron haciéndose amigos y Fleming se inspiró en él para crear un personaje de Operación Trueno que era miembro de Espectra, que es hoy la visualización cinematográfica de Bilderberg.
Los Illuminati nos proporcionan otro ejemplo de cómo una obra de ficción puede acabar moldeando nuevas teorías de la conspiración y escapando al control de sus autores, porque las teorías de la conspiración han demostrado tener vida propia y capacidad para circular e interactuar con la realidad a la manera del monstruo de Frankenstein. En el verano de 1969, el verano del amor, la revista satírica The East Village Other, fundamental para entender la contracultura de la época, con su mezcla de chistes absurdos, psicodelia y noticias sobre lo que les interesaba a los hippies –revolución sexual, conciertos, drogas, platillos volantes– publica el artículo «Estructura actual de la conspiración liderada por los Illuminati de Baviera». Fundada en 1776 y extinta en 1785, la sociedad secreta de los Illuminati fue una de tantas que existieron en Europa durante el siglo XVIII. No destacó por su longevidad ni por ningún aspecto especial. De hecho, una de las razones por las que los editores de la revista la escogieron es porque nadie se acordaba ya de esa orden de intelectuales ilustrados laicos que se oponían al gran poder que la Iglesia católica ejercía sobre los Estados, sobre todo Alemania, y luchaban contra los abusos estatales en general. The East Village Other planteaba un esquema muy complejo de un nuevo orden mundial, en cuya cúspide se encontraban los Illuminati, del que formaban parte asociaciones reales, como el sistema de correos estadounidense, y otras ficticias que hacían referencia a novelas como Trampa 22 (Joseph Heller, 1961). Con ese artículo, la revista se reía de la aceleración paranoica que se vivía en Estados Unidos tras el asesinato de Kennedy, hecho que había introducido el virus de la conspiranoia en la sociedad estadounidense. En el contexto de 1969 todo el mundo entendía que se trataba de una sátira. Sin embargo, dos décadas después, esas páginas empezaron a circular descontextualizadas y muchos teóricos de la conspiración se creyeron que los Illuminati de Baviera controlaban este entramado de sociedades secretas que movían los hilos entre bambalinas para crear un nuevo orden mundial, y consideraron el artículo un texto legítimo y real. De ese chiste descontextualizado nace la fiebre actual de los Illuminati en Internet.
Otro ejemplo es la toma del Congreso de Estados Unidos el 6 de enero de 2021 por un grupo de exaltados que buscaban pruebas de fraude electoral. Entre ellos se encontraba el Chamán de QAnon, también conocido como el Búfalo [su nombre real es Jake Angeli], que llegó hasta el centro neurálgico del Congreso y en unos papeles que supuestamente había estado manejando el entonces vicepresidente Mike Pence, al que querían matar por considerarlo uno de los promotores del fraude electoral, escribió: «Es una simple cuestión de tiempo. La justicia está llegando», dos frases muy conocidas para los creyentes de QAnon. Esta teoría conspirativa internauta devino en movimiento político y llegó a tener un impacto en forma de asalto a las instituciones estadounidenses, ya que cuando las teorías de la conspiración actúan sobre el mundo real el efecto suele ser traumático. En el caso de QAnon, supo captar el malestar social y político provocado por la sensación de que la política institucional ha dejado atrás a mucha gente y no ofrece respuesta a los problemas sociales, y lo transformó en un juego.
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Pero ¿hasta qué punto QAnon es un juego? En 1975, Nick Herbert funda en San Francisco el Grupo de Física Fundamental. Seguramente sus miembros leían The East Village Other, porque eran eminencias en el campo de la física que habían abrazado la filosofía new age. Sentían que la academia los limitaba y querían demostrar a través de experimentos si la conciencia humana podía afectar a la materia. Eso se traducía en LSD y sesiones de guija con Harry Houdini. Este mago pasó toda su vida persiguiendo a espiritistas, a quienes consideraba un fraude, porque ninguno conseguía conectar con su madre fallecida. Aun así, no perdió la esperanza de que podamos atravesar el velo y establecer una comunicación entre los vivos y los muertos, y le dijo a su esposa que, un año después de su muerte, se comunicaría con ella a través de unas frases determinadas. Cuando llegó la fecha, el Grupo de Física Fundamental organizó una gran sesión de guija, pero no se produjo ningún contacto. Llegaron a la conclusión de que lo que fallaba era la herramienta y que Houdini les contactaría a través de una máquina de escribir metafísica: el LSD.
Diez años después de la fundación del grupo, el escritor Joseph Matheny escuchó hablar de aquella máquina de escribir metafísica. Inspirándose en el Grupo de Física Fundamental y en la novela de Herman Hesse El juego de los abalorios, reunión a cinco personas más y creó su propia leyenda urbana, una teoría de la conspiración falsa, conocida como Ong’s Hat. En lugar de escribir la historia bajo la forma de ficción, fabricaron supuestos documentos científicos que circularían de mano en mano –era la época de los fanzines– y que, al juntarlos, contaban la historia de un colectivo muy parecido al Grupo de Física Fundamental que habría creado una puerta hacia otra dimensión. Los artífices del experimento acordaron que tendrían que ponerle fin si se daba uno de estos tres supuestos: que se utilizara para crear una secta; si se desviaba de sus intenciones originales o si el público tomaba el control de la narrativa. Cuando en 2001 un montón de creyentes en la teoría de Ong’s Hat acamparon en la puerta de su casa buscando respuestas consideró que era el momento de poner fin a aquello y explicó en la prensa que todo era una ficción.
Ese mismo año la Warner Bross contrató a Matheny como consultor de la campaña de marketing de la película de Steven Spielberg A. I. Inteligencia artificial, basada en la creación de un juego de realidad alternativa, The Beast, inspirado a su vez en Ong’s Hat. Los juegos de realidad alternativa consisten en yincanas o rompecabezas que se desarrollan tanto en Internet como en la vida real. También se les fue de las manos: durante un evento en Nueva York al que habían convocado a los jugadores, un actor tenía que hacerse el muerto. El hombre pasó cuarenta minutos tumbado en el suelo porque la gente no se iba, y cuando se levantó le siguieron hasta su casa. Les explicó que era un actor, pero no le creyeron. Al lanzar un juego que utiliza las teorías de la conspiración y se plantea como verdad, nadie sabe cuándo hay que parar.
Eso fue lo que pasó en 4chan, una fábrica de memes creada por Christopher Poole, bajo el lema «For the LOL» [Por las risas]. En 2008 empezaron a llevar esos memes al mundo real y la gente comenzó a manifestarse frente a la iglesia de la cienciología, pero todo era «por las risas». No existe ninguna agenda ideológica detrás de 4chan, pero fue allí donde los seguidores más internautas de Trump se reunieron para llevarlo a la Casa Blanca a golpe de meme. La alt right y 4chan crearon el mito del Pizzagate y el Estado profundo… Cuando se demostró que estas teorías eran falsas, sus partidarios tampoco se rindieron, pues los creyentes siempre piensan que las acusaciones y pruebas forman parte de la conspiración. Lo mismo ocurre con las sectas finmundialistas: cuando llega el día anunciado y el mundo no se acaba, son muy pocos los miembros que dejan la secta, porque es mucho más fácil seguir creyendo en algo que ha acabado dando estructura y sentido a tu vida que reconocer que la has entregado a una causa que ha resultado ser falsa.
En octubre de 2017, en QAnon se lanza el primer mensaje de Q, un individuo anónimo que utilizaba esa letra porque es la autorización de seguridad más alta que el Gobierno estadounidense concede al personal de Defensa. Se hacía pasar por un miembro infiltrado en los servicios de inteligencia y enviaba mensajes crípticos, utilizando una jerga que daba a entender que ese hombre sabía algo. Hablaba de «la tormenta», de la detención de numerosos miembros del Partido Demócrata que formaban parte de una cábala, de una gran conspiración. Los seguidores de 4chan empezaron a creer que un infiltrado de los servicios de inteligencia les estaba pasando información de algo que de verdad iba a ocurrir, una acción coordinada para acabar con la podredumbre dentro del Gobierno de Estados Unidos, lo que se conoce como el Estado profundo.
QAnon no fue el primer foro de este tipo que existía en 4chan; en realidad, era un juego de realidad alternativa, como FBIAnon o CIAnon, donde sus usuarios anónimos –de ahí «anon»– se hacían pasar por agentes de seguridad infiltrados y jugaban a esa especie de juego de rol dentro del foro. Al igual que ocurrió con los Illuminati o con Ong’s Hat, QAnon empezó siendo una broma que se sacó de contexto: cuando traspasó la frontera del grupo inicial que sabía que era una ficción, mucha gente se la creyó y la cosa acabó con el asalto al Congreso de Estados Unidos. Y lo más curioso de esta historia es que las teorías de la conspiración relacionadas con QAnon han acabado dando lugar a su propia película: Sound of Freedom (2023), donde se trata un tema del que hablaba mucho Q: la red pedófila internacional de la que forman parte los poderosos de Estados Unidos. QAnon es otro ejemplo de retroalimentación: lo que para una serie de fans es un juego de ficción con mentalidad conspiranoica puede terminar creando un blockbuster internacional como Sound of Freedom.
De lo que se trata aquí es de la diferencia, cada vez más difícil de detectar, entre creyentes y no creyentes. En el mundo del 4chan y de los foros conspiranoicos, es muy difícil saber quién está dentro por las risas y quién cree realmente en las conspiraciones. Hay muchos agentes provocadores que se meten en estas conversaciones para plantear una serie de teorías falsas y ver si los usuarios las creen. Es un laberinto de espejos, donde ya no distinguimos qué es real y qué no lo es.