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La imaginación teórica de Didi‑Huberman

Jordi Massó | Daniel Lesmes

El Círculo de Bellas Artes ha dedicado una exposición a la singular manera en que Didi‑Huberman trabaja: En el taller del filósofo. Ese taller es una «máquina de guerra, tranquila en apariencia, pero obstinada, eficaz y de la que incluso pueden salir objetos melodiosos, valientes, poéticos e, incluso, revolucionarios». En torno a esos objetos conversaron con él los investigadores y profesores de la UCM Jordi Massó y Daniel Lesmes.

Adorno y Horkheimer advertían que «la censura de la imaginación teórica abre el camino a la locura política». Esta exposición, que la comisaria Lucía Montes ha titulado En el taller del filósofo, está dedicada a los procesos de esa «imaginación teórica». Sin embargo, da la impresión de que en el contexto presente la imaginación resulta algo incómoda, como señalaba el propio Horkheimer en 1937. Contra ella se ciernen las fantasías personales e incluso la sobreabundancia de las imágenes. ¿Qué puede hacer la teoría al respecto? ¿Qué puede hacerse en el «taller» del filósofo?

Creo que es imposible hacer una teoría de la imagen, incluso una historia de las imágenes, sin imaginación. Y no se puede hacer una teoría de la imaginación sin imaginación teórica. ¿Qué es la «imaginación teórica»? ¿Sería eso que Adorno, por ejemplo, denominaba una imaginación «exacta»? ¿De qué se trata? Quizás podría tratarse simplemente de esa formulación de Benjamin tan rica, la de la «imagen dialéctica». Es cierto que en la evolución de mi obra me he interesado por las imágenes de un modo muy particular. Habiéndome ocupado de una microhistoria de las imágenes, me di cuenta de que había que dirigirse hacia la cuestión de la imaginación, asumiendo que tiene mala prensa en la filosofía contemporánea. Por ejemplo, yo partí de Lacan, pero la evolución del neolacanismo o de los poslacanianos ha tendido más hacia lo simbólico y menos hacia lo imaginario. Nos encontramos –especialmente en Francia– dentro de una corriente que sostiene que se debe hacer una teoría científica. Althusser creía que el marxismo es una ciencia con un registro epistémico muy fuerte. Este ideal científico o teórico se daba en detrimento de toda actividad de la imaginación, aunque también tenía consecuencias en la producción artística, pues, por ejemplo, Claude Lanzmann en su filme Shoah (1985) pretendía crear imágenes sin emplear la imaginación.

Yo tomo justamente el camino contrario a esta actitud. Hay que imaginar. De hecho, a Lanzmann le escandalizaba que mi libro Imágenes pese a todo (2004) comenzase así: «Para saber, hay que imaginar» [pour savoir, il faut s’imaginer; literalmente, «para saber hay que imaginarse»]. En francés decimos «yo me imagino que», je m’imagine que, es decir, yo hago un acto subjetivo. Imaginar es implicar, es mostrar cómo uno se implica con la imaginación. Es un acto que podríamos llamar «fantasista», algo que detesta Carlo Ginzburg, dicho sea de paso. A él le parece que, de seguir esta línea, se acaba en la posición de Hayden White, según la cual toda historia es una ficción. Nada de eso. La imaginación puede ser exacta, tiene una función teórica y puede tocar lo real, como indicaba mi seminario Cuando las imágenes tocan lo real (2018). Los tres órdenes lacanianos –lo real, lo imaginario y lo simbólico–, no pueden separarse.

Entonces, la imaginación teórica tendría mucho que hacer. ¿Posee también un valor político?

Indudablemente. La teoría es un hacer, lo cual no está del todo de acuerdo con Althusser, por ejemplo. La teoría no es lo opuesto a la praxis, todo lo contrario: la teoría es una praxis. Considero que existe un acuerdo entre ambas; por tanto, la teoría es una práctica como cualquier otra. La idea de que una teoría política debe estar completamente unida a la práctica, que debe seguirla, es desde mi punto de vista, superficial. Es, además, lo mismo que le decía Walter Benjamin a sus amigos antifascistas en 1934, cuando, hablando de una tendencia revolucionaria, esto es, de un contenido revolucionario, se preguntaba qué es «lo revolucionario». Y él decía que debía ser «intransitivamente revolucionario», es decir, que sería revolucionario no solo si hablaba de la clase obrera, sino si adoptaba una forma revolucionaria. Así pues, hay que encontrar una forma revolucionaria para la teoría.

Y ese lugar donde la teoría se hace es el «taller». ¿Hablamos así de un «lugar» teórico?

Con un taller puede hablarse de una práctica, pero una práctica teórica –considerando lo «teórico» desde su etimología, es decir, como algo vinculado a un mirar–. Es una práctica que consiste en fabricar objetos. ¿Qué hago yo en mi taller? De entrada, me gusta el término «taller», mucho más que «despacho», pues en un despacho se rellenan papeles, se hacen cosas administrativas y, si se encuentra algo de tiempo, se puede pensar en el próximo libro. Un taller es otra cosa. Mi taller está en mi casa, es un lugar práctico y solitario, algo muy importante. «Solitario» quiere decir que cierras el correo, apagas el teléfono y, mientras te pones a escuchar a Scarlatti, liberas la imaginación y te pones a hacer cosas con tus manos, tus utensilios, una regla, una pluma… Hace unos cuantos años, mi amigo Henri Herré, que es cineasta, dijo que quería filmarme, a lo que le respondí que no había mucho que filmar, que yo soy, simplemente, un filósofo. Pero él insistió, «no, tú eres un filósofo precisamente con tus manos, eres un artesano. De hecho, la mesa en la que trabajas no es la mesa de un despacho». Es verdad, es una mesa de costurero, muy larga, de unos cuatro metros. Desde el momento en que yo «fabrico» filosofía con mis manos, me dijo Henri, paso a ser algo filmable. A partir de entonces, él venía cuando quería y me grababa. Por todo eso el taller es algo muy distinto a un puesto de mando desde donde se organiza el poder intelectual que se tiene. El taller es algo muy obsesivo. Y muy libre, pues me tomo mi tiempo para no censurar nada. Cuando estás en el despacho, con el poco tiempo que tienes, estás obligado a escoger el asunto en el que debes centrarte. Pero cuando estás en el taller no tienes algo en lo que centrarte en todo el día, y eso es fantástico, pues permites que se dé la actividad de la asociación libre –algo muy psicoanalítico–, dejas que se den estas asociaciones, y las respetas. Más tarde tendrás que comprobar si son pertinentes o no. A esto lo llamo la «heurística», diferente de la «axiomática». Así se comprueba si aquello con lo que has dado funciona o no. Si es que no, lo olvidas. Pero si funciona, encontrarás, verás incluso, algo parecido a las correspondencias secretas de las que hablaba Baudelaire.

Hace unos meses también organizaste junto a Henri Herré una exposición en el IMEC de Caen con tu material de trabajo. En el catálogo, él comenta cómo ha visto aparecer, desaparecer o reaparecer tus proyectos. ¿Qué es lo que ocurre cuando no llegan a desarrollarse en un libro? ¿Tienes proyectos que han caído, por así decirlo, en el olvido?

Cuando se improvisa, se olvida. El olvido posee una función positiva; es muy interesante. Pone todo a cero. Si no olvidases nada, siempre se construiría sobre lo ya construido. Pero si olvidas, puedes crear algo nuevo. Yo he tenido varios proyectos que se frustraron. Un libro sobre Goya, otro sobre Donatello, otro sobre Vermeer… Todos proyectos frustrados por diversos motivos. Me viene a la mente una frase muy bella de Rilke que emplea en varios lugares. Rilke se pregunta cómo escribir un verso, y dice que para escribir un poema es necesario haber experimentado las cosas de la vida, y la muerte. Se ha de haber vivido, hay que haber vivido la muerte, pero, después, hay que olvidarlo, para que pueda regresar de otro modo. Es algo parecido a la memoria involuntaria de Proust. Es justo eso lo que yo practico, y tiene algo de supervivencia. Es una memoria que esquiva la censura, pero que en el fondo es inconsciente. Si confías en tu inconsciente, confías en tu deseo. Y si confías en tu deseo, adoptas una posición ética. Así pues, hay que reconocer el deseo propio, lo que implica una dimensión autoanalítica, que no es la de las personas que desarrollan su fantasía personal y, así, trabajan solamente su deseo. El narcisismo es lo opuesto a esa actitud autoanalítica. En Proust o en Benjamin hay un aspecto subjetivo que nada tiene de egocéntrico. En busca del tiempo perdido no es la historia de un burgués que sufre angustias. Es la historia de cómo alguien mira el mundo, de cómo mira por la ventana y lo que ocurre tras ella. Proust te enseña a ver el mundo con sus ojos, algo sublime, pero no egocéntrico. Esta investigación es lo que me interesa: aceptar mi subjetividad.

En relación con tu taller y tu método de trabajo, en el catálogo de esa exposición en el IMEC, dices que en tu trabajo hay una parte de lectura, mecánica y manual, consistente, por ejemplo, en hacer fichas, y otra parte, que sería la escritura. Pero entre medias ocurre algo a lo que tú denominas la parte «incitativa» de tu trabajo, y hablas de interpretar tus notas y tus citas como un músico interpreta la partitura o como un actor interpreta un papel con sus gestos. Se nos antoja que piensas siempre en tres partes, como si evitases la estructura binaria. Por ejemplo, en la alternativa entre lo visible y lo invisible te decantas por «lo visual»; entre la polémica y el conformismo, tu elección es la «crítica»; entre tomar partido por los unos o por los otros, tú hablas de «tomar posición». Finalmente, entre la acción y la inacción escoges los «gestos». Respecto a esto último, en una época tan polarizada y, al mismo tiempo, tan confusa, ¿crees que nos faltan gestos, que somos «pobres en gestos», como diría Benjamin?

En Infancia e historia (2011), Agamben señala que la burguesía europea ha perdido sus gestos, pero yo no estoy de acuerdo con él. Hay que cambiar de perspectiva, pues cuando yo hago un gesto no soy su dueño. Más bien sucede lo contrario, que el gesto es más fuerte que yo, y me preexiste. Así que no soy yo quien decide hacer un gesto. Ahora bien, porque ya no puedo acceder a esta latencia, no me es posible hacer un gesto. No es que hayamos perdido los gestos que podríamos hacer, es que ya no tenemos acceso a los gestos que podríamos seguir haciendo. En cualquier caso, los gestos nos poseen, no los poseemos nosotros a ellos.

Has trabajado mucho sobre el aspecto político de esos gestos. De hecho, este año estás dedicando una serie de conferencias a los «gestos críticos». Alguna vez has comentado que, si la política gira únicamente en torno al poder, se pierde de vista la verdadera potencia crítica de los gestos. En política no solo se trata del poder o la falta de poder, también está esa potencia que caracteriza a nuestros gestos críticos.

Estoy completamente de acuerdo con ese esquema. La crítica no es ni el consenso, ni la lucha por la hegemonía. La crítica es algo muy distinto, un arte muy delicado, lo mismo que Benjamin –siempre él, cuánta razón tenía sobre cuantas cosas– sostenía. Una de las grandes tragedias de nuestra época es pensar siempre en términos disyuntivos. Frente a esto, habría que hacer una distinción necesaria. Todos somos neuróticos, lo que significa que tenemos un clivaje dentro, una fractura interior. Estamos divididos, no somos una unidad, un bloque. En todo caso, seríamos bloques agrietados. Así pues, estamos escindidos y eso nos produce a menudo malestar, inquietud. Buscamos algo que sabemos que nos falta, lo deseamos. Por esos somos seres de deseo. Junto a esto, encontramos eso que Freud llamaba la Verwerfung, que Lacan tradujo como «forclusión», y que significa la disyunción total. En el ámbito de las imágenes, de las emociones y de la política, también en el del lenguaje, y en el de la ética, la disyunción es catastrófica. Por ejemplo, cuando siento una emoción y la convierto en algo monolítico, en un monumento, a partir de ese momento tu emoción deja de existir. Es el modelo del comportamiento fascista.

¿Es esto lo que llamas «emociones disyuntas»?

Sí, ya lo anuncié en el libro sobre Klemperer [Le temoin jusqu’au bout (2022)] y ahora acaba de aparecer precisamente con ese título, La fábrica de las emociones disyuntas. Allí empleo muchas comparaciones. Por ejemplo, una muy extensa a propósito de la guerra. Por un lado, tenemos el extraordinario texto de Ernst Jünger, La guerra como experiencia interior (1926), que es completamente fascista, insoportable, pero muy admirado por expresar con orgullo sus emociones bélicas. Por otro lado, tenemos a Bataille con La experiencia interior (1943), escrita durante la guerra. A menudo se les ha comparado para sostener, o bien que Jünger no era tan nazi como se dice, o que Bataille era un poco fascista. Pero las cosas no son así. Por eso intento mostrar cómo lo uno no tiene nada que ver con lo otro, y qué es una emoción disyunta en un sentido, y qué es una emoción desgarrada, trágica, en otro. Pongo otro ejemplo que utilizo en mi libro. Me interesa cómo Hitler, en Mein Kampf, cuando habla de su trabajo y trata de describir su actividad, manifiesta que es la de un propagandista. Debe captar las emociones de las personas y conducirlas adonde él quiere. Ese es, dice, su trabajo. Tenemos, entonces, el discurso de Hitler que fascinó a la juventud. Los jóvenes se sentían deslumbrados escuchándole. Imaginad a un joven que en medio de la muchedumbre escucha a Hitler. Está entusiasmado, llora, hace la señal fascista. Después, se enrola en las SS y unos meses más tarde escribe a su mujer para contarle cómo les ha arrebatado a los judíos sus bebés y los ha arrojado al suelo, les ha aplastado sus cráneos, etc. Entonces dice: «Sí, podría sentirme conmovido porque también nosotros tenemos hijos, pero no te preocupes, todo va bien». Así pues, ¿qué es lo que está sucediendo entre un muchacho conmovido ante el discurso de Hitler, que por tanto tiene una emoción, y ese mismo joven incapaz de sentir nada ante un bebé? ¿Qué está pasando? Es la gran pregunta, la misma que hoy se suscita en Gaza, en Ucrania, en todas partes.

¿Cómo es que una persona que se encuentra aislada en sus sentimientos, en sus emociones «sentimentalistas», como tú las denominas, puede dar el paso hacia el fascismo o el nazismo? ¿Es necesario que esa emoción sea compartida por muchos otros?

No diría «compartida», diría más bien que lo necesario es que la emoción sea unánime. Es decir, yo sé que detrás de mí tengo a toda la muchedumbre y siento que formo parte de un bloque, de una identidad. Este lado identitario es terrorífico. Pero compartir es otra cosa. Se comparte cuando hay partes. Por eso me parece que la cuestión política y la cuestión ética están íntimamente ligadas, cuando muchos tienden a disociarlas. Por ese motivo me fijo en Miguel Abensour, que, sin abandonar nunca a Marx, se interesa por Levinas, porque la cuestión ética, la del compartir, es fundamental. De ahí que yo mismo coincida con Rancière, a pesar de algunos desacuerdos, en esta idea de la compartición. Compartir es todo lo contrario a lo que defienden los partidos de extrema derecha. No proponen compartición alguna, solo una unanimidad en bloque. En Francia hay un grupo de extrema derecha que se denomina «bloque identitario». Con eso está todo dicho. Un bloque identitario es algo unido, unánime en cuanto bloque, que no comparte nada con el otro. Me hablabais antes de «soledad». Por eso la filosofía es importante. Cuando Hannah Arendt distingue entre «soledad» y «desolación», muestra cómo el fascismo, pero también el capitalismo, nos aíslan. Berlusconi lo hizo en Italia. Empezaron a desaparecer los cafés de las ciudades para que cada cual se quedara en su casa viendo la televisión. Pasolini ya lo vio mucho antes que Berlusconi. Ahora bien, para compartir es necesario tener un poco de soledad, que es algo muy distinto. Rilke decía algo muy hermoso de la poesía. Decía que es solitaria y solidaria. Y Lacan tenía una expresión preciosa, a la que yo mismo suelo recurrir, la de la «soledad compañera», esto es, una soledad en la que encuentras una compañera. Esto es la cuestión ética. En este punto encontramos también a Blanchot, una de las personas más solitarias del mundo, pero que dijo las cosas más bellas sobre la soledad. Así pues, no hay que estar aislado, o desolado, como diría Hannah Arendt, pero sí hay que ser un poco solitario.

Arno Gisinger, archivador de diapositivas de Didi-Huberman, 2024

Al igual que Blanchot hablaba de «amistad», otro filósofo, Jean-Luc Nancy, recurrió en sus últimos textos a la «fraternidad», tal vez para evitar la palabra «comunidad». La fraternidad, como la amistad, parece algo abierto, mientras que en la comunidad se daría un cierre a partir de una identidad. En tus textos hay muchas referencias a la «comunidad» o al «pueblo» que recuerdan al «pueblo por venir» de Deleuze o al «pueblo que nos falta» de Pasolini. ¿Podrías precisar cuál es tu idea de «comunidad», de «pueblo» o, más genéricamente, del «nosotros»? ¿Cómo podría esta figura tomar forma o tomar posición?

Los libros de Jean-Luc Nancy en los que abordaba la cuestión de la comunidad son para mí muy importantes. El problema que se plantea es el de la consistencia del pueblo. El modo que yo encuentro de sortearlo es ponerlo todo en plural. Es decir, yo nunca digo «el» pueblo, sino que hablo siempre de «pueblos». Así, en el texto que escribí sobre Emanuel Ringelblum, Dispersas (2021), hablo de la situación que había en el gueto de Varsovia a través de su mirada, la de un historiador marxista muy fino –algo en lo que se parece a Benjamin–, de ninguna manera conformista o sectario, sino muy abierto, humano. Pues bien, lo que observa Ringelblum es que el gueto es un encierro. Los nazis encerraron a las personas en el gueto y consideraron que dentro quedaba un solo pueblo, el pueblo judío. Hoy sucede algo parecido con Netanyahu, para quien en Gaza no hay más que un pueblo, y eso es terrible, pues supone una manera de pensar fascista. Y es que, si uno se fija en el interior del gueto, como Ringelblum lo describe, nunca podrías decir que hay un único pueblo judío. En el gueto encuentras a burgueses, a personas muy pobres que plantaban verduras en los tejados para poder comer algo, a colaboradores de los nazis… Había de todo. También podías dar con religiosos y con marxistas estalinistas y antiestalinistas. Es decir, lo que había era «pueblos judíos». Esta es mi idea de la comunidad: lo que existe son pueblos y no «el pueblo». Por eso hay que ponerlo todo en plural. Por eso lamento el título de Ante la imagen (2010), pues debía haberle puesto Ante las imágenes. También siento haber usado el título Ante el tiempo (2006); Ante los tiempos habría sido mejor. El plural permite escapar, desde la perspectiva filosófica, de la identidad. «Identidad» implica que, de lo que sea, solo hay uno. En cambio, tenemos comunidades, pueblos, fraternidades –y no una fraternidad universal, algo que no existe–. Insisto, hay que ponerlo todo en plural.

En esas pluralidades juegan la memoria y el deseo, como sueles decir. Hay una instrumentalización identitaria de la memoria que impide cualquier deseo de cambio; también vemos a menudo cómo se instrumentalizan los deseos bloqueando la memoria. ¿Podrías aclararnos esa relación que tantas veces planteas entre memoria y deseo?

Por ir directo al grano, no existe memoria sin deseo. Tomemos a Rosa Luxemburgo. Cuando quiere expresar su deseo revolucionario, lo denomina «Espartaco». Espartaco fue quien inventó la bandera roja en la época romana. Con tejido rojo se hacían las togas de los oficiales y de los hombres de poder romanos. Espartaco coge una de estas togas y la convierte en una bandera. Así es como se inventa la bandera roja, que no es un símbolo de poder, sino de contrapoder. Ahora bien, ¿qué necesidad había de recurrir en 1918 a Espartaco? Lo mismo podría plantearse respecto a los revolucionarios franceses, que toman el gorro frigio de la época griega. Esto muestra que no hay memoria sin deseo, lo cual es completamente freudiano. Freud plantea que el deseo está ligado a una memoria a menudo inconsciente, o incluso a una tradición oculta. Una memoria sin deseo sería una memoria que estaría como depositada en el fondo de un pozo, inmóvil. Para movilizar la memoria se necesita un deseo. Es decir, uno recuerda cosas en función de los deseos. Y en los propios gestos hay un elemento de memoria. Por lo tanto, pongo en movimiento a mi memoria por medio de un deseo que no es evidente.

En tu libro Fasmas (2015) hablas de la «soledad compañera». En textos posteriores, como El bailaor de soledades (2008), retomas esa misma expresión. Allí la «soledad compañera» se relaciona con la «soledad sonora» y la «música callada» de San Juan de la Cruz y de José Bergamín. Todo esto muestra un gran conocimiento e interés por los intelectuales españoles, que contemplas en el marco de la tradición del inconformista. ¿Es eso lo que te interesa de ellos?

La primera vez que empleé la expresión «soledad compañera» fue para titular uno de los capítulos de mi libro La invención de la histeria (2007). La histérica hace movimientos que sugieren que hay otra persona que, en realidad, no está. Es una expresión muy lacaniana, muy psicoanalítica. Respecto a mi relación con España, necesitaríamos una entrevista entera para abordarla. Habéis señalado con acierto que España representaba para los intelectuales franceses el lugar del anticonformismo. En Francia, cuando se quería ir a otro lugar para ver arte se viajaba a Italia. Ese fue mi caso, por cierto. En cambio, Bataille, cuando pasa su examen en l’École des chartes, que es una institución dedicada a los estudios de historia, como había sido un mal estudiante no puede ir a Roma o a Atenas –adonde iban quienes sacaban buenas notas– y le mandan a España, pero resulta que aquello fue la gran oportunidad de su vida, pues ese era el lugar del no-clasicismo. Los franceses veían en España todo lo que no es clásico, y por eso los románticos franceses, los románticos bohemios, viajan a España, para escapar del dórico, jónico y corintio, para huir de la Academia de Francia en Roma.

Mi vínculo con España es muy estrecho. Cuenta mucho el hecho de que sea aquí, y en Alemania, donde mis libros son más traducidos. En estos dos países me han concedido premios, cosa que no sucede en Francia ni en los Estados Unidos. ¿Por qué? En el caso de Alemania es evidente: me siento próximo a la familia intelectual warburgiana y benjaminiana, a la teoría crítica, y he dado clases en Frankfurt. Pero ¿y España? Creo que tanto aquí como en Latinoamérica se entiende mejor que en Francia el que yo vincule la preocupación política con la cuestión de las emociones. Por otro lado, también aquí se comprende mejor la existencia de una fuerza de pensamiento que se manifiesta en personas que no provienen del ámbito académico filosófico. Pienso en Bergamín, Lorca, Zambrano, incluso en Sánchez Ferlosio o Pedro G. Romero. Fijaos en Pedro G. Romero. ¿Qué es? No es un académico y, sin embargo, en él se encuentra una fuerza teórica. Yo me siento en fraternidad con la figura de ese intelectual que no es profesor de universidad, si bien es cierto que yo mismo lo soy. Por último, tengo que decir que cuando estudiaba filosofía e historia del arte, tenía un maestro en filosofía, Henri Maldiney, pero también tenía otro maestro, un amigo, un lumpenproletario de madre andaluza y padre gitano. Esta persona, muy pobre, me enseñó a tocar la guitarra. En fin, diré para acabar, que, cuando estoy en Granada, me siento más en casa que en París; no sé bien por qué. Y sí, claro, parte de mi familia es sefardí, aunque eso sí es la fantasía personal.

Y además está Goya. Siempre Goya, sí. Goya es tan importante para mí porque es la unión de dos cosas que normalmente son opuestas: el rigor, el espíritu crítico, por un lado, y, por el otro, la entrada en el afecto. Hubert Damisch entendió bien uno de esos dos aspectos, pero solo uno. Lo mismo que le pasó a Malraux. Lo genial de Goya es que en él se den los dos. Siguiendo con esto, lo que amo del flamenco, por ejemplo, no es la expresión del afecto, sino la geometría de los afectos. La geometría de los afectos es el hecho –que yo conozco como amateur– de que un guitarrista de flamenco sepa dónde detener la nota. Eso es precisión, eso es la geometría. Lo genial es eso y no simplemente el afecto como tal. Fijaos en Nietzsche. En un momento de su evolución se vuelve contra Wagner. ¿Qué es lo que denuncia en él? Que todo es grisura, que todo en él es borroso. En cambio, Carmen

de Bizet, que él decía adorar, es la nitidez. Obviamente, hay algo de

provocador en esta posición de Nietzsche, pero tiene razón. El arte español es preciso, y la mejor evidencia, por llamarla así, de tal precisión la tenemos en Bergamín, que la identifica perfectamente a propósito del arte de la tauromaquia. En la tauromaquia, si no eres preciso mueres o eres herido. Nada hay más evidente en esta «estética española» que este culto a la precisión. Es lo que encuentro más fascinante, más fantástico.

En su primer libro, de 1918, Lorca escribe: «Cerré la puerta. Todo era un silencio sonoro». Diez años más tarde, escribe un pequeño artículo que nos hace pensar en tu postura cuando dice que «la imaginación es sinónimo de aptitud para el descubrimiento. Imaginar, descubrir, llevar nuestro poco de luz a la penumbra viva donde existen todas las infinitas posibilidades». Ahora estás trabajando en una exposición para el Museo Reina Sofía que ha tomado como título un verso de Lorca: «En el aire conmovido». ¿Cómo te has planteado este trabajo?

Es un verso del primer poema del Romancero gitano. La exposición es un proyecto que se remonta a bastante tiempo atrás. En 2010 yo acababa de hacer otra exposición, Atlas, junto con el director del museo, Manuel Borja-Villel, que me dijo que le gustaría que me encargase de la última exposición antes de su marcha. Le propuse entonces dos ideas, o bien «emociones, conmociones», o bien «grisura» –porque eso es El Guernica–. Él me dijo que prefería «emociones». Me puse entonces a trabajar, pero pronto me di cuenta de que era imposible, pues la emoción es todo. Toda la historia del arte es una historia de las emociones. Así que, en un momento dado, Manuel me dijo: «Busca solo con tu experiencia, sé libre». Y así hice. Tomé ese verso de Lorca, «en el aire conmovido», que posee una magnífica ambigüedad, pues no se sabe si es el aire el que está conmovido, o si es el niño del poema el que está conmovido «en el aire». Es una exposición que me he tomado muy en serio, sobre el niño y sobre el aire, mucho menos erudita y mucho más libre y frágil que Atlas. Lo que puedo deciros es que me guían las frases de Lorca en torno a la cuestión de las emociones, del rostro, del gesto, del lugar y, finalmente, de la política.

EXPOSICIÓN EN EL TALLER DEL FILÓSOFO. GEORGES DIDI‑HUBERMAN
04.02.24 > 28.04.24

COMISARIA LUCÍA MONTES SÁNCHEZ
ORGANIZA CBA
COLABORAN INSTITUT FRANÇAIS DE ESPAÑA • INSTITUT MÉMOIRES DE L’ÉDITION CONTEMPORAINE (IMEC) • LABORATOIRE ARTS DES IMAGES ET ART CONTEMPORAIN (AI-AC) - UNIVERSITÉ PARIS 8 • CENTRE POMPIDOU