La conspiración en la historia y en la política
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La lucha entre las fuerzas del bien y del mal, la creencia de que toda la realidad responde a un plan establecido por un cónclave secreto y maligno que busca invertir el orden mundial, la búsqueda de los perpetradores de las injusticias que asolan a la humanidad o la necesidad de crear enemigos para así construir identidad están en las bases de las teorías conspirativas de todos los tiempos. De todo ello conversan los profesores de filosofía de la UAM Irene Ortiz Gala y Eduardo Zazo.
La cuestión del mal y la injusticia
Irene Ortiz Gala
Desde la perspectiva histórica y política, más que un conjunto de creencias particulares, la conspiración ofrece una visión general del mundo relacionada con una disposición práctica: la necesidad de ofrecer una solución a la incomprensibilidad del mundo y una explicación a momentos históricos «turbulentos» expone la creencia en la existencia de un orden superior que permanece oculto, pero cuyo entendimiento nos permitiría explicar acontecimientos complejos, así como encontrar a los culpables del mal que observamos. Un ejemplo es la crisis financiera de 2008, de la que habla Pepe Tesoro en Los mismos malvados de siempre, donde se pregunta: «¿creemos que se reinstauraría algún tipo de sentido de la justicia y se prevendría para siempre la repetición de otra estafa de esas características con solo condenar y encarcelar a un puñado de inversores trajeados que rápidamente serían sustituidos por otros?». La respuesta la podemos encontrar en las reflexiones del filósofo italiano Roberto Esposito en torno a ciertas cuestiones relacionadas con las instituciones, entidades creadas por el ser humano, que es quien establece sus reglas de funcionamiento. En el caso de la crisis de 2008, las reglas de la banca son el resultado de la acción humana y no basta con señalar al banquero de turno como el malvado causante de la crisis, ya que somos los ciudadanos quienes producimos una institución cuyos mecanismos nos superan y escapan a nuestro control. Sin embargo, las explicaciones en las que se diluyen las responsabilidades nos saben a poco. La comprensión del mal parece exigir un grupo identificable de responsables a los que se pueda castigar para reinstaurar el orden social.
Eduardo Zazo
La cuestión del mal y de la injusticia aparece en el libro de Pepe Tesoro, donde leemos: «La conspiración es una teología dualista, una respuesta al mal […]. El conspirativismo es ante todo una teodicea […]. Y es por las fallas de la imaginación contemporánea con respecto al problema del mal por donde se cuela la razón conspirativa». Muchas de las teorías de la conspiración que proliferan hoy intentan dar respuesta a la cuestión del mal, de la injusticia o del sufrimiento. Desde hace unas décadas, con el supuesto fin de los grandes relatos, se han producido grietas por las que se han colado discursos que antes estaban vetados. La idea de fondo de la razón conspirativa es que la realidad responde a un plan, como si todo estuviera pensado y existiera una intencionalidad que explica lo que ocurre, en oposición a otro tipo de razón que explica los acontecimientos como el resultado complejo de la interacción de diferentes personas, instituciones, grupos y voluntades en conflicto que concurren en la acción social. De ahí que, a la hora de comprender la razón conspirativa, sea oportuno recurrir a algunos esquemas de pensamiento de la teología dualista o de la teodicea.
En primer lugar, el pensamiento conspirativo distingue entre quienes saben y quienes no saben, generando así un pathos aristocrático o distinguido ligado al conocimiento. Como sabemos por Bourdieu, la distinción juega un papel social fundamental, que en este caso podemos conectar con la idea de Jameson de la conspiración como «mapa cognitivo del pobre»: las personas con pocas herramientas para el conocimiento del orden del mundo social pueden encontrar en la conspiración, con la distinción que supone «estar al corriente», un espacio de reconocimiento de un «nosotros» (quienes saben) frente a un «ellos» (quienes no saben; los denominados normies) y de autovaloración. Se trata, por un lado, de un sentido de pertenencia y, por otro, de que ese conocimiento posee un contenido salvífico. Ambos elementos son muy visibles en una teología dualista como el gnosticismo, cuyo molde de pensamiento es muy afín a la razón conspirativa.
En la primera mitad del siglo II, Marción de Sínope plantea un esquema sencillo que resume bien lo que después será el pensamiento gnóstico que se encuentra en la base de la razón conspirativa. Marción señala dos grandes fuerzas regidoras del mundo: el demiurgo Yahvé y el verdadero Dios. Este último es bueno, pero el creador de este mundo visible es Yahvé, un dios malvado, iracundo, cruel y vengativo. El mal se debe a la acción de ese dios menor, que aparentemente tiene un mayor impacto que ese otro dios más elevado, cuyo mensaje de salvación conocen solo unos pocos –los salvados– frente al resto, que están condenados. Según Marción, si encendemos la llama que ese dios bueno ha implantado en nuestras mentes, podremos acceder a dicho conocimiento y, por lo tanto, salvarnos. Buena parte de la razón conspirativa recoge este esquema de confrontación entre salvados que conocen frente a condenados que no conocen, así como una descripción simplificada de la realidad que nos permite explicar el origen del mal, algo a lo que se llega a través de un conocimiento que no es accesible a todo el mundo.
Otra forma de abordar la interpretación que hace la razón conspirativa del mal y de la injusticia la encontramos en la sociología de la religión de Max Weber. El problema del mal es uno de los grandes problemas de la humanidad. A él han respondido casi todas las culturas. Según Weber, el mal se debe a la discrepancia entre mérito y destino. Para resolverla plantea que la humanidad ha desarrollado tres tipos ideales de solución: la doctrina india del karma, el decreto de predestinación del dios escondido y el dualismo zoroástrico. La primera ofrece como solución al problema del mal una sucesión de vidas, un ciclo de reencarnaciones que permitiría a la postre conciliar el mérito con el destino. Por su parte, la teoría de la predestinación propone que los salvados y los condenados lo están desde el comienzo y para toda la eternidad, sin importar el mérito.
Por último, el dualismo zoroástrico, que es el que realmente encaja con la razón conspirativa, es un esquema muy relevante en el pensamiento occidental, según el cual hay, en términos ontológicos, dos fuerzas en lucha –el bien y el mal– y la historia de la humanidad no es más que la manifestación de ese conflicto. Partiendo de Weber, podríamos afirmar que la razón conspirativa se ancla en este dualismo, dando lugar a un sinfín de mensajes, arquetipos y arcos narrativos de carácter apocalíptico y mesiánico. Como leemos en Los mismos malvados de siempre, «"la verdad os hará libres" constituye el profundo corazón utópico de la razón conspirativa»; es decir, a pesar de que este mundo sea el reino del mal, podemos desentrañar los hilos que nos conectan con el bien. En esa lucha, solo unas pocas personas conocen el plan de un dios malvado, de una élite que maneja los hilos, de una corporación perversa o de un sistema económico inherentemente maligno…, y pueden desvelarlo, evitando así que el mal ocurra.
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IRENE ORTIZ GALA
En la década de 1980, el historiador francés León Poliakov acuñó el término de «causalidad diabólica» para explicar cómo, a lo largo de la historia de Europa, se ha identificado el origen del mal con el pueblo judío. Esta idea produjo una serie de conspiraciones políticas, desde el siglo XII hasta el XX, que terminaron con la expulsión de los judíos del continente. La del enemigo es una figura central para entender la historia de las conspiraciones, pues se trata no solo de explicar el mal en abstracto, sino de identificar como su responsable a un grupo al que se debe expulsar o aniquilar.
El mal está asociado con la tensión entre oscuridad y razón propia de la Ilustración y con la condena ilustrada de la imaginación, entendida como aquello que nos mantiene en la oscuridad, frente a la luz de la razón que nos ofrece una mejor comprensión del mundo. En los relatos de acontecimientos reales como las series de true crime, donde además de nuestra parte oscura se nos muestra el funcionamiento del mundo, sigue operando una lógica de la conspiración menor relacionada con la justificación del mal. En ocasiones, esos relatos nos remiten a una conspiración superior, dirigida por un entramado en el que los criminales han recibido ayuda de fuerzas políticas. Otras veces esa teodicea justificativa del mal apela a causas como perversiones sexuales, drogas o enfermedad mental, que evitan aceptar la posibilidad de que ciertos crímenes respondan únicamente a la voluntad de una persona. En Sobre la violencia (Alianza, 2005), Hannah Arendt afirma que esta alberga dentro de sí el elemento de la arbitrariedad, que es justamente del que huyen las conspiraciones para apuntalar la idea de que por encima de los individuos que perpetran el mal existe un sistema que sienta las bases que permiten inscribir ese mal en el mundo. Dice Arendt: «En ningún lugar desempeña la Fortuna, la buena o la mala suerte, un papel tan fatal dentro de los asuntos humanos como en el campo de batalla, y esta intrusión de lo profundamente inesperado no desaparece cuando algunos la denominan "hecho del azar"». En efecto, pareciera que necesitáramos algo que niegue la accidentalidad del mal radical, que elimine su carácter arbitrario, azaroso y restablezca el orden.
En sintonía con la tesis del filósofo Javier Leiva Una teoría del mal: acción, personalidad e instituciones malvadas (2020), yo entiendo la conspiración como una explicación externo-pasiva del mal. Como explica Leiva, la teoría externo-pasiva no solo reconoce que el mal existe y está ampliamente difundido en el mundo, sino que resulta inevitable para lograr y mantener el orden social. Se trata de una explicación externa, ya que afirma que el mal existe independientemente de los seres humanos, pero es también pasiva, pues supone que esas acciones malvadas reflejan la capacidad intrínseca de las personas para comprender los esfuerzos de un orden superior, así como la participación necesaria del mal en la consecución de un mundo mejor.
CONSPIRACIONES POLÍTICAS
EDUARDO ZAZO
A partir de la Revolución francesa, los discursos conspirativos entran en el ámbito de la política y de la filosofía de la historia. De hecho, el término «cons-pirar», alude a «respirar juntos»; es decir, su etimología habla de algo tan político como «juntarse» o «reunirse». Siguiendo a Reinhart Koselleck, se podría decir que en la modernidad ese elemento de conspiración, local, particular, asociado a situaciones y personas muy concretas, se amplía y se universaliza. Pasa a entenderse como una herramienta de lectura política en clave totalizante; es decir, serían producto de una conspiración toda la historia y el sistema político y económico en su conjunto, pero también los intentos –revolucionarios o no– por cambiarlo. En ambos casos entroncaríamos con el pensamiento dualista del gnosticismo. Una parte muy significativa del pensamiento conservador, reaccionario o de extrema derecha interpreta estos procesos de cambio como resultado de la conspiración de una élite, basada en la planificación y el secreto, que quiere engañar –o mantiene en el engaño– a una parte importante de la población. Se trata de un discurso útil para obtener rédito político por su capacidad para generar enemigos o un chivo expiatorio que, en momentos de transformación social y de cambio, permite dar cuenta de las pérdidas sufridas, bien sean reales o imaginarias, materiales o simbólicas. Lo que importa es la sensación subjetiva, pero compartida con otras personas, de esa pérdida o retroceso y la consiguiente creación de una identidad grupal en torno a ese agravio.
En esta utilidad política de los discursos de la conspiración hay muchos registros, pero el más conocido probablemente sea el de Peter Burke. En medio de los acontecimientos de la Revolución francesa describe a los revolucionarios como conspiradores profesionales en sentido clásico –es decir, gente que se une para cambiar las cosas frente a un estado de injusticia– pero que, en su utópica búsqueda de una sociedad lo más justa posible, producen mayores males. Recurriría a lo que Albert Hirschman llama en La retórica reaccionaria (2020) «la tesis de la perversidad»: al querer crear el cielo en la Tierra, esta se acaba convirtiendo en un infierno. Más allá de Burke, la idea de conspiración se ha empleado en muchas ocasiones para interpretar e impugnar los procesos revolucionarios, entendidos como resultado de la conspiración de élites que aspiran a cambiar el mundo a mejor, pero que siempre acaban haciéndolo a peor. Se trata de un tópico, como dice Hirschman. Podría ser verdadero alguna vez, pero no puede serlo siempre. Y, sin embargo, se emplea en cada ocasión como recurso para desacreditar cualquier proceso de cambio revolucionario.
Otro ejemplo histórico de utilización política del discurso conspirativo para obtener réditos políticos, en este caso de la derecha reaccionaria, es el affaire Dreyfus, que estalla en 1898. Alfred Dreyfus fue un capitán del ejército francés, de origen judío, al que se le acusó injustamente de haber compartido información confidencial con el ejército alemán y, por lo tanto, de ser un conspirador contra la patria. Aunque en los juicios posteriores se demostró que esa acusación era falsa, una parte importante de lo que después será Acción Francesa, modelo de los fascismos que surgirán más tarde, se da cuenta de que el discurso conspirativo sigue siendo útil a pesar de su falsedad. Saben que es mentira, pero lo difunden.
El caso Dreyfus estalla en un momento de cambio en el que la Francia campesina pasa a convertirse en una sociedad industrial compuesta por ciudadanos formalmente iguales. La derecha reaccionaria percibe que esta transformación supone un agravio, real o imaginario, para un gran número de personas, y aprende también que la construcción de un enemigo genera identidades. Como respuesta inmediata, en 1899 nace Acción Francesa. Su ideólogo es Charles Maurras, creador de la teoría conspirativa de los cuatro Estados que, desde el interior, estarían luchando contra Francia: judíos, protestantes, masones y metecos. La construcción de esos enemigos, que se ampliará a anarquistas, comunistas o socialistas, genera distintas teorías de la conspiración sobre la voluntad de esos grupos de acabar con Francia, y con la civilización en general, que se demostrarán muy eficaces.
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Entre 1918 y 1919 sucede algo similar en Alemania. El ejército, que era una especie de Estado dentro del Estado, junto con los medios de comunicación afines a la derecha reaccionaria, esparce el bulo de que la derrota en la Primera Guerra Mundial fue el producto de una supuesta puñalada por la espalda que le habría asestado una coalición de socialistas y judíos. Esa leyenda de la conspiración se convertirá en uno de los elementos fundamentales de la constelación ideológica del nacionalsocialismo.
En el caso de España, la conspiración más conocida es la judeomasónica-bolchevique que difunde durante la Guerra Civil el bando sublevado y después el régimen franquista. Una de sus fuentes hay que buscarla en el boletín de la Entente Internacional Anticomunista, donde se difundían supuestas teorías sobre una conspiración internacional de comunistas y judíos que aspiraban a implantar el comunismo en todo el mundo, y que fueron irradiadas entre los mandos militares durante la dictadura de Primo de Rivera. Uno de ellos era Franco.
Existen, pues, dos elementos que debemos separar, pero también vincular entre sí: por un lado, la conspiración como conjura, es decir, gente que realmente se junta para destituir a quienes mandan y, por otro, cómo esa conjura se interpreta desde posiciones conservadoras, reaccionarias y de extrema derecha, como un plan maquiavélico «revolucionario» para transformar el orden internacional. Durante las décadas de 1920 y 1930, se produce una inflación en términos políticos de este tipo de discursos conspirativos.
IRENE ORTIZ GALA
La pervivencia de las teorías conspirativas se ve favorecida por un escenario de sufrimiento y de desconfianza de la población hacia las instituciones jurídico-políticas, la clase política, las fuerzas del orden y la posibilidad de que exista justicia. En América Latina tras las bambalinas (Latin America Research Common, 2019), Leonardo Shenkman y Luis Roniger apuntan a un auge de las teorías conspirativas en los países latinoamericanos a partir de la década de 1990, asociado a esa pérdida de confianza en la clase política y a la necesidad de explicar por qué se da el mal.
Una de las conspiraciones históricas más relevantes de la historia del continente latinoamericano es el caso del político y militar Francisco de Miranda (Caracas, 1750 - San Fernando, Cádiz, 1816), uno de los libertadores de América Latina junto a Andrés Bello y Simón Bolívar. En 1785, durante una estancia en Londres, donde inicia un tour europeo en busca de aliados para la causa libertadora, las autoridades españolas comienzan a vigilarlo por sus contactos con «personas sospechosas de conspirar contra la corona». En 1810 es convocado por Bello y Bolívar para iniciar los procesos de independencia en la actual Venezuela. Cuando, en 1811, la independencia del país se hace efectiva, las fuerzas realistas españolas inician una guerra que acaba con la rendición de Miranda el 25 de julio de 1812. Bolívar interpreta la firma de la capitulación como una conspiración y acusa a Miranda de haberse pasado al bando realista, lo arresta y lo entrega a la corona española. Muere en Cádiz, en el Presidio de las Cuatro Torres.
En Francisco de Miranda se solapan varias conspiraciones y se producen distintas reelaboraciones de la historia, según las tres partes en conflicto: las fuerzas realistas de la corona de España, Bolívar y la masonería, a la que todavía hoy culpan del destino de Miranda. A las logias masónicas se les atribuye la erosión de la autoridad de las instituciones coloniales, y se sabe que los líderes de la independencia fueron masones o bien contaron con las logias masónicas que conspiraban contra los realistas para poner en marcha un plan secreto con el que socavar el orden social y moral del régimen colonial y conseguir la independencia. Según este relato, una vez conseguido el poder, pasaría a manos de las fuerzas del iluminismo masónico. Esta teoría desempeñó un papel determinante durante los procesos de independencia incluso dentro de las propias colonias, por la tensión entre los conservadores católicos, que acusaban a la masonería de estar detrás de los procesos de independencia con el fin de deslegitimarlos, y los liberales, que hacían gala de contar con el apoyo de las logias masónicas europeas.
Sin embargo, como apunta la historiadora argentino-francesa Pilar González-Bernaldo, no existen documentos certeros sobre si, efectivamente, la masonería apoyó los procesos de independencia. En cambio, lo que sí encontramos es la negativa de las sociedades masónicas europeas a participar de manera explícita en el proceso revolucionario ante el temor de que la Iglesia católica los acusara de conspirar. Ya en el siglo XX, la masonería reconocerá que todos los padres libertadores eran masones y buscará legitimarse como parte del proceso del republicanismo americano.
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UTOPÍAS Y DISTOPÍAS DEL SIGLO XXI
EDUARDO ZAZO
Volviendo al presente, habría que preguntarse por qué proliferan los discursos de la razón conspirativa en el nuevo régimen de temporalidad del Occidente de las últimas décadas. La temporalidad moderna se rompe progresivamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX: primero en las décadas de 1960 y 1970 y, de manera rotunda, en los noventa, con la caída del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS en 1991. Esto genera un espacio de indeterminación, de sinsentido y de ausencia de grandes relatos donde germinan y se difunden las teorías conspirativas.
En su diagnóstico sobre la modernidad, Reinhart Koselleck plantea que la temporalidad moderna rompe con un tipo de temporalidad previa en la que existía un equilibrio entre espacio de experiencias (el pasado) y horizonte de expectativas (el futuro). Antes de la modernidad, el cambio social ocurría a lo largo de generaciones, de tal modo que el pasado siempre podía iluminar el presente. Este mediaba entre un futuro comprensible y anticipable y un pasado que proporcionaba experiencias para entender ese futuro. Según Koselleck, la modernidad, sobre todo con los cambios acelerados de la industrialización, hace que una misma generación viva esas transformaciones y perciba, al llegar a la edad adulta o al entrar en la vejez, que el mundo de su infancia ha desaparecido. Esa aceleración del tiempo histórico produce un desfase entre espacio de experiencias y horizonte de expectativas.
El pasado ya no ilumina el futuro, pero esto no supone una impugnación del futuro, sino al contrario: se deposita la esperanza en la construcción de un futuro radicalmente distinto del pasado, que funciona como símbolo de lo tradicional, lo viejo o lo caduco. Para Koselleck, con la llegada de la modernidad en el siglo XVIII, se concibe que las ideas del hombre nuevo o de la mujer nueva se podrán aplicar en el mundo futuro, donde ocurrirá lo que hasta ahora no había ocurrido. Gracias a la industrialización en lo económico y a la Revolución francesa en lo político, el futuro se ve como un tiempo de emancipación, se convierte en una suerte de horizonte utópico al que encaminarse.
Sin embargo, en Lento presente. Sintomatología del nuevo tiempo histórico (Guillermo Escolar, 2012), Hans Ulrich Gumbrecht plantea que esa imagen del futuro cambia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. En el mundo de la Guerra Fría el futuro se ve atravesado por el miedo al apocalipsis nuclear; y en la década de 1990 y a principios del siglo XXI, por el desastre ecológico. Ya no esperamos que el futuro nos emancipe, sino que intentamos alejarlo. A diferencia de lo que ocurría en la modernidad, ahora lo vemos desde la perspectiva de la destrucción. La experiencia del siglo XX parece mostrar que las intenciones de crear un mundo mejor han fracasado, y todo ello contribuye a generar una idea de futuro apocalíptica, que en el ámbito de la cultura encuentra su reverso en la proliferación de las distopías. Si la utopía era el régimen imaginativo de la modernidad y de un mundo novedoso, desde mitad del siglo XX –y sobre todo en el XXI– el futuro lo dibuja la distopía. El mensaje de un futuro emancipador, que portaban sobre todo el socialismo, el comunismo y el anarquismo, con sus recetas para transformar el mundo frente a los problemas sociales y económicos del presente, ya no cala tanto. Los discursos que cada vez más proliferan en respuesta al problema del mal, al desorden mental y a la falta de comprensibilidad del mundo se producen desde una óptica conspiradora. En definitiva, aunque existan vínculos con conspiraciones de otras épocas históricas, en este nuevo régimen de temporalidad cobra aún mayor sentido la razón conspirativa. Y por eso mismo su crítica se hace más necesaria y urgente.
IRENE ORTIZ GALA
Creo que existen dos tipos de utopías, dos maneras diferentes de encarar el futuro: las utopías posibilistas, que se limitan a actuar a partir de las condiciones del presente, y las utopías terranova, que consisten en imaginar cómo sería la sociedad en la que nos gustaría vivir y qué criterios deberíamos satisfacer para alcanzarla. Esta última opción implica muchas dificultades, pero confío en el ejercicio de la imaginación política –«uno de nuestros bienes más preciados y fecundos», en palabras de Georges Didi-Huberman– para establecer estos nuevos criterios. Frente a la voluntad omnicomprensiva de las teorías de la conspiración, que intentan ensalzar el pasado al tiempo que se proponen suprimir de nuestro sistema y de nuestro presente un único elemento –los enemigos–, o que se erigen como solución frente al apocalipsis, tiene más sentido, en mi opinión, pensar criterios que satisfagan las utopías terranova.