"La fotografía siempre es subjetiva"
Entrevista con Pilar Aymerich
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El pasado 7 de enero se clausuró la exposición Memoria vivida, la primera retrospectiva de la obra de Pilar Aymerich, Premio Nacional de Fotografía 2021 y autora de una vastísima obra que retrata la historia de España de los últimos cincuenta años. En esta entrevista con Carmen López Álvarez repasa esa dilatada carrera que empezó azarosamente en Londres, a finales de los sesenta, y que no piensa abandonar nunca. A sus ochenta años, Pilar Aymerich sigue saliendo a la calle «cuando pasa algo» para hacer fotos.
A finales de los años sesenta del siglo pasado, las calles de España se convirtieron en el escenario de la protesta. El pueblo, harto de la represión de un dictador que tardaba demasiado en morirse, salió a reclamar libertad con el puño en alto y la voz en grito. Esas manifestaciones tenían siempre el mismo final: la policía del régimen repartiendo golpes contra los asistentes que intentaban escapar a la carrera. Muchos volvían a sus casas magullados, pero la fotógrafa Pilar Aymerich (Barcelona, 1943) se las supo arreglar para captar las mejores imágenes y salir ilesa. Muchas de esas instantáneas reposan ahora en las paredes de su estudio, instalado en uno de esos pisos de techos altísimos y baldosas hidráulicas tan característicos de su ciudad. Allí tiene preparadas cámaras, focos y prendas de atrezzo listas para capturar el mejor de los retratos porque, a sus ochenta años, ni se le pasa por la cabeza la jubilación.
De hecho, 2023 fue para ella un año de lo más activo. Publicó el libro La Barcelona de Pilar Aymerich (Comanegra, en colaboración con el Ayuntamiento de Barcelona) e inauguró dos exposiciones: Los vintage, en la galería barcelonesa Rocío Santa Cruz, y Memoria vivida en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Galardonada con la Creu de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya en 2005 y el Premio Nacional de Fotografía en 2021, está lejos de la altivez, pero también de la falsa modestia. Aunque dice, entre risas: «Cuando me piden una entrevista, me voy al médico a ver si me estoy muriendo, porque aquí solo te hacen caso cuando te has muerto».
Antes de ser fotógrafa probó con el teatro. ¿Qué le hizo cambiar de disciplina?
Había estudiado dirección teatral y actuación en la Escuela de Arte Dramático Adrià Gual, con los directores Maria Aurèlia Capmany y Ricard Salvat. Cuando acabé la carrera, a finales de los sesenta, me fui a Londres para continuar los estudios teatrales. Pero allí, entre que no sabía bien inglés y que Londres es para los ingleses, vi que lo del teatro no iba a ser. Era la época de las grandes manifestaciones contra la guerra del Vietnam, Carnaby Street, los Beatles, los Rolling Stones…, y pensé: «Estás viviendo un momento bastante increíble, podrías hacer de fotógrafa».
No había cogido una cámara en mi vida, pero empecé a hacer alguna cosita por allí y le mandé una carta a un tío que tenía en Francia, que había sido fotógrafo en la Guerra Civil y tuvo que emigrar porque era capitán del ejército republicano. Tenía un estudio de fotografía cerca de París y me dijo que fuese, que necesitaba ayuda. Llegué con una caja de libros y una olla muy bonita, que era lo único de lujo que tenía. Estuve allí un año y volví a España.
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¿Por qué? España no era precisamente el paraíso en aquellos años.
Esto era en 1968. En el estudio de mi tío estaba bien, pero yo quería hacer reportajes, documentalismo, buscar un estilo propio y necesitaba volar. Instalarme en París era más difícil. Como había hecho teatro, conocía a todos los directores de aquí, porque habían salido de mi escuela. Así que cuando regresé empecé a hacer, sobre todo, fotografía de teatro.
Y se las vendía a los medios.
Las hacía para las compañías de teatro y estas también las pasaban a la prensa. En 1969 ya trabajaba con Montserrat Roig. La conocía de la época de la escuela de Adrià Gual, donde entramos juntas a los diecisiete años; éramos muy amigas. La revista Serra d’Or convocó un premio, nos presentamos y quedamos finalistas con el reportaje «Altres veus en altres ámbits» [Otras voces en otros ámbitos]. A partir de ahí la revista, que era la única que había en catalán, nos empezó a hacer encargos, sobre todo entrevistas. En aquel momento, empezaban a regresar intelectuales y escritores del exilio, porque no es que se acabara el franquismo, pero ya había cierta resistencia interior. Fue cuando aprovechamos para entrevistar a todos los grandes escritores catalanes, desde Mercè Rodoreda a Josep Pla.
¿Cómo era trabajar en tándem?
Nos conocíamos muy bien y Montserrat respetaba mucho el trabajo de los demás. En aquella época, la fotografía, sobre todo en los medios, no estaba nada considerada. Los jefes de redacción no tenían ni idea y normalmente las fotos eran para tapar agujeros. No te las firmaban, las recortaban… Era un desastre y estaba mal pagado. En 1975 hubo un florecer del fotoperiodismo, del documentalismo y del retrato.
Nosotras siempre contábamos dos historias: una escrita y otra en imágenes. De esta manera, creíamos que dábamos una visión completa del personaje. Siempre que salíamos de una entrevista nos íbamos a tomar algo y comentábamos: «¿Y cómo lo has visto? ¿Tú qué piensas?». Yo hacía las fotos en el estudio, en casa del entrevistado o buscaba algún sitio en el exterior. Siempre he cuidado mucho la escenografía; creo que el entorno define al personaje. Entonces no era muy habitual, porque el fotógrafo hacía la foto y se marchaba corriendo a hacer otra cosa. Y yo no hacía ningún retrato si no había leído o visto lo que hacía el entrevistado.
Empecé a trabajar también con Manolo Vázquez Montalbán en la revista Triunfo. Él tenía una sección semanal que se llamaba «Cuestiones periféricas», en la que hablaba de Barcelona, y yo hacía las fotografías. A veces las proponía yo y él escribía sobre eso. Otras veces me las pedía él.
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De aquellas entrevistas con Montserrat, ¿recuerda a algún personaje que fuese especialmente difícil de retratar?
Mercè Rodoreda no se quería hacer fotos, pero Montserrat me dijo que la acompañara, porque le daba mucho respeto y a mí también. Era la máxima escritora de la época. Me dijo que no llevara la cámara, pero yo la metí en un bolso normal, sin que se notara, y estuve callada durante toda la entrevista. Sabía que le gustaban mucho las plantas y las flores y como yo también tenía un jardincito en casa de mis padres le empecé a hablar de las gardenias y estuvimos un rato charlando sobre eso. Cuando ya acababa, aproveché para preguntarle si le podía hacer una foto. Me dijo que se lo había pasado muy bien hablando conmigo de jardines y aceptó. Le hice un reportaje precioso.
¿Eran atrevidas a la hora de pedir entrevistas? Creo que Simone de Beauvoir le colgó el teléfono a Montserrat.
Sí, lo sintió como una ofensa personal. Estábamos en París, nos fuimos con 10.000 pesetas y estuvimos cerca de un mes. No sé quién le dio el teléfono de Beauvoir. Entrevistamos a varios personajes, entre otros, a Jorge Semprún; igual se lo dio él, o Artur London. El caso es que la llamamos desde una cabina soltando el rollo de siempre: «Nous sommes deux journalistes espagnoles…», y le colgó el teléfono a Monserrat. Yo le dije que no le había colgado a ella, lo había hecho porque debía de estar ya harta de que la llamaran, pero la pobre se lo tomó fatal.
¿Recuerda alguna aventura más de ese tipo?
En 1982, El País nos envió a La Habana para hacerle una entrevista a Fidel Castro. Cuando llegamos, la flota americana estaba haciendo maniobras alrededor de la isla y nos dijeron que Castro no quería hacer declaraciones, pero que nos recibiría el primer ministro Carlos Rafael Rodríguez, que ya nos avisarían. Mientras esperábamos, hacíamos reportajes. Otro periodista se hubiera quedado tomando el sol en la piscina del hotel y saliendo de marcha, pero nosotras íbamos cada día a trabajar.
Nos hicimos amigas del tío de protocolo y nos lo llevábamos a tomar mojitos a ver si nos daba cita, pero no había manera. Y un día, nos dice que hay un acto en el Palacio de Congresos de La Habana y que nos invitan. Fuimos y vimos toda la primera fila llena de militares y en medio de todos, el primer ministro. Era un ahora o nunca, así que Montserrat escribió lo de siempre en un papelito: «Somos unas compañeras periodistas que estamos esperando que nos dé la entrevista», nos cogimos de la mano, echamos a correr hasta allí y le dijimos al primer militar: «Por favor, pase esto al primer ministro». Los seguratas nos pillaron, pero al ver que los otros pasaban el papelito y se reían, nos dejaron allí en un rinconcito. Y entonces vino el secretario de Carlos Rafael Rodríguez y nos dijo que al día siguiente nos esperaban en su despacho. Le hicimos una entrevista preciosa.
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¿Cree que si hubiesen sido hombres lo habrían tenido más fácil en estas situaciones o caían en gracia por ser mujeres?
Jugábamos mucho al papel de mujer. Para hacer fotos me he aprovechado mucho de ser mujer, sustituí la fuerza por la delicadeza. Yo sé que empiezo a correr y el poli en un minuto me coge del cuello. Por eso, a las manifestaciones iba bien vestida, maquillada y siempre llevaba una polvera o un pintalabios en la bolsa de la cámara. Cuando empezaban a cargar yo me ponía en un rinconcito a pintarme con el espejo y, claro, pasaban de largo.
Con Montserrat, como ya nos conocíamos tanto, también armaba estrategias. Éramos muy profesionales y a la vez nos divertíamos mucho. Nos gustaba hacer el tonto, cantar y hacer el burro. Fue una pérdida importante dejar de tener una compañera así. [Montserrat Roig falleció en 1991, a los 45 años].
No formaron parte de lo que se llamó la gauche divine, que se reunía en el Boccaccio, donde estaban Colita o los hermanos Moix.
No, todo el mundo me lo pregunta. Nosotras estábamos tirando octavillas en el metro. No soy crítica, era una sociedad distinta, aunque teníamos amigos que se movían por allí como Juan Marsé o Joan de Sagarra. No éramos enemigos, simplemente pertenecíamos a diferentes grupos.
¿Hubo alguna foto de las que sacó en las manifestaciones que se quedara sin publicar por alguna razón, suya o de los jefes del medio?
Los demás ejercen la censura sobre ti, pero a veces es autocensura. Yo hice una foto muy conocida de una manifestación de los obreros de la construcción, que hicieron una huelga muy dura durante mucho tiempo y siguieron trabajando el 90% de los trabajadores. Tenían programada la manifestación y se concentraban en la plaza de San Jaime, que estaba llena pero no había ni una pancarta; parecía que estuvieran hablando de fútbol. Me dijeron que bajarían por la calle de Ferran hasta las Ramblas y yo me fui a buscar un sitio donde ponerme. En esa calle hay un tramo con unas tiendas modernistas, y pensé en la combinación del modernismo de Barcelona con la fuerza de los obreros, me coloqué allí y saqué la foto.
Cuando se la envié a Manolo Vázquez Montalbán me dijo: «Pilar, ¿qué foto has hecho?». Pensé que no le había gustado, pero resulta que había fotografiado las caras de muchos de los dirigentes obreros en la clandestinidad. Supongo que estuvieron hablando con los sindicatos y, al final, decidieron publicar una que había hecho de plano general en la que no se veían las caras. Tardé bastantes años en publicarla, por si acaso.
Por aquella época militaba en el feminismo. Cubría muchas manifestaciones y tiene fotos que hoy son históricas, como la de la mujer con el cartel de «Jo també sóc adultera» y el niño a caballito.
A principios de los setenta empezaron a surgir grupos feministas. Yo estaba en uno de mujeres profesionales que queríamos elaborar una teoría feminista porque en aquel momento no había. Todos los partidos estaban por la lucha antifranquista y las mujeres nos quedábamos ahí detrás. Muchas, incluso de partidos diferentes, se integraron en una asociación para debatir, de la que salieron las primeras Jornadas Catalanas de la Mujer, en 1976.
Otra de sus fotos icónicas es la de la limpiadora fregando de rodillas el suelo del Paraninfo de la Universidad de Barcelona durante una sesión de esas jornadas.
Fue una performance de Las Nyakas, un grupito de tres chicas que ensayaban en el altillo de un bar donde las personas mayores jugaban al ajedrez. Yo creo que esta es una de las primeras performances de España, de Cataluña seguro. Fue durante la ponencia Mujer y Trabajo y duró tres segundos, porque en aquel momento tampoco estaba la cosa para muchas virguerías.
¿Hubo muchos debates en aquellas jornadas?
Precisamente, lo interesante era que estaban desde la Asociación de Mujeres Católicas a las asociaciones de sindicatos, todo el abanico de lo que ocurría en aquel momento. Ya estaba el partido de Lidia Falcón, con la que tuvimos una discusión porque no quería que se dejara entrar a los hombres, y otras decíamos que si salíamos de una dictadura que nos prohibía ir a todos los sitios, ahora no íbamos a prohibir nosotras. Al final pactamos que les dejaríamos entrar, pero que no tendrían ni voz ni voto, claro. Las mujeres católicas se levantaron durante la comisión del aborto y hubo jaleo porque en el franquismo solo se oía su voz y no estaban acostumbradas a que las rebatieran. O sea, que hubo algún enfrentamiento, pero yo diría que sirvieron para, de una vez, conocernos todas y conocer lo que queríamos. Calculamos que seríamos unas 300 y al final pasaron por allí 4.000 personas en tres días.
Hay trabajos suyos que reflejan problemas que el feminismo denunciaba en aquella época y que aún no se han solucionado, como la petición de guarderías públicas y gratuitas para ayudar a la conciliación. Usted, como mujer trabajadora, ¿ha tenido que renunciar a alguna faceta de la vida?
Yo no he tenido hijos. Tampoco debía de tener muchas ganas, porque Montserrat tuvo dos hijos y mucha gente de prensa que colaboraba conmigo los tenía. Me interesaba mucho mi trabajo y no necesitaba ser madre. Me apasionaba, estaba en una época en que este trabajo me daba posibilidades de enseñar cosas y de dar contexto.
Otras de sus fotos famosas las hizo dentro de la cárcel de la Trinitat en 1978. ¿Cómo fue aquella experiencia?
En 1976, alrededor de la cárcel de la Trinidad, se hizo una de las primeras manifestaciones después de la muerte de Franco para pedir que se marcharan las monjas de las Cruzadas Evangélicas de Cristo Rey y que volvieran las funcionarias. En 1978, hubo un tiempo entre que se fueron las monjas y llegaron las funcionarias en el que se pactó con las presas que fuesen ellas las que llevasen la prisión. En un primer momento muchas dijeron que no, que ellas no hacían de carceleras de sí mismas. No hay noticias de que hubiera otra cárcel autogestionada. Yo entonces colaboraba con Vindicación feminista, que fue la primera revista feminista del Estado. A través de ella y de la abogada Magda Oranich, que ayudaba a las presas, pude entrar en la prisión. Las fotos que tengo son en la cocina, los talleres… Todo siguió igual.
¿Qué fue lo que más le llamó la atención de lo que vio dentro de la cárcel?
Lo que más me impactó fue el sitio en sí: muy limpio, lleno de muñequitos de peluche, de florecitas de plástico. Era como los colegios de monjas, todo infantil. A veces me preguntan cómo se prestaron a que las fotografiase porque allí había mujeres condenadas por adulterio, por aborto, por abandono de familia, por infanticidio; todos los delitos de género. Pero cuando fotografías a gente a la que le han robado su identidad es como si se la devolvieras; estás reconociendo su imagen y, por lo tanto, su existencia. Además, ellas tenían ganas de preguntar cosas porque no les dejaban leer la prensa, les censuraban las cartas de las familias. Algunas cumplían penas muy largas por cuestiones que no eran delitos de sangre. Recuerdo a una que me preguntó si sus hijos también serían malos como ella, porque las monjas le decían: «Pecadora, te van a salir tus hijos pecadores». Eran mujeres indefensas, muchas de extracción social muy baja. Imagínate qué ambiente.
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También se ha dedicado a fotografiar arquitectura. En el documental Pilar Aymerich. La mirada felina, una de sus ayudantes dice que fue la primera en sacar una foto en un cementerio.
En los setenta, hice con el arquitecto Oriol Bohigas y el diseñador Enric Satué una investigación para la revista CAU sobre los cementerios del marco mediterráneo, catalogándolos por estilos, desde el modernismo al neoclásico. Después lo continué por mi cuenta e hice una exposición muy amplia, llamada Cementerios de ultramar. Era la historia de un viaje que partía del cementerio de Montjuïc siguiendo los pasos de los catalanes y españoles que se fueron a Cuba, donde fotografié el cementerio de Colón, que tiene muchas esculturas funerarias hechas por catalanes de la época, como Mariano Benlliure. Después fui a Buenos Aires y a Uruguay para retratar el trabajo de escultura funeraria de todos los artesanos, no solamente escultores, sino también de los que trabajaban el hierro, que eran emigrantes. Fue un trabajo que duró años, en vez de irme de vacaciones me guardaba el dinero y hacía viajes a los cementerios. No es que sean muy alegres, pero siempre me han gustado mucho.
Supone un contraste grande con sus otros trabajos, porque las manifestaciones y los retratos tratan de personas y un cementerio no suele estar muy concurrido.
Cuando llego a una ciudad, lo primero que hago es ir al cementerio. Los que están enterrados allí te dan la visión de lo que es la ciudad, porque en los epitafios la gente quiere dejar constancia y acostumbra a explicar su vida. Recuerdo que Carme Riera hizo una lista de epitafios increíbles; la gente en la piedra escribe cosas íntimas, de pensamientos o de lo que fueron.
Hace unos diez años, hice una exposición en el Museu d’Història de Catalunya sobre cementerios que ocupaba toda la primera planta. Quedó preciosa, estoy muy satisfecha de haberla hecho.
También ha seguido vinculada al mundo del teatro durante toda su vida.
En el Instituto del Teatro de Barcelona tengo depositados 35.000 negativos. Está capturado todo el teatro de vanguardia de los setenta, ochenta y noventa. Siempre he hecho fotos de teatro y también retratos de los actores y actrices.
Hace poco tuvo una exposición en la galería Rocío Santa Cruz de Barcelona en la que había algunas fotos inéditas. ¿Cuáles eran?
Estaban las de los transexuales, de los travestis y una de prostitución infantil en 1969, en plaza de Cataluña, que es muy dura. No la había expuesto nunca.
Una de las transexuales había venido a Barcelona a operarse. ¿Cómo se acerca a las personas en ese contexto para pedirles una fotografía?
Sí, exacto, la Kathy. Depende de cómo vas hacia la gente, si tienes empatía. Ahora no recuerdo si fueron dos sesiones o una, pero sé que le dije: «Oye, ponte guapa y te hago unas fotos». Ella era poco agraciada, pero tenía unos velos y le pedí que se los pusiera. Le hice fotos con empatía, que se viera que estaba disfrutando y yo también. Era una imagen dura, porque era en una habitación de una pensión con fotos de mujeres desnudas colgadas. Había un aire muy tétrico, pero yo no engaño: así era ella y se nota que yo la respeto, que me acerco con delicadeza. Es como en la prisión de mujeres. Me acerco a las personas porque me interesan.
¿Esa mirada es la que impide caer en el sensacionalismo?
Puedes hacerlo de dos maneras: utilizar a las personas para tu beneficio o para retratar una situación, un estado de ánimo, o porque la gente te interesa. A mí la gente me interesa. Yo quiero a las personas, y en fotografía se nota mucho.
¿Hay alguien a quien no haya querido retratar?
No, porque siempre he trabajado para periódicos o revistas democráticas o de izquierdas. Y si hubiera entrado en conflicto, hubiera elegido el hecho de sentirme bien; lo tengo clarísimo.
¿Ha cambiado de técnica a la hora de fotografiar durante todos estos años?
No, es exactamente la misma. Fui una de las primeras que cogí el digital, no para proyectos personales, pero sí para revistas, porque empezaron a pedirlo. Pero lo utilizo como si fuera analógico. Por ejemplo, si hago retratos, siempre digo que tengo el visor roto y que no se puede ver, no puede ser que dispares y que te digan: «Ay, a ver cómo ha quedado», porque se rompe esta magia del que mira y el que es mirado. Es que ni yo misma lo miro, uso la cámara como si fuese analógica. Y tampoco disparo veinte veces como se hace ahora. Antes también había gente que disparaba mucho, sobre todo en manifestaciones, pero se tenía más cuidado porque el material era muy caro.
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Me contaba que, cuando empezó, a la fotografía se le daba muy poca o ninguna importancia en los medios. ¿Cómo ve la situación de los fotoperiodistas ahora?
En los grandes periódicos siempre había fotógrafos de plantilla y ahora prácticamente todos son colaboradores. Y les llaman poco porque utilizan mucha fotografía de agencia. Incluso hubo una época en que los medios exigían al periodista que fuera con una cámara e hiciera la foto él mismo. Acabó con los periódicos llenos de malas fotos, con perdón de los periodistas.
Tiene ochenta años. ¿No ha pensado en jubilarse?
Para mí hacer fotos es una manera de vivir, aunque no salga cada día. A veces me hacen encargos. Ahora, después de las exposiciones y el libro, he parado un poco. Pero le estoy dando vueltas a un nuevo proyecto más intimista, que aún no sé cómo enfocarlo. No tengo prisa. Cuando pasa algo, hago fotos o no. Ya no tengo la presión de un medio detrás. Es otra manera de mirar.
¿Es posible dar una visión objetiva de la realidad a través de una fotografía?
Yo siempre he sido subjetiva y creo que la fotografía siempre lo es. Lo que tienes que ser es honrada y no mentir. Mientras des tu punto de vista de un hecho que ocurre, que no te lo inventas, sino que está pasando, no hace falta que seas objetiva.
20.09.23> 07.01.24
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