La razón pública en la era de la reproductibilidad digital y la soberanía algorítmica
© Traducción Teresa Álvarez Mateos
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El filósofo y ensayista colombiano Eduardo Mendieta reflexiona en este artículo, una versión abreviada de la conferencia homónima que impartió en 2022 en el Círculo, en torno a las transformaciones recientes de la «esfera pública», un concepto habermasiano que utiliza para comprender mejor nuestro presente. Las redes sociales, hegemónicas en la nueva esfera pública, la han diversificado al tiempo que han fragmentado a las audiencias, aislándolas en burbujas que propagan distintas formas de sinrazón. ¿Supone esta transformación el fin del uso de la razón pública, de la forja de la opinión ciudadana y de la deliberación como el germen de la democracia?
I. La materialidad de la comunicación
Una manera de contar la historia de la humanidad consiste en repasar la de la explotación de los recursos energéticos, los cuales nos permitieron no solo embarcarnos en la antropogénesis, sino también en la configuración de la Tierra. Gracias al descubrimiento y la domesticación del fuego, los primeros humanos empezaron a cocinar y a aprovechar mejor sus alimentos. La comida cocinada les hizo depender cada vez menos de sus enormes mandíbulas para masticar su magra dieta, y se dice que esto permitió que su cráneo se expandiera en su parte superior, dando cabida a un cerebro más grande. Otra historia alternativa de la hominización, aunque paralela, pone el foco en la invención de la escritura y de los medios para preservar lo escrito, desde las piedras, el marfil, los huesos, las tabillas de barro cocido, el papiro, las telas y el papel hecho con fibras de tela de origen vegetal hasta los iPads, que permiten escribir digitalmente, o la escritura líquida. El fuego y la escritura son hermanos gemelos, y es por ello, quizá, por lo que el mito de Prometeo nos cuenta cómo robó el fuego a Zeus y se lo dio a los humanos, enseñándoles a escribir. Estas historias son inmensamente especulativas, pero también reveladoras. El surgimiento de los imperios antiguos y modernos está relacionado con la domesticación de la energía y la expansión de la comunicación a través de la escritura. Cuando Gutenberg inventó la imprenta, catalizó una revolución social, económica y política. Su innovación consistió en combinar tipos móviles y con tinta impresa. Los tipos móviles requirieron forjas para crear letras individuales y a veces palabras sueltas. Quizá, como Prometeo, Gutenberg trajo consigo, juntos, el fuego y la escritura. Los tipos móviles impresos originaron una revolución en la producción de libros, diarios, periódicos de gran formato y, por supuesto, biblias.
Una de las principales observaciones y virtudes de la obra de Jürgen Habermas, insuperada desde 1962, La transformación estructural de la esfera pública: una investigación sobre una categoría de sociedad burguesa fue apuntar el rol de los medios de comunicación impresos en la creación y mediación de lo que llamó «un público», que quedó fijado y fue interpelado como «la esfera pública». Habermas señaló el papel de la materialidad de los medios de comunicación, del discurso, del debate, de la forja de una «opinión pública», lo que permitió «el uso público de la razón». Su tema inicial era la «época de la Ilustración» en Europa. Desde 1962 ha vuelto en varias ocasiones a revisar algunas de aquellas observaciones iniciales, incluso en 2022, cuando escribió el extenso ensayo Reflexiones e hipótesis sobre una futura transformación estructural de la esfera política pública.
Las siguientes consideraciones provienen de una carta que le envié al profesor Habermas como reacción a este ensayo y que más tarde amplié con reflexiones posteriores. En adelante argumentaré siguiendo una estrategia parecida a la reducción al absurdo, describiendo el peor escenario para comprobar qué se puede rescatar de entre las cenizas de la desesperación y el escepticismo. Discutiré, en primer lugar, cómo las nuevas redes sociales, con sus plataformas digitales, han conducido a una fragmentación del público en una cantidad desproporcionada de públicos que propagan el uso público de la sinrazón. A continuación, trataré de rescatar las ascuas normativas de entre las pantallas ardientes de nuestros teléfonos móviles. Argumentaré que, de hecho, estos nuevos dispositivos tecnológicos son multiestables y pueden volverse contra el mismo Gran Hermano, como ha ocurrido. Terminaré esbozando el argumento de que las nuevas plataformas digitales de las redes sociales permiten una democratización de la comunicación tanto horizontal como vertical, lo cual ha posibilitado una democratización de la autoridad epistémica gracias a la pluralidad de públicos que ahora conforman la que puede ser llamada una «esfera pública global de múltiples públicos».
II. La digitalización de la sinrazón pública
En 2004 James Bohman publicó el profético ensayo Expanding Dialogue: The Internet, the Public Sphere and Prospects for Transnational Democracy, donde desarrolló un argumento que intenta mediar entre el utopismo acrítico de los tecnófilos, para quienes Internet augura una nueva era de hiperdemocratización, y los luditas apocalípticos, que ven en las nuevas tecnologías digitales el fin de la democracia. Bohman expone cuatro cuestiones básicas: 1. ¿Cuáles son las condiciones «materiales» y necesarias para la constitución de las esferas públicas, dentro de las que puede ejercerse la razón pública? 2. ¿Cómo impacta Internet en ellas?; es decir, ¿es Internet una forma diferente de condición material para la constitución de la esfera pública? 3. Si Internet, efectivamente, contribuye a la generación de nuevas esferas públicas, ¿cómo contribuyen estas a la constitución de una esfera pública transnacional –y, por tanto, global– o bien de esferas públicas globales, y así, a la constitución de una nueva condición para el desarrollo de la democracia global? 4. ¿Contribuyen estas nuevas esferas públicas, potencialmente globales, a resolver la tensión dialéctica entre las identidades locales y las solidaridades globales y, de este modo, a la emergencia de una identidad colectiva global, es decir, a la solidaridad cosmopolita y al patriotismo constitucional?
Defenderé aquí que las nuevas cibertecnologías, sobre todo las redes sociales y los teléfonos móviles, pensados para expandir el diálogo y la deliberación, han dado lugar a lo opuesto, esto es, a la fragmentación del público en «burbujas aisladas» de desinformación, teorías conspirativas y adoración de falsos ídolos; es decir, el fomento de lo que denomino «la sinrazón pública» y «un público irrazonable». ¿Supone esto el fin del uso de la razón pública, de la forja de la opinión pública y de la deliberación pública como el germen de la democracia deliberativa?
Antes de discutir las «últimas» transformaciones estructurales y tecnológicas de la esfera pública, conviene recordar algunas de sus dimensiones normativas relevantes, tal como las han desarrollado los teóricos influidos por la obra de Habermas de 1962. Su antiguo discípulo y colega Bernhard Peters resumió las funciones normativas de la esfera pública subrayando tres dimensiones indispensables: en primer lugar, la igualdad y la reciprocidad de las relaciones comunicativas en un espacio social abierto a todos de manera putativa; en segundo lugar, una apertura —o publicidad— a la discusión de asuntos, preocupaciones, aportaciones y debates que puedan tener consecuencias relevantes para todos y, en tercer lugar, ciertos requisitos estructurales que deben cumplir los discursos dentro de la esfera pública. Así, la esfera pública, con su uso putativo de una deliberación pública tiene una dimensión epistémica, o «una función verificadora potencial», por usar la expresión de Habermas.
Bohman ofrece una caracterización similar, aunque ligeramente modificada, de las funciones normativas de la esfera pública. Para él, debe ser un «foro», es decir, un espacio social donde los hablantes expresen sus puntos de vista ante otros, que, a su vez, les respondan. En segundo lugar, esta esfera pública putativamente democrática debe expresar un compromiso con la libertad y la igualdad de todos los implicados en la interacción comunicativa dentro de ese espacio. Y, en tercer lugar, se trata de una suerte de espacio prostético que nos permite superar los límites de las interacciones cara a cara. De este modo, la esfera pública, en cuanto foro abierto, debe dirigirse a un público inespecífico y, en consecuencia, no puede permitir exclusiones; es el espacio de la no exclusión.
En Democracy across Borders (2007), Bohman cambió este lenguaje y describió una nueva dimensión normativa de la esfera pública. En ese libro habla de los poderes normativos desencadenados por y dentro de la esfera pública y, en lugar de tratar la igualdad y la libertad, escribe sobre la «libertad comunicativa»; es decir, la libertad con otros, hacia los otros, de acuerdo con las demandas normativas de la interacción comunicativa: corrección, verdad y veracidad (o sinceridad). En una esfera pública de orientación estatal, los ciudadanos, en cuanto miembros de la esfera pública, tienen la capacidad normativa no solo de cambiar a los representantes y a los cargos públicos, sino también de exigir cambios en la manera en la que se decide lo que es público, cómo se hace público y quién cuenta como parte del público. De hecho, parte de lo que es público, a diferencia de lo que es privado, es debatido por el público, y lo que es público, a su vez, cambia y se extiende con las reivindicaciones normativas propuestas por el público. Llamaré a esto la cuarta dimensión normativa de la esfera pública, es decir, la reflexividad normativa. En otras palabras, el público debe ser capaz de cambiar lo que se considera público, así como las normas y reglas bajo las cuales algo se convierte en un asunto público que concierne a todos.
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Permítaseme detenerme en el análisis de la «más reciente» transformación estructural de la esfera pública estadounidense, sismógrafo y barómetro de las transformaciones a escala global, donde se han dado muchas de las revoluciones en los medios de comunicación de masas y donde han surgido las noticias ininterrumpidas, las redes sociales y los teléfonos móviles. Probablemente, estas revoluciones se remiten a la aparición de la CNN en 1980 y de Fox News en 1996 y su formato de emisión ininterrumpida de noticias durante 24 horas los siete días de la semana.
Con el despegue de las redes sociales y la extensión del acceso a Internet, cinco tendencias, potenciadas por estos canales, convergieron para crear un nuevo fenómeno en la esfera pública estadounidense: los medios burbuja. Estas tendencias fueron: subjetivización, o la idea de que las noticias se hallan en el ojo de quien las porta; manufactura, o la noción de que no son transmitidas, sino producidas, ensamblando ciertas perspectivas con otras; la desprofesionalización del periodismo, que mostró que no se necesita ser un experto para tener una opinión acerca de lo que puede o no puede ser digno de relevancia; la aceptación de un combate agonista: cuanto más rabelaisiano, obsceno, vulgar e indignante seas, más espectadores y más «me gusta» recibirás; y, por último, pero no menos importante, la emergencia de lo que podemos llamar el tiempo digital; es decir, aquel que se adueña del tiempo de la deliberación y ha imbuido al público de un «desorden de déficit de atención digital». El tiempo digital, incidentalmente, es antidemocrático: no es un tiempo de deliberación, sino de reacción visceral. Pienso que este fenómeno es tan importante como la «crisis de legitimación epistémica» que ha traído consigo la producción de desinformación digital.
La lógica desencadenada por la CNN, de la que luego quiso vengarse Fox News, dio lugar a una plétora de canales, en los que el discurso civil no aparecía casi en ninguna parte. Muchos subieron sus mensajes directamente a Internet, donde se crearon un sinfín de sitios de «noticias». La vieja bifurcación de la esfera pública entre medios impresos y televisados dio paso a otro tipo de medio de comunicación: Internet, donde cada gusto político podía tener su propio canal; cada inclinación subjetiva, su propia plataforma. La manipulación política, que permite a los políticos escoger a su electorado, en lugar de a la inversa, fue reflejada y exacerbada por lo que ocurre en las redes sociales: se eligen nuevos canales según el tipo de «noticias» que se desee consumir.
Las redes sociales catalizaron otra revolución tecnológica: el auge de los teléfonos móviles. Introducidos en 1992 por IBM, pero popularizados y completamente digitalizados por Apple en 2007, con el iPhone, han transformado también la política. El smartphone transformó la «primera» pantalla (televisión) y la «segunda» (ordenadores) en una «tercera» (móvil/televisión/ordenador), que se convirtió tanto en un panóptico móvil como en un púlpito viajero con un megáfono.
Esta revolución que ha transformado estructuralmente la esfera pública estadounidense, y probablemente la mundial, permitió la conversión de Trump en tanto que persona en el trumpismo, un fenómeno político global. No es casualidad que sea el primer presidente que se ha beneficiado de capitalizar una esfera pública profundamente fragmentada, con medios burbuja que canalizan intereses ideológicos específicos. También ha sido el primer presidente en conducir su política y hacer anuncios públicos (esto es, administrativos) exclusivamente a través de Twitter, aunque usó programas de televisión para canalizar algunas de sus instrucciones presidenciales.
Las llamadas fake news, es decir, las noticias falsas, ya existían en los medios impresos, pero la aparición de un sinfín de vías virtuales para distribuir «información» produjo una escalada en la producción y diseminación de la desinformación. Otros fenómenos que acompañan a las noticias falsas son la proliferación de teorías conspiratorias. Puede que Trump haya sido el primer «presidente blanco», en la medida en que él llevó a cabo una agenda explícita en cuanto a la supremacía blanca, el racismo, la xenofobia y la antiinmigración, que fue capaz de impulsar por haber sido el primer presidente de las redes sociales y de Twitter. Trump fue el avatar de las redes sociales de la extrema derecha. La analogía más acertada sería decir que es la «tercera pantalla» que puedes encender o apagar: puedes mostrar agrado hacia sus tuits y retuitearlos, o bien mirar para otro lado; puedes girar a la izquierda o a la derecha, como si tan solo fuera una imagen de perfil más en una aplicación de citas. Trump es el epónimo para un nuevo fenómeno: «la agnotología digital», o «las epistemologías digitales de la ignorancia», es decir, la producción digital de déficit epistémicos, incredulidades, burbujas epistémicas e ignorancia autoinducida.
En mi opinión, las redes sociales se han convertido en las nuevas esferas públicas hegemónicas. Son espacios transnacionales, creados por medio de exclusiones y atomizaciones, y no para la deliberación racional; allí el uso público de la razón ni se tolera ni se lo espera. No existe en ellas libertad comunicativa, solo la preferencia por lo más ruidoso, grotesco e irracional. Su intención no es cambiar qué vale como asunto público ni quién es el público, sino reclamar un espacio narcisista aislado para la vanagloria y el resentimiento. Vistas bajo esta oscura luz, las esferas públicas de nuestra era han dejado de ejercer todo poder normativo.
III. Móviles y contrapúblicos de las esferas públicas digitales
Este escenario distópico desolador pretende poner de relieve el presupuesto normativo de la concepción habermasiana de la esfera pública. ¿Poseen aún las esferas públicas los poderes normativos que las convirtieron en origen en un catalizador racional en nuestra sociedad? Antes de responder esta pregunta, necesito confesar algunas dudas acerca de mi esbozo escéptico y distópico. En primer lugar, la esfera pública nunca fue una, sino un conjunto desagregado y disperso de esferas públicas, en el que muchas se articulaban deliberadamente como contrapúblicas. Ya en el siglo XVI las había católicas y protestantes, con sus propios periódicos, editoriales y figuras intelectuales. Después, en la era de la colonización europea y del posterior imperialismo, emergieron públicos coloniales y contrapúblicos. Un ejemplo clásico es el surgimiento de numerosas esferas públicas estadounidenses, que se convirtieron en el foro para escritores como Thomas Paine, Benjamin Franklin y, por supuesto, los federalistas y antifederalistas. Estas esferas públicas revolucionarias y antiimperiales fueron confrontadas por los contrapúblicos «abolicionistas», «feministas» y «sufragistas». En el siglo XVIII y principios del XIX, también asistimos a la emergencia de los contrapúblicos proletarios y socialistas, con sus acentos nacionales o internacionales.
El escenario que he dibujado parece presuponer cierto determinismo tecnológico de estilo heideggeriano, como si las tecnologías mencionadas solo pudieran haber desencadenado los efectos negativos que, de hecho, han traído consigo. Sin embargo, la aparición de Internet, por sí misma, demuestra lo que se ha dado en llamar la «multiestabilidad» de las tecnologías: incluso las creadas para servir a ciertos propósitos terminan utilizándose de maneras insospechadas y revolucionarias. Hay que recordar que se diseñó como un sistema de comunicaciones militar, que después se usó para la investigación científica hasta que, entre las décadas de 1970 y 1980, el ejército y el Pentágono volcaron las «tuberías» de Internet al público para comercializarlas y privatizarlas. Aquí es donde, en lugar de determinismo tecnológico, podemos hablar de determinismo comercial. Ben Tarnoff, en Internet for the People: The Fight for Our Digital Future (2022), documenta que la evolución de Internet debería haber seguido una ruta diferente y cómo, de hecho, pudo hacerlo. El Gobierno de Estados Unidos y el empuje del frenesí neoliberal de los setenta simplemente volcó al sector privado la infraestructura que había construido con gran esfuerzo durante la Guerra Fría, sin proteger los intereses de los ciudadanos, quienes habían costeado el desarrollo y la construcción de esa infraestructura. Como mínimo, el Gobierno debería haberse asegurado de que el público tuviera acceso «libre», como ocurrió con la radio y la televisión, ambas reguladas por la Comisión Federal de Comunicaciones, pero no lo hizo. Por ello, al menos en Estados Unidos, tenemos emisoras nacionales públicas de radio y televisión y la garantía de acceso gratuito a una programación pública. Cuando Internet se entregó al sector público, el Gobierno Federal no exigió acceso libre y abierto. Así que, a medida que Internet se privatizaba y se monetizaba, fue cada vez más difícil regular los contenidos transmitidos a través de los cables cuya instalación habían pagado los ciudadanos. La lógica del mercado tuvo también la consecuencia previsible de que los proveedores de Internet invirtieron allí donde veían fácil obtener beneficios e ignoraron las áreas en las que las expectativas de ingresos no eran tan prometedoras, como las zonas rurales o los barrios pobres de las ciudades. Esta «barrera digital», creada en parte por los gigantes de la comunicación Verizon, Comcast y AT&T, se hizo patente con la pandemia de covid.
Hay tres palabras clave en el léxico de la era digital: tuberías, infraestructura y plataformas. De ellas, únicamente «infraestructura» es una denominación inequívoca. «Tuberías» disimula la diversidad de formas de enlazar nudos en el Internet global: cables de cobre, de fibra óptica, estaciones que envían señales por satélite que después se rebotan hacia la Tierra, módems y rúters y el resto de maneras de conectarse a internet. Al menos en Estados Unidos, muchas de estas tuberías discurren paralelas a la corriente eléctrica. En la mayoría de los casos se usa Internet también para monitorizar y regular la transferencia de electricidad. Este es otro uso secundario inesperado de la inteligente Internet: maximizar la distribución de electricidad mientras se descentra la corriente a fin de volverla menos vulnerable a los choques. Internet es una infraestructura vertical que llega al fondo de los océanos y las entrañas de las ciudades, y horizontal, en cuanto que abarca muchas veces el contorno de la Tierra, a medida que rebota en satélites que brillan en el cielo nocturno como estrellas distantes.
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«Plataforma» es una palabra ubicua en nuestras lenguas vernáculas digitales, sin embargo, quizá no sea la más apropiada: cuando pensamos en una plataforma, imaginamos algo nivelado, liso, desde donde podemos saltar en cualquier dirección. Al igual que un andén, «una plataforma» es un espacio material accesible, abierto y neutral. Pero las «plataformas» de la World Wide Web son cualquier cosa menos abiertas, neutrales o accesibles. En las aplicaciones de las redes sociales no encontramos espacios públicos, sino «muros» o «casilleros» digitales. Este fue el resultado de la lógica privatizadora del Internet originario. La privatización de las tuberías inevitablemente condujo a la de las plataformas. Esto no es determinismo tecnológico, sino lógica capitalista. La acumulación capitalista se basa en la expropiación del trabajo social, convirtiendo la fuerza de trabajo en una mercancía con valor de cambio. El capitalismo digital expropia el capital social digital a través de la privatización tanto de los medios digitales de producción como de los datos digitales que producimos en cuanto usuarios y consumidores digitales. Quizás deberíamos desarrollar la categoría de fuerza de trabajo digital, al igual que hemos desarrollado la de trabajo afectivo o de cuidados. Es interesante ver, además, cómo ambas están conectadas.
Los populismos de las últimas décadas, de derecha y de izquierda, han surgido parcialmente en respuesta a la desindustrialización y la neoliberalización de muchas economías y, al mismo tiempo, han encontrado sinergias e impulso en el capitalismo digital. Por eso deberíamos hablar de un populismo digital o de populismos de los medios sociales de comunicación de masas. Así como el capitalismo digital nos trajo el trumpismo, también ha permitido todos los movimientos de protesta social de las últimas décadas: las revoluciones sociales en Egipto, Turquía, China y, por supuesto, en Estados Unidos, con el movimiento de Occupy, MeToo y Black Lives Matter.
En La era del capitalismo de vigilancia (Paidós, 2020), Shoshana Zuboff muestra los increíbles extremos hasta los cuales el capitalismo digital explora los «humos digitales» y las trazas que dejamos a causa de nuestro uso de Internet. El capitalismo digital se jacta de la monetización de lo que hacemos con, en y acerca de Internet. Lo llamativo es que, a medida que el capitalismo digital monetiza nuestros humos y trazas digitales, estos, a su vez, pueden ser usados con fines beneficiosos, como monitorizar a los grupos de extrema derecha y a los supremacistas blancos. En contraste con el Gran Hermano de Orwell, que siempre está vigilando a Winston Smith (el ciudadano medio), aquí a todos nos vigila un ojo omnipresente y móvil, que observa todo, incluyendo al Big Brother. Se ha producido una horizontalización del poder de vigilancia, que no es ya simple o meramente vigilancia capitalista.
Los smartphones, esa «tercera pantalla» que se convierte en un megáfono social y en un panóptico móvil, se han convertido también, y quizás de manera más importante, en una esfera pública móvil. Con ellos podemos hacer nuestro trabajo, ver series, leer blogs, seguir a nuestros candidatos políticos y optar por participar o no en las contraesferas públicas. El móvil se ha transformado en un arma de resistencia, una herramienta para rendir cuentas y protestar en una era de violencia estatal y policial. Es el ojo de Sauron vuelto hacia el mismísimo Gran Hermano.
IV. La república de los contrapúblicos
Me gustaría culminar estas reflexiones recordando un aforismo de Adorno: «Ninguna historia universal conduce del salvajismo al humanitarismo, pero hay una que conduce de la honda a la bomba de megatones». Yo lo interpreto de dos maneras: en un sentido, dice que no hay un progreso moral que sea seguro y teleológico, como sí lo hay en el desarrollo tecnológico, desde el hacha hasta el rifle de asalto, desde la catapulta hasta la bomba atómica. La segunda manera en la que podemos leerlo es que Adorno sostiene que el progreso tecnológico podría mejorar la condición humana, pero no asegura el progreso moral. De hecho, el progreso tecnocientífico podría llevar a regresiones morales. Las guerras del siglo XX son ejemplos de progreso tecnológico, pero también de regresión moral. Antes intenté mostrar cómo los grandes avances tecnológicos en los medios de comunicación, que trajeron consigo las redes sociales, parecen haber conducido a una regresión en los poderes normativos albergados en las «esferas públicas» de la sociedad moderna. En realidad, lo que quería es plantear una vez más las cuestiones que se preguntaron Jim Bohman y Bernhard Peters, siguiendo la guía de Habermas: ¿cómo han aumentado o disminuido las nuevas tecnologías de comunicación los potenciales normativos de los nuevos públicos mediados por las redes sociales? A partir de Bohman y Peters, como ya hemos visto, se podría definir la/s esfera/s pública/s como un espacio de no exclusión, para la deliberación racional dentro de un espacio de dar y recibir razones que garantiza poderes normativos a aquellos que ejercen su libertad comunicativa, lo cual incluye el poder normativo reflexivo para ampliar qué se considera un asunto público y quién es el público.
Estas características normativas de las esferas públicas no han sido reducidas o eliminadas. De hecho, sucede lo contrario: mientras que las esferas públicas anteriores a la revolución de Internet fueron relativamente excluyentes y aisladas por sus limitaciones técnicas de facto, las nuevas se han vuelto más inclusivas, tanto vertical como horizontalmente, por lo que ahora debemos hablar de «esferas públicas mundiales». A pesar de la creciente fragmentación del público, con la concomitante creación de silos y cámaras de eco, el nuevo Internet continúa siendo un espacio de deliberación. La proliferación de blogs solo ha aumentado el vocerío de las esferas públicas. Otra dimensión saludable de los nuevos públicos mediados socialmente es lo que llamaré una horizontalización de la autoridad epistémica a lo largo de muchos públicos, con la emergencia del llamado «ciudadano científico», que comparte sus descubrimientos, observaciones y experimentos con un público cada vez mayor. Finalmente, las esferas públicas que surgieron durante las revoluciones burguesas del siglo XVIII se dirigían, en parte, a la «domesticación» del poder político, volviéndolo más transparente y responsable. Los nuevos públicos mediados por las redes sociales están produciendo gobiernos cada vez más responsables, menos secretos y opacos. Junto a ellos, la reflexividad normativa se ha profundizado con las redes sociales, y se ha ampliado de manera evidente la discusión sobre qué es lo público y cómo se convierte en público (creando públicos cada vez más diversos). No creo que esta sea una visión utópica de las nuevas esferas públicas en la era de Internet. Sin embargo, deberíamos ser capaces de arrancar la flor de la razón pública de entre el enredado matorral, cacofónico y espinoso, de las nuevas redes sociales.
14.12.22
PARTICIPAN EDUARDO MENDIETA • RAMÓN DEL CASTILLO
ORGANIZAN DPTO. DE FILOSOFÍA / UNED • DPTO. DE HUMANIDADES (FILOSOFÍA, LENGUAJE Y LITERATURA) / UC3M • PENN STATE UNIVERSITY • CBA