Godard, presente
En su monografía Nul mieux que Godard, Alain Bergala, entre otras cosas editor de la obra escrita de Godard, compara la tarea del crítico con estar en la popa de un barco observando la estela que deja en el mar y tratando de adivinar a partir de esa estela la trayectoria que el barco/cineasta va a adoptar a continuación. Imposible en este caso, dice, porque Godard es imprevisible, pero sí se puede encontrar la coherencia a posteriori. Curiosa metáfora, pensé al leerlo, aunque en un primer momento me atrajo tal cual y después me pareció más bien sintomática de las limitaciones de una determinada manera de hacer crítica. ¿Qué hace el crítico en la popa, desde donde no se ve nada? ¿Qué demonios hace Bergala ahí, justamente él, que nos ha dado toda la envidia del mundo contando en entrevistas que ha asistido a varios de sus rodajes? ¿Por qué no se visualiza en la proa, oteando el horizonte, siguiendo el rumbo y no la estela?
Abandonar la popa, claro, es dar la espalda a lo aprendido durante años, renunciar a lo que te nombra como experto, y eso duele, supongo. Quedarnos en la popa nos nombra guardianes de una estela que, en cualquier caso, se está disolviendo irremediablemente. Si aún la percibimos con claridad, no es gracias a nuestra agudeza visual, sino a la velocidad que el cineasta imprime al barco. Ir en la proa, en cambio, es ser cómplice de la aventura, perder la «distancia» crítica, comprometerte y eso, en la vida y en el amor, da miedo, supongo.
Fuimos grumetes entusiastas y leales en ese barco, durante un breve tiempo, durante unos años vividos en la ebriedad de la revelación continua, antes de atrevernos a gobernar nuestra barquita. Y aprendimos cada una, supongo, lo que queríamos aprender, lo que habíamos ido a buscar.
Godard nos abrió la posibilidad y el vértigo de pensar con imágenes. Entre «pensar» e «imágenes» se pueden colocar muchas preposiciones: pensar en, sobre, desde, para, entre imágenes, y todas ellas pueden aludir a distintas modalidades más o menos dignas de eso que, en general y por resumir, llamamos hacer cine. Pero pensar con imágenes, a diferencia del resto de preposiciones, no es un trabajo de traducción de un pensamiento más o menos articulado, al modo occidental clásico, con sus hipótesis y sus conclusiones, verbalizadas o por escrito. Las imágenes aquí no son, como tantas veces, metáforas, ilustraciones o ejemplos, sino que son la materia misma del pensamiento. No son el resultado de un proceso ajeno a ellas (no son une image juste). Ese con modifica radicalmente el significado tanto de «pensar» como de «imágenes».
Esto es algo que Godard dijo y practicó toda su vida. Pero tuvimos la suerte de que, justo cuando caminábamos a su lado, hizo las Histoire(s) du cinéma, donde nos mostró cómo, con qué y con quiénes lo hacía. Ni enciclopedia ni monumento: las Histoire(s) son la epistemología de Godard. El cine, nos dice, creó y crea imágenes que piensan. La imagen que piensa no es estática, no es simple, no es silenciosa. No es ni siquiera el plano o la secuencia, estos son parte de sus componentes. La imagen que piensa es una constelación benjaminiana, es un relámpago en el que se combinan muchas cosas: un plano cinematográfico, el movimiento de un cuerpo ralentizado hasta que duele, una melodía que no nos sacamos de la cabeza, la noticia de una guerra actual y el reflejo de una guerra antigua, un color restallante, el título de un libro que leímos en la infancia. Y parte de la imagen es también el gesto de formarla y la resonancia emocional de cada elemento, su genealogía, colectiva o personal. Las secuencias de Histoire(s) du cinéma, con su concentrado de información, a veces no relevante, y de emoción siempre relevante, con sus distorsiones y fundidos, con sus repeticiones e insistencias, puntuadas por la mirada ávida de Godard, por los engranajes de la moviola, por el staccato de la vetusta máquina de escribir eléctrica, nos ofrecen la demostración de un pensamiento en marcha y la oportunidad de pensar con él.
Descubrimos que pensar es un acto físico, material. Que se piensa con las manos, con los dedos que escriben, con las manos que cortan el celuloide, que hojean las páginas, que detienen o ponen en marcha el reproductor; con el ojo que mira y el oído que escucha. Que se piensa con el cuerpo que resiente las emociones, que llora, que se queda paralizado o al que le entran ganas de bailar. Se piensa hablando, escribiendo, rodando, dibujando, caminando, borrando, montando, superponiendo.
Pero, sobre todo, descubrimos que lo importante, lo verdaderamente importante, es el con. La imagen es ya un agregado de emociones y recuerdos. Pero una imagen (juste une image) necesita otra, del mismo modo que un color siempre necesita otro, aunque esté fuera del cuadro, que una palabra necesita otras, aunque se elidan. Se piensa siempre con al menos dos, como conversan al menos dos, como se trabaja, se lucha, se ama con al menos dos. Natalia suele decir que, si hay una nostalgia en Histoire(s) du cinéma, es la del cine como un lugar en el que estar con las películas en compañía, es la de los amigos perdidos con los que se podía conspirar. Dice que Godard hizo las Histoire(s) para poder seguir esa conversación, para buscar interlocutores. Y ahora, mientras escribo esto, entre las formas y sonidos que me revolotean en la cabeza, amagando imágenes que trato de traducir en palabras, suena una frase de mi infancia católica, que igual no le parecería demasiado impertinente a un Godard, que recurría con cierta frecuencia a los evangelios: «Donde dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré».