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"La única vía para la reconstrucción es la inversión en inteligencia"

Gilles Lipovetsky
© Fronteiras do Pensamento / Greg Salibian, CC BY-SA 2.0

El pasado enero, durante la séptima edición de La Noche de las Ideas, el Instituto Francésde Madrid y el CBA congregaron a pensadores, escritores, artistas y ciudadanos para reflexionarsobre la necesaria reconstrucción de nuestras sociedades. En Minerva recogemos la intervencióndel filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky, un intelectual clave de nuestro tiempopor su afilado análisis crítico de la hipermodernidad (Gustar y emocionar. Ensayo sobre la sociedadde la seducción es su último libro traducido al español), que estuvo conversandocon el periodista de El País, responsable del suplemento Ideas, Joseba Elola. 

Reconstrucción y crisis climática

El tema de la reconstrucción nos atañe a todos, pues está presente en nuestra cotidianeidad. De especial manera, nos incumbe la reconstrucción climática. En ese sentido, estamos viviendo el verdadero fin de siglo. Yo no soy catastrofista, no me gustan los intelectuales apocalípticos porque considero que el suyo es un pensamiento publicitario, pero creo que en este caso debemos estar muy atentos a las alertas que nos llegan desde los años noventa sobre los peligros a los que nos enfrentamos. De momento son limitados, pero, si no actuamos, quizá no llegue el apocalipsis, pero sí que nos veremos abocados a desastres en cadena que conducirán al empobrecimiento de millones de personas en el planeta, a movimientos migratorios, a conflictos muy profundos. Que los jóvenes concienciados con estos problemas se movilicen o que haya empresas transformando sus sistemas de producción son señales positivas. También lo son las manifestaciones contra el cambio climático o las conferencias internacionales por el clima, aunque estas últimas revelan una falta de consenso entre los países. La última Cumbre del Clima [se refiere a la COP26, de 2021; la cumbre de 2022 tuvo lugar meses después de la participación de Lipovetsky en La Noche de las Ideas] ha nacido sobre un fracaso, pues no hemos sido capaces de detener el aumento de la temperatura planetaria, que ya ha ascendido un grado y medio, y no sabemos qué ocurrirá en los próximos diez años. Por tanto, es necesario que actuemos.

Las medidas que se deben tomar para la reconstrucción no afectan únicamente a los consumidores: no basta con que decidan no coger aviones o no comprar moda, por ejemplo. Estas medidas individuales no están a la altura del problema planetario. Actualmente, billones de personas viven con dos o tres dólares al día. En ese contexto, hacer apología de la reducción de las necesidades, de la simplicidad en el estilo de vida, puede ser un objetivo noble para los privilegiados, pero no es válido para el resto del planeta. La única vía que veo para la reconstrucción es la inversión en inteligencia. Creo más en la inteligencia que en la moral, aunque sé que no es un pensamiento acorde a los tiempos. Hoy gustan mucho las cruzadas morales, pero, a mi juicio, son completamente idealistas. No bastan para cambiar el comportamiento de la gente. Se han realizado diversos estudios por los que sabemos que, si se diera una suerte de conversión radical, casi monástica, de los consumidores, la huella de carbono se reduciría un 20%, que no es poco, pero no basta para frenar el cambio climático.

Hacen falta medidas más amplias, a otras escalas; sin embargo, no existe consenso en el campo de la política. China, por ejemplo, no quiere frenar su economía. El régimen chino teme por su supervivencia, por sus privilegios, y ha hecho una especie de pacto tácito: restringimos libertades, pero aumentamos el bienestar. Los dirigentes chinos no están preparados para frenar las emisiones de carbono que genera su país y nuestra capacidad de presión es muy débil: no vamos a declarar la guerra a China... Entramos ahí en una situación que escapa a nuestro control. Esta incertidumbre explica que en los países occidentales mucha gente crea en sus acciones individuales, porque eso les da un sentido. Y es verdad que da sentido, que aporta certeza, pero no es suficiente. Ir en bicicleta al trabajo está bien y es bueno para la salud, pero ¿quién lo puede hacer? El que vive a treinta kilómetros de su lugar de trabajo desde luego que no.

Los actores de la reconstrucción deben ser los políticos, por supuesto, los Estados, los consumidores, la sociedad civil, pero también las empresas. Hace falta que se hagan cargo de sus responsabilidades planetarias; además, es bueno para su imagen. Y existe otro actor muy relevante: las élites técnicas. Hay que dejar de demonizarlas y de denunciarlas; los ingenieros y los investigadores que encuentran formas de obtener energías renovables, por ejemplo, son esenciales en la reconstrucción. Si no existen esas élites de la inteligencia, estamos abocados a chocar contra un muro. Nada se hará sin ellas.

Individualismo

Mi sensación es que la crisis pandémica no cambiará absolutamente nada sobre la dinámica de la individualización. Es una dinámica secular: nació en el siglo XVI con el protestantismo y empezó a crecer con las transformaciones económicas, con el mercado, con las revoluciones democráticas y, a partir del siglo XX, con el consumo de masas. Y no ha dejado de ir a más.

La pandemia detuvo ese avance de la autonomía, pero es algo temporal. El confinamiento obligaba a quedarse en su casa, lo que supuso un freno a la autonomía de los individuos. Se aceptó por razones cívicas, pero solo porque había algo exterior que era determinante: la seguridad y la salud. Si aceptan las medidas que frenan su autonomía es porque consideran que la seguridad es más importante que la libertad de movimientos durante un tiempo limitado. Es algo parecido a cuando cogemos un avión: no es agradable que te cacheen, que te pidan que enseñes papeles todo el tiempo, pero es preferible eso a que un avión explote. Aunque la emancipación del individuo es capital para la dinámica de la modernidad, lo cierto es que hay otros ideales, como el de la seguridad, el ansia por querer vivir seguros. La pandemia ha dado un relieve extraordinario al miedo, y el miedo frena los movimientos de autonomía. En cualquier caso, no hemos conocido pandemias eternas, no las hubo en la Edad Media ni antes…

Estoy convencido de que la dinámica de individualización va a continuar exactamente igual que antes de la pandemia; es más, pienso que se va a acentuar, fundamentalmente, en el ámbito del trabajo. Debido a la crisis pandémica, en los países desarrollados se ha dado un auge del teletrabajo, que ha llegado a ser obligatorio y ofrece más autonomía a los individuos. El management clásico sigue pensando que a los asalariados hay que controlarlos, pero eso es algo arcaico. El management del futuro debe dar autonomía a la gente y juzgar a posteriori, porque hacerlo a priori responde a razones puramente burocráticas. Numerosos análisis muestran que dar libertad a los asalariados aumenta la productividad y no al contrario. No creo que el futuro sea de teletrabajo absoluto, porque la empresa debe transmitir unidad, crear imagen, etc., pero cabe imaginar formas mixtas.

En mi opinión, la crisis pandémica no va a cambiar las pasiones individualistas por la felicidad y el consumismo, en absoluto. Pienso que el consumismo es una de las vías que conducen a la felicidad; es una dinámica que se inscribe en las transformaciones de las sociedades modernas que buscan vivir el ahora y no la conquista del paraíso. Esto no quiere decir que la gente sea atea, sino que quiere vivir bien. Antes la tierra era un valle de lágrimas y uno aprendía a adaptarse, pero ahora la gente quiere bienestar. Nunca ha habido un retroceso en la búsqueda de la felicidad, al contrario; siempre crece. Lo vemos, por ejemplo, con la crisis de la inflación: la gente tiene miedo a perder su poder adquisitivo, a no poder ir de compras, de vacaciones, al parque acuático… Las aspiraciones no han cambiado en absoluto, permanecen idénticas a las de antes de la pandemia. Y esto ocurre por razones de fondo, porque el consumismo es lo que nos permite acceder a novedades y consolarnos por un sinfín de cosas.

Sin embargo, la dinámica de la individualización no atañe solo a los consumidores; de hecho, estos ni siquiera son la pieza más importante. La gente quiere ser dueña de su propia vida, quiere ser poseedora de su condición de existencia privada. Fenómenos como #MeToo muestran que las mujeres ya no están dispuestas a soportar lo que pueda romper su autoestima, y tienen razón. El hecho de que denuncien los ataques constantes de sus superiores forma parte de la búsqueda de bienestar; es una de las formas que adopta hoy la dinámica del individualismo. Ahora la gente quiere felicidad y quiere ser autónoma, y tienen razón en su búsqueda, pero cuando esta lógica se convierte en algo extremo, cuando predomina en exceso, va en detrimento de las obligaciones y los compromisos colectivos. Ser autónomo conlleva tener más obligaciones. Podemos tener derechos a condición de cumplir con los compromisos colectivos. Esto nos lleva de nuevo al tema de la reconstrucción: no podemos pensar que tenemos derecho a hacer todo lo que nos plazca. Por ejemplo, es inaceptable que la gente vaya con sus todoterrenos contaminando la atmósfera. Es lógico, por tanto, que el Estado haga prevalecer imperativos colectivos. Pero ahí reside el problema: ¿cómo hacer prevalecer los deberes colectivos en una sociedad guiada por la individualización?

© Fronteiras do Pensamento / Luiz Munhoz, CC BY-SA 2.0

Seducción y autorrealización

En las sociedades liberales, la sociedad de consumo ha sido reestructurada a partir del paradigma de la seducción. Como digo a veces de broma, el mayor seductor del mundo ya no es don Juan, es el capitalismo de consumo, que es un sistema de tentaciones. Nos tientan continuamente, porque hay que vender, hay que seducir a billones de consumidores en todo el planeta, mientras que don Juan solo seducía a unas cuantas mujeres en Sevilla...

Al mismo tiempo que el capitalismo abre enormemente el campo de la seducción, las fuerzas del mercado hacen que todos seamos seducidos por lo mismo, y esto es problemático. Un ejemplo son los blockbusters americanos, que congregan al 80% del público que va al cine. No digo que no sean películas de calidad, pero existe una producción ingente de cine en todo el mundo que no llega a las salas; esas películas están asfixiadas por el poderío de los productores estadounidenses. En casos como ese, la seducción es reductora. Otro ejemplo muy interesante lo encontramos en las cifras de plataformas musicales como Spotify, donde se nos ofrecen tal cantidad de canciones —aproximadamente cuarenta millones— que ni a lo largo de toda la vida tendríamos tiempo para escucharlas todas. Por derechos de autor, Spotify solo paga el 0,1% de esa gran masa. Es un claro ejemplo que confirma la expresión inglesa «the winners take all» [el ganador se queda con todo]. Así es como el universo de la seducción se ve empobrecido.

Debemos desarrollar nuevas perspectivas de reconstrucción que vayan más allá del consumismo. Esa es la gran tarea que tiene por delante la educación. La función de la escuela democrática no se limita a enseñar a leer, a escribir y a contar. Si existe un ideal superior de la escuela democrática es contribuir a que las personas desarrollen sus potencialidades, y no solo como productores o consumidores, sino como seres humanos con anhelos de expresión y de hacer cosas que les gustan. No solo disfrutamos comprando marcas. Si fuera así, sería muy triste. Como saben, si les damos lápices, los niños dibujan. A todos los niños les gusta dibujar, sin embargo, a partir de una cierta edad dejan de hacerlo. A todos los niños les gusta bailar y cantar, pero, luego, cuando somos adultos, ya no nos atrevemos a hacerlo, excepto cuando vamos al karaoke. La escuela democrática no debería considerar la enseñanza artística algo secundario: es un puntal básico para el desarrollo del ser humano y, sobre todo, para sus posibilidades de autorrealización, para que pueda hacer en su vida cosas que le gusten: cantar, hacer vídeos, fotografía… Cuando hablo de educación artística me refiero a la práctica artística, no a cursos teóricos. El desarrollo de esos intereses ayudará a que el consumo no se convierta para ellos en el nuevo dios, en un fetichismo.

Durante esta crisis me ha producido cierta tristeza el hecho de que solo se hablara de de la pandemia. Sartre escribió El ser y la nada en 1943, es decir: en plena Segunda Guerra Mundial el existencialismo lanzó unas propuestas metafísicas muy complejas acerca de la autenticidad, la muerte, la libertad... Sin embargo, hoy todo ha sido comido por el miedo, por la búsqueda de seguridad. La gente es cautiva de Netflix porque no hay nada más. Si no se puede ir a trabajar, salir a un restaurante o viajar, ¿qué nos queda? Quien no sea pianista o dibujante, es un consumidor. No lo digo como crítica a los consumidores, criticarlos es demasiado fácil. Además, siempre parece que lo de los demás no está bien, mientras que lo nuestro, lo de los intelectuales, sí lo está, cuando la realidad es que los intelectuales no somos mejores que los demás. Lo que quiero señalar es que si la gente se entrega a consumir es porque no la han formado. Esa es la responsabilidad que tiene hoy día la escuela democrática: dar a los jóvenes herramientas y recursos con los que pensar el mundo. La cultura y el arte no son secundarios, sin ellos solo producimos consumidores y productores. ¿Es este es el ideal democrático? ¿Es este un ideal humanista? Yo creo que no.

LA NOCHE DE LAS IDEAS (RE)CONSTRUIR JUNTOS
27.01.22

PARTICIPAN JOSEBA ELOLA • GILLES LIPOVETSKY
ORGANIZA CBA • INSTITUT FRANÇAIS DE MADRID