Trece piezas para completar el puzle de la desigualdad
Minerva, con la colaboración de Manuel Romero, investigador en el IECCS y uno de los coautores de este reportaje, ha pedido a una serie de profesores, politólogos, activistas, escritores y expertos en distintos ámbitos que aborden a través de textos breves algunas de las dimensiones en las que se declina la desigualdad social. Comenzamos por el texto que han escrito los coordinadores del curso Las desigualdades: una introducción transdisciplinar, Berna León, Javier Carbonell y Javier Soria-Espín, y continuamos, por orden alfabético, con las distintas piezas de un rompecabezas que, al juntarse, ofrecen una visión global del reto al que nos enfrentamos si, como sociedad, queremos seguir luchando por el viejo –que no gastado– lema de la Revolución francesa.
Desigualdad y meritocracia
Berna León | Javier Carbonell | Javier Soria-Espín
Nuestras actividades de investigación y divulgación en torno a la desi-gualdad, entre las que se cuenta la coordinación del curso que da origen a este dosier, culminaron en Future Policy Lab, un think tank que impulsamos con el objetivo de replantear el debate sobre la desigualdad en nuestro país. El proyecto comenzó precisamente con el informe Derribando el dique de la meritocracia, coordinado por Borja Barragué y del que los tres fuimos coautores. Al publicarlo, dimos un golpe al avispero mediático, situando –y cuestionando– la meritocracia como principio de justicia en el centro del debate político y periodístico. El informe puso de relieve dos realidades: en primer lugar, el hecho de que, a nivel descriptivo, en nuestro país es imposible hablar de meritocracia, puesto que el 65% de la riqueza se explica por herencias; en segundo lugar, que, incluso si empíricamente hubiera mayor movilidad social, a nivel prescriptivo resulta injusto legitimar desigualdades de riqueza con base en el mérito, ya que las capacidades que poseemos se derivan fundamentalmente de dos loterías: la natural (una serie de capacidades cognitivas o físicas de nacimiento y, por tanto, inmerecidas) y la social (en qué familia naces y creces, también inmerecido). Por ello, en el informe sugerimos superar las recetas para la igualdad de oportunidades basadas en la educación y empezar a hablar de riqueza. Por ejemplo, proponemos una herencia universal que cada español reciba al cumplir la mayoría de edad. Si bien eso no garantizaría una igualdad de oportunidades total, sí garantizaría que todos tuvieran, al menos, una oportunidad.
Sin embargo, estas ideas generaron una ristra de críticas en redes sociales, comentarios en televisión y columnas de opinión en los principales periódicos del país. ¿Por qué resulta un tema tan espinoso? Podemos distinguir tres críticas: aquellas que cuestionaban los planteamientos empíricos del informe y negaban que no hubiera meritocracia en España (procedentes fundamentalmente de entornos de la derecha), aquellas que no negaban esta realidad, pero criticaban el dejar atrás el ideal de meritocracia (procedentes del centro) y quienes criticaban las propuestas como insuficientes (procedentes de la extrema izquierda). En este artículo respondemos a las tres.
La respuesta más clara es a la primera crítica, puesto que esta no es menos que terraplanismo económico: toda la literatura académica sobre movilidad intergeneracional demuestra que, en aquellos países para los cuales disponemos de evidencia empírica, el ingreso de los hijos está positivamente correlacionado con el de los padres. En el contexto español, en nuestro informe se documenta que hay diferencias de hasta 23.000 euros entre el ingreso medio alcanzado por los hijos de las familias más ricas y las más pobres cuando estos son adultos jóvenes entre 30 y 36 años. Si nos centramos en la probabilidad de acceder a la élite económica (definida como llegar a estar en el 1% más rico de ingresos), este mismo informe muestra que es 24 veces más fácil acabar en el 1% viniendo de una familia del percentil de ingresos más alto en comparación con proceder de una familia del decil más bajo. Por otro lado, los datos demuestran que en España tampoco hay meritocracia en el sistema educativo, uno de los vectores clásicos del ascenso social. En concreto, según el informe PISA 2018, a igualdad de competencias, es cuatro veces más probable repetir curso viniendo de entornos familiares desfavorecidos que viniendo de una familia con buena posición socioeconómica. En resumen, como a menudo recordamos desde Future Policy Lab, es importante remarcar que no negamos la existencia del mérito, sino que advertimos, simplemente, que el mérito y el esfuerzo no se recompensan a todo el mundo por igual.
La meritocracia como ideal tiene numerosos problemas (no existe una definición objetiva de mérito, no se pueden igualar los resultados de la lotería natural, etc.), pero el mayor es que históricamente se ha usado para legitimar las desigualdades. De hecho, como muestra el sociólogo Jonathan Mijs, a medida que ha aumentado el nivel de desigualdad de las sociedades occidentales, ha crecido también la creencia en la meritocracia. Esto se debe a que la meritocracia individualiza el fracaso y el éxito. Es decir, juzga a los individuos como únicos culpables de su fracaso y a los exitosos como los únicos responsables de sus logros. Lo que hace la creencia en la meritocracia es ocultar que la mayoría de las desigualdades entre personas se producen por razones ajenas a su control. La meritocracia solo considera que se han esforzado los exitosos y oculta el esfuerzo diario de millones de personas contra unas circunstancias sociales desfavorables. Por eso es necesario colectivizar las experiencias de todos y entender, por ejemplo, que la falta de trabajos decentes no es culpa de la falta de esfuerzo de algunos, sino de la evolución de la economía moderna. Resulta fundamental poner el foco sobre los factores estructurales que afectan a nuestras vidas. La buena noticia es que, a través de la movilización social y una política activa del Estado, las circunstancias sociales pueden cambiar. El informe propone arrebatarle las ideas del reconocimiento del esfuerzo y del ascenso social a la meritocracia. Si de verdad queremos ascender socialmente, debemos hacerlo todos juntos como sociedad, no de manera individual.
Por último, las críticas que presentaban nuestras propuestas como insuficientes son serias, pero ignoran una realidad: una política solo es posible si cuenta con el respaldo de una mayoría social. El rol esencial de este informe en casi su año de vida ha sido replantear los mismos términos y límites del debate sobre la meritocracia, abriendo la caja de herramientas posibles para avanzar de la educación a la redistribución de la riqueza. Habrá a quien introducir una herencia universal le parezca insuficiente en comparación con, por ejemplo, socializar los medios de producción o dejar atrás la educación burguesa. Son críticas serias e importantes. Sin embargo, consideramos que es mejor tomar una política como la herencia universal (introducida, brevemente, en países democráticos como Reino Unido) que pueda conectar con las intuiciones de justicia de la mayoría de un país, al mismo tiempo que es respaldada por algunos de los mejores economistas del mundo, y que, por tanto, podrían ser una realidad en menos de una década, en lugar de insistir en soluciones maximalistas que serían prácticamente imposibles de alcanzar. En otras palabras, dejar atrás la comodidad del maximalismo para entrar en el debate técnico –pero real– de las políticas públicas.
En definitiva, los críticos con la meritocracia no son contrarios al mérito o al esfuerzo, sino a la creencia equivocada de que se premia por igual el esfuerzo de todos. Lo que los guía es la convicción de que todo el mundo merece un trabajo decente.
Desigualdad e infancia (o cómo se dibuja un pobre)
María Álvarez
Además de alegrarnos la infancia, Gloria Fuertes tuvo a bien enseñarnos a dibujar muchas cosas. Así, sabemos cómo se dibuja un niño (con cariño) o una señora (mucho pelo, mucho moño, ojos, cejas y un retoño). Pero nadie nos ha enseñado bien a dibujar un pobre.
Piensas en un pobre y te viene a la cabeza un señor mayor, mal vestido, mal afeitado, pidiendo en la calle con un vaso de cartón y una mirada triste. No es trivial, porque la imagen que tenemos de la pobreza conforma después un relato moral que genera consensos y disensos sobre el gasto público y la redistribución de la riqueza, entre otras cosas.
En realidad, la mayor parte de la pobreza no es así. En realidad, la práctica totalidad de las personas en riesgo de pobreza en España hoy tienen casa: son la mitad de las personas que vive de alquiler. Y trabajan. A menudo en trabajos por horas mal pagados. Dedican en torno al 50% de la renta familiar a pagar viviendas con un mal aislamiento térmico y poco eficientes y, por ese motivo, les queda muy poco para nada más.
Y tú todos los días te los cruzas por la calle, sin saberlo, porque nadie te ha enseñado a dibujar bien un pobre. ¿Sabes cuál es el primer factor para predecir si una persona es pobre? Ser niño. En España, los menores de dieciocho años tienen la tasa de exclusión social más alta de todos los grupos de edad: uno de cada tres está en riesgo de pobreza; uno de cada diez sufre pobreza severa. De entre todos los niños, los de familias monomarentales revientan las estadísticas. La mitad de los hogares monomarentales son pobres. Es tan escandaloso que el primer indicador de riesgo para que una mujer se encuentre en riesgo de exclusión no es tener menos estudios, no es caer enferma, no es trabajar menos horas. El mejor predictor de si una mujer entrará en bancarrota en el futuro es si es madre. El riesgo de pobreza de las mujeres sube cuando tienen hijos, y sube más con cada hijo que tienen.
¿Cómo se dibuja un pobre hoy? Imagínate a una mujer de treinta y tantos, madre sola, que hace malabares con varios trabajos entre la hostelería y la limpieza de casas por horas para pagar un alquiler desorbitado; que todos los días se arregla para que no se le note. Imagínate a un niño que casi no ve a su madre, que pasa la mayor parte del tiempo con los abuelos, o con sus hermanos mayores, o con quien se pueda. Esa es la verdadera cara de la pobreza hoy.
¿Cómo puede ser que esas mismas personas sean las que menos transferencias de renta pública perciben? España es uno de los pocos países de la UE que no cuenta con ayudas universales para las familias con hijos, mientras que las ayudas existentes, como las bajas de maternidad o las deducciones del IRPF, siguen vinculadas al empleo. Porque no nos han enseñado bien a dibujar un pobre.
Desigualdad y predistribución (o cómo construir igualdad sin espantar al electorado)
Borja Barragué
Es difícil decir algo sobre la desigualdad que no haya sido repetido mil veces desde la crisis de 2008. Aunque no era así hace apenas veinte años, hoy sabemos que las sociedades con niveles elevados de desigualdad económica son también aquellas en las que existe una mayor incidencia de fenómenos como la polarización política, los embarazos juveniles, la obesidad, la drogadicción, la mortalidad infantil, la población encarcelada, los homicidios, los problemas de salud mental… Y todo ello sin ninguna evidencia de que promueva el crecimiento económico, que era el argumento esgrimido por quienes se oponen a las políticas de redistribución.
El hecho es que desde mediados de la década de 1970 la desigualdad está aumentando en muchos países, y está relacionada con fenómenos económicos, políticos y sociales que nadie, ya sea votante del PP o de Podemos, razonablemente desea. Este consenso acerca del diagnóstico sobre la desigualdad, que se puede leer en artículos científicos, informes de organismos internacionales o semanarios económicos, desaparece, en cambio, cuando hablamos de las medidas para evitar sus efectos más negativos. A pesar de que la pandemia ha revelado la necesidad de revisar las reglas fiscales y abandonar su rigidez, los programas económicos de los partidos de derecha y centroderecha en España siguen pivotando alrededor de una promesa electoral: las rebajas de impuestos. La retórica de la oposición a la política impositiva ha tenido tanto éxito en las democracias occidentales que la única forma que encuentran los partidos de izquierda a la de defender una subida de impuestos cuando gobiernan es decir que será «solo para los ricos». Sabemos, sin embargo, que para reducir las desigualdades educativas hay que invertir en escuelas infantiles y, más en general, en educación; paliar las enfermedades mentales requiere invertir en sanidad; luchar contra la drogadicción exige invertir en asistencia social, etc. Los impuestos son el combustible que alimenta las políticas redistributivas tradicionales de los estados del bienestar, de manera que o subimos los impuestos o estamos condenados a tasas aún mayores de desigualdad. Si esto fuera todo, los partidos políticos y los movimientos sociales que han puesto la igualdad en el centro de sus demandas políticas lo tendrían crudo, porque los impuestos son un producto electoral de dudoso atractivo. Afortunadamente, esto es solo una parte de la historia.
En el nivel de desigualdad de un país juegan un rol clave las normas que regulan el acceso a la vivienda, a la educación o a la atención médica. Es decir, normas que no regulan ni los impuestos ni las prestaciones sociales. De hecho, algunas investigaciones recientes han encontrado que las políticas predistributivas, entendidas como la arquitectura institucional que determina el grado de desigualdad antes de impuestos y transferencias, son más explicativas que la redistribución fiscal el grado de desigualdad después de impuestos y transferencias. Dicho de otra forma: es posible reducir la desigualad sin tocar los impuestos.
Hoy se reconoce ampliamente como un mito ese fundamentalismo de mercado según el cual los mercados funcionan tan bien que la mejor decisión que puede tomar el Estado en materia económica es no hacer nada. Lo que se necesita ahora es desvelar como mito la idea de que la desigualdad solo depende de las normas que regulan los impuestos y las transferencias. De esta forma, podemos construir igualdad sin necesidad de espantar a los electores: es hora de que la predistribución se vuelva mainstream.
Desigualdad y salud
Marta Carmona Osorio | Javier Padilla Bernáldez
La señora que se baja en la parada del metro de Usera (Madrid) va a vivir menos que la que se baja en la de Retiro. No es así determinísticamente, pero sí es así. De todas las formas que toma la desigualdad, la de la esperanza de vida es la que muestra de manera más sencilla cómo la distribución de los bienes, los derechos y las capacidades dejan huella sobre los cuerpos. Más allá de eso, la desigualdad también es que los pobres fumen más, que las mujeres consuman más ansiolíticos, que ellos se suiciden más y ellas lo intenten con mayor frecuencia. También que los mayores que vivían en residencias gestionadas por fondos buitres tuvieran más probabilidad de morir allá por 2020 que los que estaban en residencias de gestión pública.
Ante esto hay a quien se le ocurre diferenciar entre los problemas de salud «sociales» y las «enfermedades de verdad que nos igualan a todos». Un cáncer que debuta en estadio metastásico, un hijo con un grave trastorno generalizado del desarrollo, un Parkinson. Existen prácticamente las mismas probabilidades de que cualquiera de ellas aqueje a una persona pobre o a una rica, pero incluso cuando la fisiopatología es igual para pobres y para ricos, hay una diferencia abismal entre tener una enfermedad degenerativa si vives en un cuarto sin ascensor o si vives en una casa accesible. Una enfermedad debilitante se hace mucho más cuesta arriba si la única opción de cuidado recae sobre algún familiar (generalmente una mujer) que ya no volverá a tener un minuto libre y verá poco a poco como cuidarte sin otros apoyos le afecta a los hombros, las lumbares, el ánimo.
Existe una fantasía colectiva de que en caso de enfermedades graves se despliega una miríada de recursos públicos, ayudas a domicilio, residencias de entrada inmediata, prestaciones económicas, etc. Lo cierto es que las escasas ayudas a las situaciones extremas de deterioro de la salud o la gran dependencia son lentas, arduas de conseguir y muy insuficientes. Así, la calidad de vida de las personas afectadas por una patología grave y deteriorante, al igual que la de las personas de su entorno, depende de forma directa de su poder adquisitivo. Esta diferencia se observa con mayor crudeza en aquellas «elecciones voluntarias» que afectan a nuestra salud: la apertura de casas de apuestas junto a centros educativos en los barrios más castigados socioeconómicamente, cadenas de comida basura como opción de ocio más asequible para muchas familias, etc.
Décadas de un relato acerca de la importancia de los «estilos de vida» como clave fundamental para entender la salud encuentran su máximo exponente cuando abrimos Instagram y encontramos a una médico influencer asegurando que su salud es una combinación de buena genética y buenas decisiones, mientras ignora por completo toda determinación social de la salud y comercializa y promociona formas de estar «tan sana como ella». Frente a esta idea falsa y tremendamente comercializable de la salud como algo que puede entenderse meramente desde lo individual y las decisiones personales necesitamos entender la salud en clave de sociedad. El hecho de que la desigualdad sea el sistema, y no uno de sus subproductos defectuosos, hace que las desigualdades se manifiesten en todos los eslabones de la cadena que determina nuestra salud: las condiciones de nuestra vivienda, el acceso al sistema educativo, la comida que consumimos o la relación con nuestros jefes. Las políticas dirigidas a disminuir la desigualdad social y económica son aquellas que se dirigen a mejorar la salud de la población.
Desigualdad entre animales (microdiálogo)
Ernesto Castro
En un piso de Lavapiés, una gata de derechas persigue a un ratón cuir. Corren alrededor de la mesa del salón, entre latas de cerveza semivacías, quemadores de incienso a rebosar de ceniza, una colección dispersa de satisfyers y manchas de café sobre la tarima flotante, hasta que la gata arrincona al ratón contra la pared, bajo un póster de PETA y fotos de Greta Thunberg.
Ratón (desesperado): No me comas, por favor. Yo también siento placer y dolor, yo también tengo derechos, todes les animales somos iguales.
Gata (cínica): Pero algunos más iguales que otros.
Ratón (recuperando el aplomo): Yo también he leído a George Orwell.
Gata: Entonces, ya sabes cómo termina esto.
Ratón: No necesariamente. (Mirando hacia la cocina). ¿Por qué no te comes el pienso vegano que te ha servido tu ama?
Gata: Porque sabe a rayos y está en mi naturaleza cazarte.
Ratón: Pero la naturaleza puede cambiarse. Somos seres racionales, tenemos conciencia, hablamos.
Gata: Habla por ti. Yo ni tengo conciencia ni soy racional y, a veces, ni sé lo que digo. (Pensativa). Es como si mis palabras no fuesen mías.
Ratón: Pero podemos modificar nuestra conducta siguiendo principios morales. Fíjate en cómo tu ama ha dejado de comer carne.
Gata: ¿Esa hipócrita? (Con un gesto de desdén). Ni me hables de ella. «Pisciovolacta», se hace llamar. Comiendo pescado, huevos y leche… Así cualquiera.
Ratón: Algo es algo. Al menos minimiza el sufrimiento animal generado por su consumo.
(La gata se ríe).
Gata: ¡Pobre ingenuo! ¿De verdad crees que esas pijaditas ecológicas, de proximidad, con huella de carbono cero, no implican la explotación de miles de animales, tanto humanos como no humanos?
Ratón (sentencioso): Todes hemos de apretarnos el cinturón para salvar el planeta.
Gata: Se nota que no ves el telediario. El cambio climático es irreversible, el agotamiento de los recursos ya se ha producido, esto es un sálvese quien pueda.
Ratón: Las catástrofes unen a la gente. Aprovechemos esta crisis para revisar nuestras prácticas depredadoras y reconocer la igualdad entre todes nosotres.
Gata (burlona): ¿Tú te estás oyendo? Ni el antiespecista más desquiciado jamás inscrito en ninguna facultad de Filosofía ha afirmado nunca que todos los animales seamos iguales. Todo el mundo reconoce que un ser humano tiene más derechos que un gusano. Lee a Peter Singer: cuantas más capacidades puedas desarrollar, más derechos podrás reclamar. Todo depende del nivel de sintiencia.
Ratón: No te olvides de lo más importante: todes, en tanto que seres sintientes, tenemos derecho a no sufrir innecesariamente.
Gata (mostrando las uñas, lamiéndose los bigotes): Define «innecesariamente».
Ratón (nervioso, sudando): Que nuestro sufrimiento no sea un medio para un bienestar superior.
Gata (arrinconando aún más al ratón): Yo ahora siento la necesidad de comerte.
Ratón: Pero el bienestar que tú obtendrás comiéndome será inferior al sufrimiento que yo obtendré al ser comido.
Gata (atrapando al ratón de un zarpazo): Eso será desde tu punto de vista. Desde el mío, mi bienestar es muy superior a tu sufrimiento.
Ratón (tosiendo, asfixiado): ¿Te atreves a comparar el dolor de la muerte con el placer de un almuerzo?
Gata: No es posible realizar comparaciones intersubjetivas de utilidad. ¿Quién eres tú para coartar mi placer?
Ratón (con su último aliento): Piedad, por favor.
Gata: Eso solo lo dices porque aún no te han comido. ¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado? Ven, ya verás que apenas duele.
(De un mordisco, la gata se come al ratón).
Desigualdad y género
Sílvia Claveria
Cuando se habla de desigualdades de género se tiende a pensar en los desequilibrios de elementos identitarios más que en las desi-gualdades materiales que sufren las mujeres. Sin embargo, las diferencias en el aspecto identitario también agrandan las desigualdades económicas entre hombres y mujeres, y viceversa. Estos dos elementos acostumbran a ir de la mano y muchas veces se retroalimentan. Para abordar la desigualdad de género, por tanto, hay que tener en cuenta las dos dimensiones: la económica y el reconocimiento, cuya relación estudiaba Nancy Fraser en su libro ¿Reconocimiento o redistribución?
La estructura económica actual genera desigualdades de género en el ámbito material. La división entre trabajo «productivo» asalariado y trabajo «reproductivo» y doméstico no pagado es fundamental en este desequilibrio. Las mujeres asumen la responsabilidad principal de los cuidados, lo que afecta al tiempo que pueden destinar al mercado laboral y, por tanto, a su remuneración; de ahí que obtengan menor retribución económica aun teniendo la misma, o mayor, carga de trabajo que los hombres. Las mujeres suelen tener jornadas laborales parciales o reducidas, incluso abandonan sus empleos si les resultan incompatibles con la crianza. Pero el desequilibrio de salarios entre géneros no es la única consecuencia de esta división, que también tiene efectos en el acceso a las prestaciones que ofrece el estado de bienestar, muchas de las cuales, como las pensiones o el desempleo, están ligadas a la participación en el mercado laboral. Las trayectorias más intermitentes y con menos contribuciones de las mujeres se ven menos favorecidas, a pesar de que el estado de bienestar ha funcionado porque ha descansado su peso en el trabajo no remunerado de las mujeres.
La desigualdad de reconocimiento, asociada a la identidad, tiene también efectos económicos o materiales. La falta de reconocimiento a las mujeres se relaciona con una mayor valoración social de las características o atributos que tradicionalmente se han asociado al género masculino, y también opera en aspectos menos directos. Por ejemplo, las ocupaciones industriales o tecnológicas (STEM), ejercidas principalmente por hombres, están mejor valoradas y, por tanto, mejor pagadas que aquellas en las que predomina la mano de obra femenina. Además, aunque mujeres y hombres realicen el mismo trabajo –en el mismo sector, con el mismo nivel de responsabilidad y las mismas horas–, ellas cobran de media el 14% menos. La falta de reconocimiento afecta también a las promociones: las mujeres no llegan a posiciones de poder en la misma medida que lo hacen los hombres, ya que a estos se les supone mayores dotes de liderazgo, autoridad o competencia.
Todos estos elementos afectan a la remuneración de las mujeres y agrandan la desigualdad económica entre los géneros. Tanto las estructuras económicas como las de reconocimiento, retroalimentándose unas a otras, afectan a la desigualdad material. Por ese motivo, para llegar a una igualdad efectiva, es fundamental abordar ambas.
Desigualdad y felicidad
Eudald Espluga
La fórmula de la felicidad existe. La descubrió Martin Seligman, el padre de la psicología positiva y expresidente de la Asociación Americana de Psiquiatría. Pero basta con ver cómo circula masivamente en artículos de prensa, infografías de empresas y libros de autoayuda para descubrir que tal fórmula cumple una función social muy concreta: relativizar el peso que la desigualdad y los determinantes sociales y materiales tienen a la hora de definir el bienestar de una persona.
La ecuación dice así: F = R + C + V. O lo que es lo mismo, que la felicidad equivale a la suma de: (R) el rango base de felicidad, es decir, nuestro temperamento, que depende de la genética y determina casi el 50% de nuestras posibilidades de ser felices; (C) el contexto social, las circunstancias, que incluyen el nivel socioeconómico, la situación laboral, la nacionalidad, edad, localidad donde se reside e incluso el estado civil, que solo determina el 10% de nuestra felicidad, y por último (V) la voluntad, los actos que puedes llevar a cabo en tú día a día, que determinan ni más ni menos que el 40% de nuestras opciones de conquistar una vida plena.
Más allá de lo ridícula que pueda parecernos la propuesta, el hecho de que esta fórmula pseudocientífica se considere uno de los hitos fundamentales de una nueva disciplina con reconocimiento académico como es la psicología positiva permite hacernos una idea de hasta qué punto la ideología neoliberal ha ganado terreno a la hora de pensar la relación entre desigualdad y felicidad. Lo que la socióloga Eva Illouz llamó «cultura de la autoayuda» se trata de una serie de discursos de índole terapéutica que dan una base ética y científica al ideal del empresario de sí mismo: un ciudadano que ya no solo debe gestionar su vida laboral, sino también su existencia íntima, invirtiendo en mejorar su capital social, intelectual, sexual y cultural, optimizando toda su existencia a través de aplicaciones que monitorizan nuestro desempeño vital: ¿cuántas calorías he ingerido? ¿Cuántas horas de concentración? ¿Cuántas horas de sueño reparador? En este contexto, para ser felices no hace falta cambiar las condiciones materiales de vida, sino nuestra relación con estas condiciones. Frente a las desgracias, las enfermedades o la subida del alquiler debemos esforzarnos por cambiar nuestra perspectiva, tener pensamientos positivos, ser más resilientes. El Secreto (2007), el libro de Rhonda Byrne que se ha convertido en un clásico de la autoayuda, es quizá uno de los casos más extremos (y exitosos) de esta idea: no es solo nuestra posición social y económica la que depende de nuestra capacidad para visualizar positivamente aquello que queremos, sino que incluso los desastres naturales o las guerras son resultado de nuestras proyecciones interiores.
La relación entre felicidad y desigualdad se ha invertido completamente. La epidemia de cuadros de ansiedad, depresiones y suicidios deja de ser un indicio de que algo funciona mal en nuestra sociedad, para convertirse en una responsabilidad individual que cada uno debe gestionar. Por ello, hoy es más importante que nunca reivindicar otras fórmulas de conquistar la felicidad, bastante más científicas, como las que proponen los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett: acabar con la desigualdad. En su último libro, Igualdad (2019), lo dejan claro ya en el subtítulo: «Cómo las sociedades + igualitarias mejoran el bienestar colectivo». Ya en sus anteriores investigaciones, habían demostrado que la desigualdad tiene efectos devastadores para la salud y la felicidad de todos los ciudadanos, no solo para la minoría más pobre. Un doble mensaje que nos debería poner en alerta frente a la lógica neoliberal que hace de la felicidad una técnica disciplinaria para justificar el estado de cosas, despolitizando la salud mental y responsabilizando a los individuos de sus malestares.
Desigualdad y crisis climática
Violeta Garrido
Aunque la expresión «crisis climática» cumple una función importante al llamar la atención sobre cómo la emisión de gases de efecto invernadero afecta al clima al producir un aumento de las temperaturas que ya está siendo nocivo para la vida en el planeta, en honor a la verdad convendría empezar a utilizar sistemáticamente la expresión «crisis ecosocial». La economía capitalista, en virtud de las relaciones coloniales y de la división internacional del trabajo a través de las cuales se ha configurado históricamente, funciona externalizando los enormes costes ecológicos que genera la utilización estructural de los combustibles fósiles; o sea, opera permanentemente creando desigualdad. Traducida a lo territorial, esa dinámica resulta en la configuración de periferias que reciben, sin capacidad para objetar, los deshechos originados por la producción frenética de mercancías que se consumen de manera irracional en otras partes; que ven cómo sus bosques son arrasados para satisfacer las necesidades de la ganadería industrial, que, a su vez, nos ha hecho pensar que comer carne de animales es, naturalmente, un derecho. Desde lo social, esto implica que las clases populares y trabajadoras son las que padezcan con más violencia, y en sus propios cuerpos, los efectos de la contaminación atmosférica, de las olas de calor asfixiante y de las lacerantes heladas, de la sequía, de los incendios. No tienen otro refugio más que sus viviendas mal aisladas, sus chillones ventiladores de aspas, sus mantas, apiladas unas encima de otras cuando el frío arrecia. No pueden huir a ninguna parte, no pueden dejar atrás los escombros y las ruinas como hizo aterrorizado el ángel de la historia al que tan bellamente, y como un verdadero visionario, bautizó Benjamin. Las fantasías de evasión de los ricos, que giran en torno a la siempre ansiada conquista de otros planetas, a la desafiante creación de fortalezas inexpugnables y remotas, no las interpelan.
Escribo estas líneas desde una de tantas periferias, sin las cuales los centros no serían tales. Andalucía tiene un modelo productivo basado en el extractivismo de recursos naturales: concentra las operaciones que producen menos valor y suelen ser, sin embargo, más agresivas a nivel ambiental. El vertedero de Nerva y el llamado «triángulo del cáncer», que ha incubado el polo químico entre Huelva, Sevilla y Cádiz, existen con la complicidad y el incentivo de las instituciones y los medios de comunicación. La Axarquía malagueña se está secando por la producción masiva de los mangos y los aguacates que nos hemos acostumbrado a adquirir en cualquier época del año. En Jaén, el olivar de secano se marchita, «se fríe», lentamente por la ausencia de lluvias, y el olivar de regadío, que tradicionalmente no existía, se bebe más de lo que le pertoca de los pozos cercanos. En todos los casos subyace con matices la misma idea: producir más, comer más, exportar más, etc. La situación se agrava cuanto más al sur del planeta dirige una la mirada.
En este contexto, frente a una infinitud de interrogantes cuya resolución nos apremia como civilización, dos cosas están claras: la primera es que todas esas actividades se topan, en su esquizofrenia, con límites materiales. Habremos de reorientarlas radicalmente o hacerlas desaparecer. La segunda es que, desde lo que fue el núcleo originario de la Revolución industrial, eso que se conceptualiza a veces como Occidente, no puede coartarse ahora el desarrollo –aunque haya que redefinir el término para alejarlo del imaginario productivista que nos ha traído hasta aquí– de los territorios que menos responsabilidad tienen en la crisis ecológica. En eso consiste la denominada justicia climática, que es el gran combate político que nos aguarda.
Desigualdad y educación
Pau Llonch
En la izquierda siempre hemos sido muy conscientes de que la pobreza y la desigualdad social tienen un fuerte impacto en los resultados educativos. No nos falta razón: en Cataluña, la diferencia entre los resultados del alumnado de clase social alta y el de familias desfavorecidas –a la edad de quince años– es equivalente a dos cursos escolaresSegún las puntuaciones en las competencias científica y matemática en las pruebas PISA en función del índice socioeconómico y cultural (ISEC) del alumnado en Cataluña. El alumnado de clase social alta obtiene 81 puntos más en matemáticas y 76 más en ciencias que el alumnado de familias desfavorecidas.. Un reciente estudio sobre Abandono Escolar Temprano (AET) ha puesto de manifiesto que casi uno de cada tres hijos de madre de clase trabajadora abandona los estudios sin el título de ESO, o bien sin ninguna titulación postobligatoria, y que los jóvenes de familias pobres abandonan prematuramente sus estudios veinticuatro veces más que los de familias ricas. No dos, ni cuatro: veinticuatro.
Aunque Cataluña sigue al frente del abandono escolar prematuro (14,8%), en España las cosas no están mucho mejor (13,3%), y seguimos lejos de la media europea (9,7% en 2021). Pero lo que no tenemos tan presente desde la izquierda son las consecuencias de esta lacra para el imaginario de todos estos desertores; cuando pensamos en estos 74.403 jóvenes que el año pasado abandonaron sus estudios en Cataluña –la mitad de los cuales valoran muy negativamente su vida escolar– nos limitamos a pensar que sufrirán más paro, que trabajarán en trabajos más precarios y que cobrarán menos. Esto, que ya es mucho, en el fondo puede ser lo de menos. El abismo sangriento entre clases causado por la segregación escolar, el AET y toda desigualdad educativa en general es de imaginario. Henry Jenkins define la imaginación cívica como la capacidad de pensar alternativas a las condiciones culturales, sociales, políticas o económicas actuales, pero esta imaginación se encuentra limitada sin el acceso y participación en la herencia cultural de la humanidad, que es su condición básica de posibilidad. Como sabemos, para muchos niños y jóvenes de multitud de barrios y centros educativos de máxima complejidad, la única oportunidad para sentir y hacer cultura, y cultivar por tanto el imaginario, es la escuela.
Sin imaginario, claro, se disuelve también toda esperanza. Al igual que el miedo, la esperanza no se distribuye de la misma forma entre todos los grupos sociales, porque para algunos la desigualdad es tan dura –y el imaginario tan pobre– que el mundo pasa por sus narices como un tren que nunca se detiene en su andén; como dice Boaventura da Sousa: «viven en espera, pero sin esperanza».
Quienes hemos defendido una reorientación educativa al servicio del imaginario, que ponga una verdadera dieta cultural y las llamadas «marías» en el centro del proceso educativo, quienes pensamos que el objetivo no debería ser tanto que el sistema educativo deje espacio al arte y las humanidades en el currículum, como reorientarlo desde una visión más humana, debemos estar en la primera línea de la trinchera en defensa de una educación pública no segregada y que no abandone nadie por el camino. Generaciones y generaciones se juegan en esa lucha por un imaginario emancipador una vida digna y verdadera.
Desigualdad y racismo
Diego Parejo
Sabemos desde hace décadas que no existe la «raza», que lo que existe es un proceso de categorización de la diversidad humana, que ha permitido y permite la obtención de cierto estatus jurídico e incluso, históricamente, la entrada a la categoría de persona. Stuart Hall planteó en El triángulo funesto. Raza, etnia, nación (2020) que es el racismo lo que crea la raza, y lo mismo sostienen Barbara Fields y Karen Fields en Racecraft: The Soul of Inequality in America (2012): «la raza es el resultado de la práctica del racismo». ¿Por qué es importante seguir insistiendo en esta idea? Porque no existe una desigualdad por «raza», sino una desigualdad por la práctica de un racismo que vertebra la estructura del Estado-nación capitalista contemporáneo, que se cuela en nuestras prácticas cotidianas hasta hacerse invisible y se revela en nuestro trato cotidiano con la diversidad que vive en nuestros barrios.
La desigualdad generada por el racismo puede dirigirse hacia las personas migrantes y hacia las racializadas. A veces estas dos categorías confluyen en los mismos cuerpos, pero no siempre es así. Hay personas migrantes que no han sufrido un trato desigual en su día a día por ser migrantes, y hay también muchas personas que, siendo «autóctonas», sufren cotidianamente situaciones de discriminación por su fenotipo, su acento o unas prácticas culturales que no encajan en la «norma social». Pensemos por un instante en el pueblo gitano y la cantidad de noticias denigrantes que se difunden sobre él, la sorna social aceptada y, por supuesto, la discriminación abierta y descarada que reciben las personas de etnia gitana. Sin hablar de los procesos de extranjerización permanente que acompañan a la práctica racista, no pueden ser parte del «nosotros».
La práctica del racismo, ya sea por las instituciones o por agentes particulares, conlleva situaciones de desigualdad en el acceso a diferentes recursos. Pensemos en la vivienda. En 2020, la ONG Provivienda llevó adelante un estudio titulado ¿Se alquila? sobre la discriminación por parte de inmobiliarias a personas racializadas. Los resultados mostraron que el 72,5% de las inmobiliarias bloqueaba el acceso a la vivienda a personas racializadas y del 27,5% restante, ocho de cada diez aumentaban los requisitos específicos para el alquiler.
En el acceso al mercado de trabajo de personas migrantes y racializadas también se produce un trato desigual, en el que se cruzan otras características como la edad y, muy especialmente, el género. El mercado laboral se estratifica dejando los trabajos relacionados con los cuidados a la mano de obra migrante feminizada y la construcción a la mano de obra migrante masculinizada.
La práctica del racismo lleva implícita la desigualdad desde su propia génesis: las jerarquías sociales que genera provocan un trato desigual, situando a las personas en determinados lugares de producción y reproducción según su fenotipo, su acento o su bagaje cultural, limitando su acceso a diversos recursos y coartando el reconocimiento de sus derechos de ciudadanía a través de mecanismos racistas institucionalizados como la Ley de Extranjería.
Desigualdad y acceso a la cultura (una cuestión material y de futuro)
Ignacio Pato
Como suele decirse en referencia a la salud, el código postal influye en el acceso a la cultura. No solo por el capital cultural heredado en forma de, por ejemplo, biblioteca familiar. Tampoco por algo tan relacionado con eso, pero un poco más sutil, como pueda ser el hábito de consumo. El acceso a la cultura, pero también su práctica, está también mediado por la renta y por el barrio en el que se habita y la disponibilidad o no de bibliotecas públicas y salas con programación musical o teatral, las facilidades que ofrezca la infraestructura de la zona para una reunión humana o los eventos no sujetos a iniciativa privada que se desarrollen en el lugar. Un ejemplo de esto último lo tenemos en los Veranos de la Villa madrileños, cuyas actividades en su edición de 2021 concentró el ayuntamiento gobernado por el Partido Popular en un solo distrito, el de Centro, que se llevó 33 de los cincuenta eventos programados, según una información de El Salto de junio de 2021. Otros nueve distritos se repartían el resto y once quedaban marginados. Algunos de ellos, como Carabanchel, Puente de Vallecas o Villaverde, muy densamente poblados y con marcado acento de clase trabajadora.
La lucha por una cultura que plantee reflexiones e interrogantes sobre la realidad más material es también una lucha por el acceso a esta. ¿Cuántas escritoras no lo hubieran sido si no hubieran podido acceder a libros, propios o prestados, en su infancia? ¿Cuántos pequeños actores alimentaron la ilusión por un oficio futuro en las sesiones de los cines de barrio? Pero esta lucha es, además de una batalla territorial, una batalla por el tiempo, que es otra manera de llamarle a un territorio íntimo. En la sociedad de la lengua fuera, el bruxismo y los cuidados aplazados, en la era del «no me da la vida», de una crisis de tiempo que se ha solapado con la económica y la climática, el acceso a la cultura se convierte por momentos en un privilegio. Quitarle a los derechos colectivos el disfraz de privilegio individual es un deber de todos y todas. Con trabajos que invaden cada vez más horas de día, sufrimos un repunte generalizado de la extenuación que va configurando un tiempo libre vivido a la defensiva. Un tiempo de recarga de pilas y búsqueda de refugio instantáneo en los contenidos de grandes plataformas, y una oferta que presenta la paradoja de ser más variada y homogeneizadora que nunca. Así, cuando experimentar es un lujo incluso a nivel de consumidor, se nos encoge el porvenir. En un acceso igualitario a la cultura se juega también parte del futuro. Es en una biblioteca pública donde ahora mismo puede estar alguien imaginando los mundos del mañana, esos que tienen un par de requisitos para ser considerados como futuros. Ser más justos y radicalmente sostenibles. Habitables, en definitiva.
Desigualdad y disidencia sexogenérica
Tatiana Romero
Nosotras somos las últimas de la cola. Las que no importa qué tan pronto lleguen, sus necesidades siempre van al final para el Estado, para la sociedad civil y para los movimientos sociales. Por lo menos, es una alegría que ser maricón o bollera ya no sea «un vicio burgués». Suena a broma, pero durante mucho tiempo las invertidas, las disidentes de sexo, género y cuerpo fuimos vistas por buena parte de la izquierda con desagrado. Nuestras compañeras trans siguen ahí, bajo la mira, bajo sospecha. Para algunas feministas, las mujeres trans son personas cuya simple existencia es una amenaza y, por tanto, deben ser eliminadas. Esto se llama discriminación, transfobia, lgtbifobia, y ese terreno, sembrado de exclusión, cosecha desigualdad. A mayor discriminación mayor desigualdad, falta de representatividad y falta de agencia. La combinación explosiva que lleva a que algunas de nosotras se queden tiradas por el camino.
La desigualdad es no tener un techo donde guarecerse, un lugar de calma y seguridad en el que protegerse de las violencias del exterior; la discriminación que provoca esa desigualdad es que no te alquilen un piso por ser lesbiana. Pero también genera desigualdad que tu vecino te insulte o incluso te pegue por pertenecer a la comunidad LGTBIQ+. Que tu casera te rescinda el contrato en mitad de la pandemia porque has decidido pasar la cuarentena con tu pareja.
Hay desigualdad en la elección, que debiera ser libre, respecto a formar o no familia. No poder tener hijes sin tener que casarnos, invalidar nuestras familias elegidas, esas personas que conforman cada uno de los nudos de una red que está ahí justamente para paliar todas las desigualdades que sufrimos y que, con un solo nudo que se desate, cualquier tragedia puede devenir desgracia.
Desigualdad es la forma en que se lee mi escritura por ser lesbiana, por ser masculina, por ser un marimacho. Por delante de nosotras siempre estará un hombre cis heterosexual, sin importar la calidad de su prosa, y me temo que las marimacho no podemos siguiera acceder a eso que llaman «literatura femenina», porque ¡no somos femeninas! No existe peaje que pagar para pertenecer a ese grupo de mujeres a las que el patriarcado les da permiso de juntar palabras en una sopa de letras con tal de no compartir el banquete del éxito.
La desigualdad también es miedo, el que generan las violencias cotidianas. Los insultos en el metro, en las calles, que te echen de un baño público de mujeres: «Te has equivocado de baño, este es el de las chicas» (siempre lo dicen así, utilizando la palabra chicas, porque claro, las mujeres somos eternas menores de edad). Las miradas en el centro de salud, el cuestionamiento, la violencia médica y ginecológica por tu orientación sexual: «¡Ah!, entonces eres virgen» te sueltan mirándote tranquilamente a los ojos o, automáticamente, te mandan a hacer análisis de infecciones de transmisión sexual. A mayor desigualdad, mayores problemas de salud, tanto física como mental y viceversa.
La desigualdad es un círculo vicioso, la pescadilla que se muerde la cola. El portazo en las narices. El muro donde pretenden que nos estrellemos. Somos las últimas en la cola, pero seguiremos siendo las primeras en llegar porque hemos aprendido a relevarnos en la fila.
Desigualdad y autopercepción social (lo normal)
Jorge Sola
En Selfie, una película satírica sobre la clase alta española, Bosco, el hijo de un ministro corrupto, va a enseñando la lujosa mansión en la que vive su familia y, para explicar el origen de esa riqueza, emplea varias veces la expresión: «Vamos, lo normal». En realidad, se trata de un ejemplo extremo de algo bastante frecuente: tendemos a pensar en nuestra realidad particular como «lo normal», e inferimos nuestras ideas acerca de cómo funciona la desigualdad –sus niveles, sus causas o sus efectos– a partir de nuestras experiencias, nuestros grupos de referencia o nuestro entorno más inmediato.
Y es que uno de los puntos ciegos de la explosión de estudios y debates sobre la desigualdad son las ideas que la gente tiene sobre ella. Se ha prestado mucha más atención a cuánto y cómo ha crecido la desigualdad que al modo en que la gente se la representa: las percepciones que tiene de los niveles de desigualdad, las suposiciones que hace para explicar sus causas o los motivos que da para justificarla. Pero la evidencia disponible apunta a que nuestras creencias están sesgadas por lo que erróneamente consideramos «lo normal». De ahí que cuando se le pregunta a la gente qué posición ocupa en la distribución de la renta –en qué decil o 10% se encuentra: en el más pobre, en el segundo más pobre… y así hasta el más rico–, prácticamente nadie escoge los extremos y casi todo el mundo, también los más pobres o los más ricos, tiende a situarse dentro del 30 o el 40% intermedio. Por la misma razón, cuando se consulta a la gente por la renta media en su país, las estimaciones crecen a medida que aumenta la renta de las personas encuestadas; y cuando se les pregunta por la forma de la estructura social, aquellos con más ingresos suelen imaginársela como una pirámide invertida, y las que tienen ingresos más bajos, como una pirámide normal.
Esa creencia tácita en que nuestra posición en la estratificación social se asemeja a «lo normal» también afecta al modo en el que pensamos en las causas de la desigualdad. En un estudio reciente se pedía a los participantes que explicaran a qué se debían ciertas situaciones personales descritas en varias viñetas. Las personas con una posición económica más holgada tendían a enfatizar el esfuerzo individual sin reparar en los factores sociales de tipo estructural que se cruzan en nuestras vidas.
En general, las relaciones que establecemos en espacios de socialización como la familia, la escuela o el barrio condicionan nuestra visión del mundo, y esa experiencia es la base que usamos para hacer inferencias acerca de la desigualdad. Así que no es del todo extraño que haya personas provenientes de entornos privilegiados que presupongan que las oportunidades de las que han disfrutado son «lo normal» y respondan a la desigualdad como María Antonieta a la falta de pan: «Si tienen hambre, que coman pasteles».