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Mito, técnica y muerte en Pier Paolo Pasolini

Marco Antonio Bazzocchi
Imágenes © Pier Paolo Pasolini / Gtres

Marco Antonio Bazzocchi, profesor de literatura italiana contemporánea de la Universidad de Bolonia y experto en la obra de Pier Paolo Pasolini, reflexiona en esta conferencia celebrada el pasado mes de junio en Los Lunes, al Círculo acerca de la conexión del cine y la literatura pasolianianas con la muerte, un problema central en la experiencia creadora del autor de Las cenizas de Gramsci que ofrece las claves para la compresión de toda su obra.

Publicado en Las cenizas de Gramsci (1957), «El llanto de la excavadora» es uno de los poemas más famosos de Pasolini. Lo escribió a principios de los años cincuenta y lo publicó en una revista junto a numerosas fotografías de barrios de la periferia romana. Este largo poema pretende documentar una situación histórica concreta a través del relato de la experiencia de Pasolini de la ciudad de Roma, y lo hace de tres maneras diferentes. El poema narra el paseo nocturno del poeta de regreso a su piso de Via Fonteiana, en la colina del Gianicolo, hoy convertido en un barrio burgués. A lo largo del camino, el poeta evoca el momento de su llegada a Roma, con imágenes que enmarcan el descubrimiento de ese nuevo mundo a través de la pasión, de las sensaciones. Pasolini afirma, de forma explícita, que fueron los sentidos los que le proporcionaron la herramienta para acceder a un nuevo conocimiento, acompañado de las lecturas de Marx y Croce. ¿En qué consiste este nuevo conocimiento? Podríamos definir este segundo nivel banalmente como «el pasado», pero las expresiones utilizadas indican que ese tiempo sigue activo en el poeta o, al menos, que siente que aún ejerce un cierto efecto sobre él aunque ya hayan transcurrido algunos años.

Para entender el fenómeno, podríamos utilizar la metáfora del umbral empleada por Walter Benjamin: a un lado está el sueño, que es un estado incognoscible, al otro la vigilia, donde las imágenes del sueño desaparecen repentinamente. Pero es en la sutil franja del despertar donde esas imágenes fugaces se abren al conocimiento. Huyen al tiempo que atraen nuestra voluntad de aferrarlas. Solo así, según Benjamin, salvando algunos fragmentos, el materialista puede acercarse a la historia. Pasolini dice explícitamente:

Era el centro del mundo, como era
en el centro de la historia mi amor
por ello: y en esta

madurez que por estar naciendo
era todavía amor, todo estaba
a punto de volverse claro ¡era 

ya claro!P. P. Pasolini, «El llanto de la excavadora», Ángulo Recto. Revista de estudios sobre la ciudad como espacio plural, vol. 7, n.º 1, 2015, pp. 59-87. Se puede leer el poema completo en: Dialnet-ElLlantoDeLaExcavadora-5213571%20(1).pdf.

El conocimiento surge en forma de amor, a la luz cegadora de un país mitificado, que podría ser Roma, pero también un lugar de un sur lejano. En el presente, sin embargo, domina la oscuridad de la noche, pero Pasolini siente que aún permanece algo de esa luz que parece lejana:

Y renace
en mi alma –inerte y oscura
como la noche abandonada a su perfume–
una simiente ya demasiado madura
como para ser capaz de dar fruto, en el cúmulo 

Es decir, aquella semilla del pasado revive de algún modo en la oscuridad del alma, aunque no pueda ya dar fruto. Se contraponen, pues, dos tiempos, aunque, como siempre ocurre, en la contraposición también se crea un vínculo. Dicho de otro modo: Pasolini nos hace sentir una unidad allí donde parecen alternarse dos estados, dos condiciones. Fortini habló de la «synaeciosis» como la figura retórica dominante en la poesía de Pasolini de esta época: synaeciosis significaría un conjunto que forma un «oikos», esto es, una casa y, por tanto, una comunidad. De la singularidad nace la multiplicidad, que se convierte en un todo incluso en la distinción de las partes. Para Pasolini la idea del uno siempre es compleja: desde sus escritos de juventud se pregunta cómo puede pensar el uno en el otro, es decir, en lo diferente de sí mismo.

Pero volvamos al poema. El presente de la noche se duplica, a su vez, mientras el poeta se duerme. Pasolini traslada todo a una nueva dimensión, que no es ni el presente ni el pasado, sino una dimensión de lo imaginario. Narra en tiempo presente el sueño que tiene esa noche. Se trata de nuevo de una caminata que discurre a plena luz del día por un pueblo de los Apeninos, donde hay huellas artísticas del pasado; el lugar está habitado exclusivamente por mujeres y niños, como un mundo suspendido y fuera del tiempo. Allí Pasolini experimenta una sensación de puro placer. Este placer se asocia a un viento cálido que lo envuelve y le transmite el aroma de flores y frutas, una especie de dulzura indecible de la existencia. Es una experiencia imposible, pero resulta real en la escritura. En ese momento llega el despertar y Pasolini realiza un acto de masturbación con el que, en cierto modo, culmina el sueño. Sin embargo, no sabemos a qué dimensión pertenece el sueño, ya que el presente y el pasado ya han sido narrados durante el paseo nocturno. Si se trata de una escena originaria, este origen solo puede expresarse bajo la forma de relato en el que, de nuevo, el poeta se implica físicamente. En realidad, ese relato descontextualizado, que se encuentra en el centro del poema, es la clave del texto y, en su interior, se abre una nueva dimensión. El poema se construye con marcos que abren otros marcos en un pliegue de pliegues, diría Deleuze. 

Pasolini escucha el sonido de una excavadora manejada por un grupo de trabajadores, que están trabajando junto a la casa de Pasolini para construir un nuevo barrio de viviendas, para dar un orden a aquello que ha permanecido en la condición de desorden natural. Por eso la excavadora «llora», porque Pasolini la humaniza al proyectar en ella el dolor que siente en ese momento. El grito desgarrador de la excavadora es una metonimia de un grito más amplio: llora la tierra que la máquina ha violado, llora todo el barrio, llora la ciudad entera. Un llanto provocado por una razón concreta: «Llora cuanto tiene / fin y recomienza [...] Llora cuanto cambia, por más / que sea para mejorar». Se trata de un dolor ligado a lo que llamamos «futuro», una dimensión que Pasolini subraya a través del trabajo de los operarios en esa nueva obra. El futuro vuelve a estar simbolizado por la luz que hiere los ojos y que contrasta con el viento cálido del sueño. Así pues, los tres niveles del relato se contraponen al tiempo que se superponen. Y en la superposición ya no podemos distinguir «quién es» Pasolini, en qué lugar se encuentra: está a la vez en el presente y en el pasado; en el pasado y en el tiempo suspendido del sueño; en el sueño y ya en el futuro. Por eso no podemos utilizar la palabra «narcisismo», en su sentido estricto, cuando hablamos de la forma en que Pasolini se representa a sí mismo. El narcisismo puede significar un doble nivel del yo: un yo que se encuentra en la frontera entre la luz y la sombra, que no puede ser localizado, que no está en un punto en el tiempo y el espacio concreto. Pasolini está en la cara interior de lo que se manifiesta, está en un despliegue continuo de los niveles de la realidad. Por eso nunca es objeto de una representación, sino que se sitúa en el límite, en el umbral.

En su primera película, Accatone (1961), puso en escena esa compleja interacción entre lo que aparece y lo que permanece oculto. La cámara le permite hacer visible la relación entre lo que existe y lo que está oculto en lo visible. En el fotograma que muestra un primer plano del rostro de Accattone tumbado al sol, vemos que es un rostro sujeto a una desidentificación: está a la luz, pero solo parcialmente, surge de la oscuridad que lo envuelve y llena todas sus concavidades; es un rostro que habla del paso entre la vida y la muerte. Toda la película queda suspendida en este pasaje. Accattone se tira al río y entra en una dimensión mítica, no puede volver a nacer de esas aguas. Toda su vida es un intento de entrar en el espacio de la norma, pero siempre habrá algún obstáculo que lo retenga. Cuando sueña que lo llevan al cementerio es el momento final de su desapropiación de la identidad, que muestra a través de ese primer plano de forma monstruosa. No es casualidad que el sueño se construya en varios niveles: Accattone corre trabajosamente sobre un puente, que recuerda el del Castillo de Sant’Angelo del principio de la película, pero su carrera vuelve a empezar una y otra vez. Pasolini ha invertido su recorrido erotizado del poema de una manera angustiosa. 

Accattone ve los cuerpos de los napolitanos que intentaron hacerle confesar en la escena inicial de la taberna y que ahora no son sino cadáveres cubiertos de tierra. Ve la procesión de su funeral, pero se le impide entrar en el cementerio: este impedimento de la muerte equivale a un impedimento de la vida, ya que no se le concede el último ritual. Finalmente, Accattone entra en el cementerio y le pide al sepulturero que mueva su tumba hacia el sol. Se trata, una vez más, de su deseo de ser admitido en la luz, es decir, en la vida. El sueño no es, pues, una simple profecía de lo que ocurrirá, como suelen afirmar los críticos: es una alegoría que explica la vida de Accattone, su permanencia en la frontera entre mundos irreconciliables, su búsqueda de una identidad imposible. En otras palabras, se trata del anuncio en vida de la muerte de su clase social, el subproletariado. Muerto en vida como un individuo fuera del tiempo, Accattone encarna el destino que Pasolini anunció en «El llanto de la excavadora»: su vida está suspendida entre un pasado que ya no es memoria viva y un tiempo detenido en el que no hay realidad, sino solo su desmaterialización: el pueblo de los Apeninos es un conjunto de recuerdos de la historia sin orden, el viento que trae consigo el placer ahoga al individuo en una plenitud que únicamente puede repetirse por la mísera masturbación del despertar. De ahí que no sea casualidad que Pasolini vuelva a utilizar a Franco Citti para interpretar a Edipo en Edipo rey (1967). Edipo es un fantasma antipsicoanalítico: Pasolini no sigue ni a Freud ni a Marx. Su Edipo-Accattone es un hombre vacío que solo puede proyectar de forma infantil su rabia por no saber. La única persona que «sabe» es Yocasta, pero precisamente porque «sabe» anula cualquier posibilidad de acción para su hijo. Yocasta es la personificación de un inconsciente que Edipo no posee, ya que Pasolini le ha privado de la conciencia burguesa de la culpa. En efecto, tras quedar ciego, el destino de Edipo será repetir a través de la flauta de Tiresias la melodía que transfigura su destino. Pasolini piensa que la poesía nace de esta transferencia de su propio vacío a la dimensión pública del canto. La historia se desarrolla en Bolonia, la ciudad burguesa donde Pasolini nació y comenzó su vida intelectual, desde el instituto hasta la universidad. Pero tras el momento de compromiso poético, Edipo debe regresar al lugar donde su destino había dado comienzo, un prado verde rodeado de álamos. Su muerte hace posible que se cuente su tragedia.

En 1967 Pasolini empieza a utilizar una fórmula que proviene del cine, pero que quizá tenga su origen en una afirmación de Benjamin. Pasolini dice que la única manera de poder narrar la vida de un hombre es que este ya haya muerto, es decir, que su vida haya terminado. Y pone como ejemplo a Stalin y a Kennedy: si no hubiesen muerto, dice Pasolini, sería imposible juzgar sus vidas, es decir, hacerlas objeto de una narración. Como la realidad es infinita, y el cine como acción es tan infinito como la realidad, solo una película puede considerarse un objeto finito. Dicho objeto finito se realiza gracias a un procedimiento técnico: el montaje, que Pasolini considera la verdadera acción artística, aquella que consigue que la infinitud del cine sea finita. Por lo tanto, el montaje equivale a la muerte. Todo esto estaba ya implícito en su primera película, como hemos visto, e incluso antes, en su autorrepresentación a través de la forma poética. 

Tras Edipo, Pasolini se ocupó del mito de Medea, la hechicera de Tesalia que niega su origen por amor a Jasón. Medea (1969) está construida a partir del principio según el cual el montaje consigue dar sentido a trozos de realidad que, de otro modo, carecerían de él. Para Eisenstein, el montaje tenía un origen mítico, es decir, provenía del desmembramiento ritual asociado a los ritos dionisíacos: el cineasta es quien repite el acto dionisíaco de desmembrar la realidad en fragmentos, que, en su conjunto desorganizado, forman lo que llamamos una película. Para Pasolini, la fragmentación es la base sobre la que se desarrolla la técnica del montaje, que reúne lo que de otro modo no tendría un sentido expresivo. Una película es una narración únicamente porque pertenece a la dimensión de la muerte, es decir, hace visible aquello que está en la oscuridad. La cámara es un instrumento que escribe sobre la película gracias a la luz del sol, que saca de las sombras solo una pequeña parte de lo que se puede conocer. 

Medea es una hechicera que practica sangrientos cultos arcaicos. El cuerpo de un niño, al que asfixian con una estaca, es despedazado por la propia Medea. Luego los campesinos esparcen los pedazos e impregnan con su sangre las espigas de trigo. Se trata de un ritual colectivo, en el que el individuo solo existe dentro de la comunidad, que vive según los ritmos de la tierra. La sangre y la tierra son lo mismo, y Medea conoce las reglas de ese mundo. Sin embargo, cuando aparece Jasón, ella se desmaya y pierde su poder: el amor la convierte en una mujer corriente. En esta desacralización se origina la historia de Medea, que entra en el tiempo como mujer, pero que será implícitamente degradada por su conquistador. Al llegar a Corinto la destierran fuera de las murallas de la ciudad, porque su poder aún asusta, porque su diferencia no es aceptable. En la ciudad de Corinto, que es Pisa, Medea asiste con lágrimas en los ojos a las danzas de Jasón que anuncian su boda. Cuando se da cuenta de que el matrimonio entre Jasón y Glauce ya está decidido, el regreso de la barbarie a través del diálogo con el sol la lleva de nuevo a desear la sangre. Vuelve como hechicera, y ya no respeta su función materna. De hecho, mata a sus hijos en un gesto contra Jasón. Ya no es la hechicera que propicia la vida y la continuidad del tiempo, sino la que rompe el equilibrio del orden burgués. En el plano final, Medea es filmada de abajo a arriba, pero las llamas borran su rostro. De ese modo, regresa a la indistinción que la hace invisible. La pérdida del cuerpo, que constituye el inicio de su aventura erótica, se convierte ahora en su eliminación. 

La película reúne los fragmentos de una historia que a Pasolini le hubiera gustado llamar «visiones» precisamente para subrayar su irrealidad. La historia de Medea es la historia de la sustitución de lo real por lo irreal, de lo sagrado por lo profano, de la vida por la muerte. Si Edipo solo puede entrar en la historia a través del instrumento sagrado de Tiresias –la flauta–, Medea lo hace al perder su papel de hechicera con el que puede mantener vivo a su pueblo. Al matar a sus hijos, le niega a Jasón la posibilidad de ser padre, es decir, de dar continuidad a su vida. La ciudad de Corinto, que vemos tanto desde fuera como desde dentro, con dos caras opuestas, es un lugar que permanece suspendido en el tiempo. El sacrificio final de Medea detiene el tiempo en el que el joven Jasón pensaba entrar con la fuerza de su virilidad heroica. La culpa de Jasón consiste en haber descuidado la presencia de lo sagrado en el mundo, olvidando la enseñanza del centauro. Cuando este se le aparece en su doble forma mítica y humana, Pasolini quiere explicar una vez más que no puede haber historia sin mito, que no puede haber luz sin sombra: todo acto histórico es una sustracción de lo irracional que debe ser domado, pero no negado. Pasolini retoma la idea de Horkheimer y Adorno de que la razón de Ulises, es decir, del hombre occidental, ha perdido la oportunidad de un encuentro verdadero con las fuerzas míticas, a las que ha evitado astutamente. 

La técnica del montaje es una confrontación con lo no dicho de lo visible. Al elegir trozos de película y ensamblarlos, el cineasta es un autor que se enfrenta a la muerte, es decir, a la infinitud de la realidad que adquiere la forma de lo finito. En este sentido, la historia de Medea es también una alegoría de la creación cinematográfica: el director consigue devolver la unidad a los fragmentos del mundo mediante un artificio técnico con el que repite un ritual arcaico. El mundo, que sería un continuo, se recompone a partir de fragmentos, y los fragmentos reunidos forman un nuevo continuo; vuelven a ser unidad, es decir, vuelven a ser «mundo». De ahí que esta unidad sea mimética de la unidad infinita de lo real: toda obra es una «mímesis divina», es decir, una mímesis de la sacralidad del mundo. Pero, al mismo tiempo, toda obra contiene la inevitable incompletud de la que procede, pues es un fragmento y se inserta en un conjunto de fragmentos. Así lo entenderá Pasolini cuando empiece a utilizar el término «apuntes» para definir obras que lo son solo en potencia, apenas insinuadas en su realización. De este modo, sortea el obstáculo de las vanguardias, que querrían hacer irresoluble la brecha entre la forma lingüística y el mundo. Por tanto, el mundo únicamente vuelve a ser real gracias a la operación artificial de editar y enfatizar las lagunas y lo inacabado. 

Con todo, la obra no puede esconder las heridas que el autor ha ocultado al construirla: el sadismo de la realidad hacia el autor se refleja en su masoquismo. El autor solo existe como cuerpo torturado, como descubrirán los grandes intérpretes de los años setenta poco después de Pasolini. El último intento de ocultar la realidad a través de la realidad, es decir, a través del cuerpo, lo conforma la Trilogía de la vida (Decamerón, 1971; Cuentos de Canterbury, 1972; Las mil y una noches, 1974). Pasolini afirma que quiere recuperar las grandes narraciones del pasado previas al advenimiento del mundo burgués. Pretende probar de tres maneras diferentes un discurso de la realidad desde la perspectiva de la sexualidad. El cuerpo desnudo debe garantizar la compacidad del mundo. Sin embargo, Pasolini se da cuenta de que su alegoría fracasa por un exceso de vitalismo. Las tres películas están plagadas de alusiones a la muerte, pero a menudo no se entienden, o quizá constituyen un fracaso de la representación. Es entonces cuando crea Salò o los 120 días de Sodoma (1975), la película que contiene en su interior el mecanismo de la violencia, la violación y la tortura. El tema son las heridas, pero la obra no puede ser un elogio de la muerte y la violencia porque Pasolini no comparte en absoluto el pensamiento de Sade. Con un juego de referencias cruzadas muy complejo, transporta a Sade al mundo del nazifascismo e imagina un sistema de poder que no se limita a consumir el mundo, sino que se autodestruye. Los Señores son los representantes de una transición del capitalismo al neocapitalismo, es decir, a un universo donde solo existen las cosas. Ellos mismos son cuerpos sin vida, muertos por ley. De este modo, pueden montar una parodia de la violencia sádica y fascista. Mientras que en las películas anteriores Pasolini podía relacionar la historia con algo más arcaico, con los residuos míticos que la propia historia borra, ahora esta relación ya no es plausible: toda la historia se ha vuelto igual, es decir, se ha fijado en la unicidad de una dimensión inmóvil. Ya no hay más salida que la destrucción progresiva de lo humano. Esta forma de representación también puede realizarse a través de la visualización. La cámara es la herramienta esencial: en todas partes domina un solo ojo, que es el ojo del nuevo poder. Así, los Señores pueden observar la puesta en escena de las heridas infligidas a los cuerpos y parodiar la propia acción del director. Son «parodias» del poder escópico, esto es, parodias del cine como lugar de visión y excitación imaginaria, en las que las víctimas son las protagonistas de un casting similar al que se hace hoy en día para elegir a quienes participan en los reality shows. Salò es la anticipación de la telerrealidad en su forma de teatro de la crueldad.

Después de Salò, o a la vez que rueda la película, Pasolini piensa en escribir un libro en el que verter todas sus ideas de los últimos años y que ha llegado hasta nosotros con el título de Petróleo (1992), uno de los términos que aparecen mecanografiados al inicio del manuscrito. Otro término es Vas, que hace referencia a un comedero para animales. En él está implícita la fórmula dantesca Vas electionis. Según este segundo título, el libro pertenece al género de la satura lanx, evocada en distintas ocasiones en los materiales que Pasolini considera esenciales en la composición: Petronio, Gógol, Dostoyevski, además de los textos psicoanalíticos. El libro adopta la forma de una mezcolanza de fragmentos, como si un editor imaginario hubiese compilado diferentes códices. Pero, aunque falta el hilo narrativo, entrevemos las aventuras de un personaje que nace de un desdoblamiento y recorre su camino partiendo de una educación católica de izquierdas (años cincuenta) para después relacionarse con el mundo industrial –la empresa nacional de hidrocarburos Eni–, y acabar forjando alianzas con la derecha. Podría tratarse de la vida hipotética de muchos coetáneos de Pasolini que medraron entre la época de posguerra y la consolidación del neocapitalismo. Muchas de las situaciones que vive el personaje protagonista de Petróleo, Carlo Porro, se explican en Escritos corsarios (1975).

Desde el punto de vista de la creación literaria, sería útil analizar atentamente los artículos que se recogen en Descripciones de descripciones (1975), que dan cuenta de las lecturas y los intereses de Pasolini entre 1972 y 1974. De ellos se desprende que se estaba desplazando hacia una idea de literatura muy diferente de la que observamos en años anteriores. Uno de los artículos está dedicado a Las ciudades invisibles (1972), de Italo Calvino, que podría parecer una obra muy alejada de Pasolini, cuando, en realidad, está presente en su película de Las mil y una noches. Pasolini se da cuenta de que Calvino vuelca en sus descripciones un saber desde la perspectiva de quien se enfrenta a toda la experiencia de su vida cultural. Las ciudades invisibles surge de la percepción del final, de la melancolía que produce pensar en el final. Ya no se trata de elaborar un mensaje o significados, sino de transmitir el sentido de la posición que se asume en el mundo, o mejor, en los límites del mundo. En otro artículo, Pasolini recurre a un libro de Sándor Ferenczi sobre el origen de la vida, Thalassa (1928), del que extrae la imagen de la viscosidad como elemento necesario para la fecundación de criaturas acuáticas, como las ranas. El concepto de viscosidad le sirve para definir el tipo de escritura de algunos autores y para proponer la lectura de una novela de Mario Soldati, Lo smeraldo [La esmeralda] (1974), en la que, según Pasolini, la escritura ha renunciado a la naturaleza de la viscosidad y, por tanto, a un poder con el que el autor conduce al juego de los significados. Es un juego libre, ya no se trata de significados, sino de actos con los que el autor lanza al lector distintas posibilidades con un sentido abierto (Dostoyevski es otro de los autores a los que admira desde esta perspectiva), comportándose como un bufón que descoloca a su interlocutor al tiempo que alude a un misterio casi religioso. Este misterio está ya en la «esmeralda» del título, que puede ser un símbolo de muchas cosas, pero que fundamentalmente es el símbolo de lo simbólico. El discurso sobre la viscosidad es también un discurso sobre la paternidad y sobre el poder (fálico) del autor. Es, pues, un discurso sobre la sexualidad. 

En Petróleo, Carlo, el protagonista, se desdobla en dos alter ego que condensan cualidades opuestas: uno se proyecta hacia fuera en el mundo de la política (polis), el otro está absolutamente atraído hacia la realización de proyectos eróticos (tetis). Tras una serie de correrías, los dos Carlos parecen reunirse y el personaje renuncia a su posición de poder y se retira a un lugar apartado, donde practicará un culto oriental dedicado al dios ocioso o bromista (una sugestión que proviene de Mircea Eliade). El lugar lo define una cita del poema «Un’altra risorta», de Guido Gozzano, que aparece también al principio de la novela, cuando se describe la casa familiar de Carlo en el Canavese (Piamonte): «Soy feliz. Mi vida es tan / parecida a mi sueño: el sueño que no cambia». No es casual que Gozzano sea otro de los autores de los que Pasolini habla en sus artículos, posicionándose en contra de las interpretaciones que sobre él hace Edoardo Sanguineti. La idea de retirarse del mundo para no caer en las trampas de poder del lenguaje podría ser un motivo de meditación hacia el que se encaminaba Pasolini. Uno de los libros que estaba leyendo en ese momento era Observaciones a «La rama dorada» de Frazer, de Wittgenstein. 

Por tanto, Petróleo iba a ser un libro testamentario, el signo de un cambio; un libro definitivo que debía «comerse» a quien lo ha escrito. De ahí que, en el fragmento 99, se hable de un autor que crea un mundo de personajes desdoblándose y después decide eliminar ese mundo y disolverse en las aguas del mar, de donde, según Ferenzci, nace la vida. Pasolini había encargado a un joven fotógrafo un reportaje para incluirlo en la novela, al igual que había incluido una serie de fotografías en el apéndice de La divina mímesis (1975). Al entrar en el libro como imagen, Pasolini refuerza el gesto que hizo al entrar en el Decamerón como personaje. Y pide que lo fotografíen desnudo dentro de la torre que posee cerca de Viterbo, como si alguien lo espiara desde fuera. En estas fotos domina tanto la exhibición sin pudor de sí mismo ante los ojos de un extraño como el miedo a ser captado por alguien que quiera fijar su identidad. Pero si pensamos en el personaje de la novela, podemos suponer que esa imagen del cuerpo desnudo sería solo un juego irónico acerca de la idea de subjetividad, donde la sexualidad se manifiesta de distintas formas y siempre relacionada con la cuestión del poder, que es también el poder de la creación literaria. Con estas imágenes, el cuerpo del autor queda enterrado dentro del libro y sigue siendo eterno en él. Pasolini se ha trasladado al lugar donde viven todos sus personajes y, como tal, se ha hecho inconsumible: ha creado un libro que es un objeto artístico arrojado contra su propio tiempo. 

LOS LUNES, AL CÍRCULO
CONFERENCIA DE MARCO ANTONIO BAZZOCCHI «MITO, TÉCNICA Y MUERTE: 
EL PENSAMIENTO DE PASOLINI A TRAVÉS DEL CINE»

26.06.22

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