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"La vejez es una forma paradigmática de explorar los límites de nuestra existencia"

Entrevista con Diana Aurenque

Mercedes López Mateo
Fotografía Miguel Balbuena

Diana Aurenque es profesora de filosofía y bioética en la Universidad de Santiago de Chile. Su último libro es Animales enfermos: filosofía como terapéutica (Fondo de Cultura Económica, 2022). Como investigadora, ha dedicado sus últimos estudios sobre bioética a la cuestión del envejecimiento saludable. Aprovechando su estancia en Madrid para tomar parte en el foro I+D+C de Artes y Humanidades + Salud, la filósofa Mercedes López Mateo la entrevistó para Minerva.

¿Por qué «animales enfermos»? ¿Qué matices aporta este sintagma frente a otros similares, más habituales, como «seres vulnerables»?

Para contestar a tu pregunta tengo que remitirme al origen, a la motivación de este título, que tomé de una parte de la Genealogía de la moral de Nietzsche, donde él afirma críticamente, y como parte de su diagnóstico sobre la moral de rebaño, que los seres humanos somos animales enfermos. Lo que me pareció interesante de aquello fue que, más allá de la crítica puntual que hace Nietzsche del ser humano como un animal enfermo que se deja mandatar por otros, nos permite pensar en el ser humano como un animal que, comparado con otros animales, pareciera tener muchas más carencias. El ser humano se caracteriza por esta carencia de competencias biológicas necesarias, lo cual le obliga a generar una serie de competencias técnicas y culturales.

La idea de animal enfermo me gusta porque, por un lado, rehabilita la condición animal del ser humano que siempre parecemos olvidar. Solemos decir que el ser humano es un animal racional, también que es un animal simbólico, pero nos quedamos con lo racional y lo simbólico, mientras ponemos dicha animalidad entre paréntesis. Al mismo tiempo, la idea de enfermedad no es neutral: implica algo similar a una carencia o falta, algo que hace que el ser humano se reconozca como carente de algo. Debido a ello, las llamadas grandes virtudes del desarrollo de la humanidad se desvelarían como formas compensatorias que empleamos para lograr subsistir. Nuestra debilidad biológica está en el centro de nuestra relación con el mundo y es lo que nos diferencia del animal sano. A diferencia de nosotros, este puede subsistir sin técnicas, o con técnicas no tecnológicas, simplemente con las propias del mundo animal, y vivir en armonía. No somos más grandiosos, sino que tenemos más carencias.

Tú hablas de animal sano. ¿Qué entendemos socialmente por salud? O, más bien, ¿cómo nos relacionamos hoy con la salud?

Hablar de salud en el caso humano tiene muchas complejidades. Por un lado, tenemos las teorías tradicionales propias del modelo biomédico de salud, en las cuales esta se relaciona con determinadas capacidades esperables, estadísticas, del ejemplar homo sapiens; es decir, se refieren al cuerpo del ser humano que puede lograr las tareas de reproducción y supervivencia satisfactoriamente. Sin embargo, aunque el cuerpo biológico que respira, que necesita comer o descansar, sea el sustento de toda vida, nuestra salud es mucho más compleja que la mera satisfacción de dichas condiciones de supervivencia biológica. La salud para el ser humano no es solamente lograr que el cuerpo se ajuste a ese estadístico normado por la ciencia biológica o la visión evolutiva del ser humano, sino que es también cómo yo contextualmente me apropio y le doy un cierto sentido narrativo al cuerpo.

Esta comprensión de la salud no atiende únicamente a la de enfermedad o a determinadas atrofias en las partes del cuerpo, sino que tiene que ver con cómo yo logro ciertas metas vitales y cómo las alcanzo incluso en cuerpos y en formas del cuerpo que no son las hegemónicas. De este modo, la salud del ser humano es una mezcla entre los elementos biológicos, los cuales sin duda necesito cuidar para sobrevivir, y la apropiación individual, cultural o contextual que hace cada uno del cuerpo que biológicamente le es dado. Se trata de una mezcla de elementos normativos, culturales, sociales y biológicos. Esa complejidad genera algo a lo que llamamos salud. En comparación con la de los animales, la salud del ser humano es mucho más compleja porque tiene más capas de realización y de plenitud que, en el caso de los animales, coincidiría de manera plena con lo biológico. 

¿Cambia el envejecimiento nuestra relación con la finitud?

Para la filosofía, las experiencias de finitud del ser humano son casi siempre las mismas: la muerte, el otro o los otros, la enfermedad y la vejez. Estos fenómenos constituyen el límite de lo que se supone que son las posibilidades de desarrollo y despliegue que uno tiene en su vida. Es lo que de una u otra forma me coarta: a través del cuerpo y del dolor, en el caso de la enfermedad; la muerte, al poner término a la vida, o al exigirme tomar decisiones porque hay posibilidades finitas, limitadas, y los otros que, en el fondo, son siempre un mundo en sí mismo. Creo que la finitud se puede experimentar de estas formas y no solo a través de la muerte o la enfermedad. La vejez, en particular, es también una forma paradigmática de explorar los límites de nuestra existencia. Muchas veces, cuando uno se encuentra o colisiona con estos límites, se da cuenta de que son necesarios para volver a la vida. Al experimentarlos, volvemos realmente a recuperar el tiempo como algo que no es de lo que disponemos, sino más bien un indisponible, pero que en el puro recordar su límite pareciera ya que toda la vida cobra un poco más de sentido.

Estas meditaciones sobre los límites, sobre aquello de lo que no dispongo, permiten volver mucho más soberano el periodo que tengo de vida. La enfermedad nunca es solo un obstáculo, ni tampoco la muerte, la vejez o los otros. Son resistencias, pero gracias a ellas se puede volver mucho más empoderado a la vida. Y es lo que nos interesa principalmente en filosofía. No tanto ser felices como evasión del dolor, sino ubicarse de un modo soberano en la existencia. 

Pero esa soberanía ¿sucede en nuestra vida individual y también en nuestra relación con los otros? ¿O, por el contrario, hay una vivencia más pasiva, al llegar a la vejez, de nuestro estar-en-el-mundo debido a que nuestra sociedad no suele estar hecha para esos cuerpos enfermos o envejecidos de los que hablaba? ¿Es entonces distinta nuestra percepción?

Antes de responder, me gustaría hacer una aclaración. Para hablar de la vejez hay que ser justos: la vejez es un fenómeno heterogéneo. Eso significa que la edad cronológica de las personas no nos dice necesariamente lo mismo que su edad biológica. Dos personas de 65 años, una nacida en el sur del mundo, por ejemplo, en Chile, y la otra en Noruega, probablemente tienen vejeces muy distintas a nivel biológico, porque tienen calidades de vida distintas. Esas condiciones contextuales, lo que se llaman los determinantes sociales de la salud, refieren a datos como su alimentación o el aire que respiran, en definitiva, estímulos de su vida, lo no-médico, que condicionan en buena parte el tipo de salud que tienen o cómo envejecen corporalmente estas personas. Así, dos personas de 65 años pueden tener biológicamente pulmones de veinte y de setenta. Santiago de Chile, por ejemplo, es una ciudad tremendamente contaminada. Esto es interesante porque demuestra que la vejez es un fenómeno heterogéneo, por eso es difícil emitir juicios sobre la salud de las personas únicamente en función de su edad.

Dicho esto, dos personas de setenta años pueden tener formas de apertura y acceso al mundo muy distintas. Hans Blumenberg tiene un libro que me gusta mucho: Tiempo de la vida y tiempo del mundo (Pre-textos, 2007). Al leerlo, me di cuenta de que lo que pasa con la vejez es esto: el tiempo de la vida es siempre una biografía acotada a un tiempo determinado, pero el tiempo del mundo pareciera siempre ser más largo; el mundo sigue sin nosotros. De ahí nuestra sensación de que nuestra vida es tan pequeña y tan corta. Pero, al mismo tiempo, cuanto más consciente eres de eso –y creo que es algo que pasa en la vejez–, más valoras el tiempo vivido, lo que ya ha sido, y también te diriges al mundo de fuera con más cuidado. Y con menos voluntad de perder el tiempo, al ser más consciente.

Muchas sociedades no permiten apenas enfermar o envejecer; es uno de los grandes problemas que tenemos ahora. Nuestra sociedad va permanentemente atrasada de sí misma: vamos corriendo detrás de los cambios tecnológicos, de los nuevos avances, pero con poco demorar, con poco estar. Yo creo que la enfermedad –o también un dolor terrible– te obliga a parar el ritmo contemporáneo. Cuando un dolor de espalda está ahí y no puedes ir a trabajar como todos los días, tienes que sentarte; te obliga a parar. El mismo Nietzsche lo decía: ciertos estados de enfermedad o disfuncionalidad permiten profundizar en algunas cosas, demorarse. Los mayores también demoran más, eligen qué hacer y qué no. Hay cierta libertad en la vejez, particularmente en las mujeres.

En esta heterogeneidad que mencionas respecto a la vejez, ¿cómo podemos hacer frente a los retos que esta plantea? Habiendo tantas vejeces distintas, condicionadas por tantas variables socioeconómicas, ¿cómo abordar sus problemáticas? 

Esta es una pregunta crucial. Más allá de la aproximación filosófica y de las ciencias biológicas o la gerociencia a la vejez, tenemos claro, como decíamos, que hay elementos culturales, políticos y contextuales que determinan en buena parte la salud de las personas. Esto no tiene que ver con decisiones individuales necesariamente, sino con cuestiones que nos trascienden: el país donde vivo, la ciudad en la que estoy, el nivel cultural de mi familia, la clase económica a la que pertenezco…

De los países más ricos del mundo, el único que no ha extendido su calidad de vida es Estados Unidos, y se debe en buena parte a la obesidad y a su cultura de mala alimentación, vinculada también a la pobreza del país. En los demás países se envejece más. Esto es lo que sucede a nivel global, aunque siguen existiendo desigualdades estructurales que permiten que, finalmente, la salud ya no dependa ni de los genes, como se pensaba antes, ni de las puras decisiones individuales. En su lugar, tiene que ver con cuestiones que deben regularse a nivel de política pública, y no solamente de salud pública, sino también de educación, ecología... Los factores ambientales determinan la salud individual, sobre todo en un contexto como el nuestro, donde la crisis climática es gigante.

Según la OMS, vivimos en el decenio del envejecimiento saludable y todos los Estados están llamados a impulsar medidas. Al mismo tiempo, sabemos de la situación de países como Chile, donde la gente vive cerca de zonas de sacrificio, es decir, donde el agua o el aire están sumamente contaminados. Obviamente, es imposible que ahí pueda haber una vejez saludable: por mucho que pongamos parches (dar calcio, yoga para los mayores, un bono más de dinero, prohibir fumar...), si al final otras cuestiones estructurales no cambian, nada lo hará. Para poder garantizar vejeces más saludables y, en general, vidas más saludables, las políticas tienen que orientarse a mejorar las condiciones estructurales, sobre todo las de quienes están peor en el mundo, las de los más vulnerables. Me refiero, especialmente, a personas que están en países en vías de desarrollo, pero también a las mujeres. Nosotras somos las que más vivimos y peor envejecemos, porque cuidamos a otros, también porque somos más caras para los sistemas de salud. En Chile pagamos dos o tres veces más porque podemos embarazarnos, y eso es visto como un costo. Por si fuera poco, como las mujeres hacen muchas labores de cuidado doméstico, no remuneradas, tienen pensiones más bajas. Vivimos más tiempo y con menos protecciones. Además, las parejas masculinas tienden a morir antes, por lo que quedamos solas y con menos recursos para poder buscar opciones médicas de ayuda en los sistemas donde la salud no es un derecho público. En definitiva, vemos fallas estructurales que necesitan de soluciones a nivel global. 

Pero las políticas públicas que deben adaptarse a la nueva población envejecida no son únicamente las sanitarias o culturales, sino también las tecnológicas. ¿Cómo adaptamos o convivimos intergeneracionalmente en una sociedad donde, por ejemplo, muchos restaurantes no tienen ya el menú en papel, sino únicamente en QR, o las sucursales de los bancos no atienden en persona? ¿Es la imposición de la tecnología sobre el ser humano la barrera para el diálogo intergeneracional?

Qué bueno que lo menciones. Efectivamente, a propósito de la pandemia, se empezaron a instaurar una serie de prácticas para evitar el contacto humano donde la digitalización parecía lo correcto. Y en muchos casos lo fue, pero también tiene muchas consecuencias, desde lo laboral, con el reemplazo de puestos de trabajo, hasta cuestiones prácticas del día a día. Es casi como estar en un capítulo de la serie Love, Death & Robots. El primer capítulo de la segunda temporada, que se titula «Servicio al cliente automatizado», muestra precisamente eso: habla del mundo del futuro, donde los únicos protagonistas son viejos y viejas, todos hipertecnologizados. Sería bonito pensar que la tecnología nos va a hacer la vida más fácil y a nosotros más felices.

Hemos de asumir que la técnica es sólo técnica. Las cuestiones éticas y políticas son cuestiones de la ética y de la política. No le podemos pedir a la técnica cuestiones normativas. No obstante, también sería injusto decir que la técnica es ajena a los mayores. Las personas mayores también andan con WhatsApp e Instagram.

Sea como sea, el tiempo de la tecnología me parece muy engañoso. El mundo de las tecnologías engaña como si fuera el verdadero mundo. El cuerpo muestra una insistencia y una realidad que no está en Twitter ni en Instagram. Los mayores eso lo tienen muy claro, también porque son los que tienen más presente el cuerpo. Cuando les duele algo, el cuerpo está ahí. Yo creo que los más jóvenes están en todos lados porque no tienen cuerpo: la rodilla no duele, no sienten la espalda todo el tiempo... Frente a eso, se impone el demorar de las personas mayores. Las personas mayores tienen un cierto reposo, también porque ya saben distinguir entre lo que es importante y lo que no. Quizás aprender de ellos sería bueno. Es algo que entre los contemporáneos se hace muy poco, y eso agobia a la gente joven, el tener un sentido de lo importante y de lo no importante. Creo que tiene algo que ver con la madurez, con el hecho de haber vivido guerras, crisis, desamparos... Ahí veo el diálogo generacional, no tanto en lo tecnológico. Lo que a mí más me preocupa es la cuestión intergeneracional en el trato, el lugar que tienen en la comunidad y el respeto que uno tiene a las personas con más experiencia. 

Sobre ese trato y el lugar en la comunidad, estamos en un momento en el que, pese al constante envejecimiento de nuestra población, presenciamos una elusión colectiva de responsabilidad, en especial en lo referente al cuidado y la atención de este grupo de edad. ¿Te parece positivo el proceso de externalización o, más bien, de burocratización, de la tarea que ha sido típicamente de índole familiar; es decir, tarea femenina? ¿O quizás es otro síntoma más de la impersonalidad de nuestra sociedad moderna?

Efectivamente, las estructuras familiares cambiaron. Antes toda la relación de cuidado familiar que había caía especialmente sobre la hija mayor, quien tenía que hacerse responsable de la madre, pero eso ya cambió. Ahora nacen menos hijos, o sea, menos nietos. Todo esto nos lleva a plantear la pregunta sobre cómo hacer para que las personas mayores no estén solas. Es un tema importante y, como decíamos, las mujeres tienden a enviudar antes que los hombres. Por desgracia, lo que encontramos es mucha soledad. Por ejemplo, en países como Noruega o Suecia hay cantidad de personas mayores que mueren solas, o que se descubre que han muerto pasado un tiempo, porque el lugar de trabajo ha dejado de ser el pueblo natal y los hijos se van a otras ciudades.

Al mismo tiempo, para muchos mayores hay una pérdida de propósito, de sentido, al dejar de trabajar. Cuando la gente mayor tiene salud y no sabe muy bien qué hacer con su tiempo en la jubilación, se produce una brecha. Conviene mirar los casos positivos, por ejemplo, acá en Madrid hay una gran oferta cultural gratuita y para todos, tanto jóvenes como mayores. En Alemania también hay una oferta cultural importante, así como la posibilidad de ir a la universidad. Una sociedad tiene que poder ofrecer un lugar valioso a todos sus ciudadanos.

Respecto al cuidado en particular, siempre hay debate. Por ejemplo, sobre el cuidado tecnologizado: ¿queremos máquinas que cuiden a los mayores o asistencia robótica? Porque también está esa otra vejez que necesita un cuidado mucho más permanente. Yo creo que hay que pensar en todas las opciones. Y que los Estados tienen que generar formas de vida y cuidado que no sean los asilos tradicionales. En Holanda hay una villa, Hogeweyk, para personas con demencia: se trata de un pueblo con restaurantes, peluquerías, supermercados, etc., en el que todo está adaptado para ellas. Obviamente, se equivocan en muchas cosas: van a pagar con botones, se pierden..., pero los trabajadores de esa ciudad son sanitarios y están preparados para cualquier circunstancia. Hay quienes dicen que es indigno, porque es una mentira. Pero ¿qué es una mentira? A mí me parece mucho más digno que tener a las personas dopadas todo el tiempo. Los Estados tienen que considerar formas más allá de las tradicionales de reconfigurar las relaciones y las maneras de cuidar a los mayores.

Pero, ya sea a través de una solución farmacológica o de una robotizada, estamos ante remedios superficiales para un problema de fondo: una falta de solidaridad intergeneracional. ¿La biotecnología ofrece soluciones a lo que la filosofía y la ética no logran cambiar? 

Es una pregunta muy complicada. Los padres tienen la obligación legal de cuidar a sus hijos; los hijos tienen una obligación moral de cuidar a sus padres. Es una obligación ética, no jurídica. Nadie rompe la ley por ser un mal hijo. También hay que considerar las razones por las cuales los hijos quizás no se hacen cargo de los padres.
Yo pienso que la solidaridad tiene que ver más bien con el hecho de que personas que trabajaron durante toda su vida tienen derecho a una buena jubilación y a ciertas seguridades. Ahora ¿qué ofertas tenemos? No puede tratarse de un servicio reservado para los más ricos, ni solo para las personas que no tengan el apoyo de sus hijos, sino que debiera ser de libre voluntad. Es preciso tener en cuenta las nuevas formas de estructurar la vida. Yo no tengo hijos, ni planeo tenerlos y, con mis grandes amigos, solemos pensar que lo que nosotros queremos es envejecer en comunidad. Sería bonito también que, si la sociedad –nosotros– realmente lo queremos, podamos exigirlo a nuestros políticos y se generen formas de vida comunitaria.

Sea como sea, la demanda ha de ser colectiva, no pasar por iniciativas individuales como pedirle a los hijos y a las familias más. La familia tradicional colapsó hace tiempo.

Para finalizar: ya Platón hablaba, en el libro VIII de la República, de una νόσημα πόλεως, es decir, una «enfermedad de la ciudad», en referencia a los malos gobernantes que había que erradicar. ¿Cuál crees que es la enfermedad de nuestra sociedad? ¿Es todavía hoy el filósofo el médico de la pólis

Nietzsche se llamó a sí mismo el médico de la cultura. En su primer periodo, inspirado por Wagner, piensa en la decadencia cultural e identifica esta idea de que hay comunidades enfermas y comunidades sanas. Veía en su tiempo comunidades enfermas, anticipando lo que llegaría después con el nihilismo: que vivimos con normas que realmente no nos convocan, bajo preceptos que en realidad ya no valen. Vamos a la iglesia, nos persignamos, pero en realidad nadie cree en Dios. Vivimos vidas como si hubiera un orden, una moralidad, pero en el fondo no hay nada que nos nutra de sentido vitalmente. Este desamparo lo veía Nietzsche hace ya 150 años. Spengler lo verá después, hace cien años. Hoy en día quizás encontraríamos un equivalente en Sloterdijk, cuando habla de cómo ahora las comunidades políticas son activadas por medios de comunicación a través del miedo. Por ejemplo: «te van a quitar la pensión», «vienen los inmigrantes», «las mujeres han tomado el poder», «todo el mundo va a ser gay»… Entonces, las comunidades entran en histeria y votan a Trump, a Bolsonaro o a cualquier otro populismo de derecha, reactivos ante la catástrofe del mundo.

Ahí está la enfermedad hoy: tenemos sociedades con muy pocas convicciones ideológicas, lo que Lyotard llamó «el fin de los grandes relatos». Dios murió y no tenemos un ideal de una buena vida; quizás nunca lo tuvimos. Hay muchos ideales, y yo normalmente veo eso como un valor; la pluralidad me gusta. Sin embargo, a mayor diversidad, más difícil es cohesionar a los grupos, porque hay más diferencias y más intereses particulares. Es posible lograr ciertos consensos en torno a una serie de cuestiones comunes, pero es difícil articular mayorías importantes. Esos son los grandes desafíos de la democracia ahora y, en ese sentido, creo que la gran patología social es la falta de un nosotros político capaz de ponerse metas más allá de los intereses cortoplacistas e identitarios. Ese es el gran problema y, por desgracia, no tengo cómo salir de ahí.

En cuanto a los filósofos, la tarea que tenemos es siempre la misma, aunque ahora se hace más evidente que nunca: ser médicos de la cultura. Debemos identificar y señalar las relaciones que nos enferman. Ni siquiera son ya buenas o malas: la vida contemporánea, el no parar, el no desconectar, el rendir y producir... Nadie puede estar sano y nadie puede creer que este permanente cumplir y rendir va a procurar más salud ni más felicidad.

FORO I+D+C: ARTES Y HUMANIDADES + SALUD
MESA REDONDA EL RETO DEL ENVEJECIMIENTO DESDE LA FILOSOFÍA Y LA MEDICINA
10.11.22

PARTICIPAN DIANA AURENQUE • MARK SHWEDA • JOSEFA ROS
ORGANIZA CBA
PATROCINA EMBAJADA DE LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA