Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

Un tren de historias

Entrevista con Sergio Ramírez

Jorge F. Hernández
Fotografía Miguel Balbuena

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Medalla de Oro del CBA en 2021 por «su compromiso y valentía tanto en su literatura como en su lucha por la libertad de pensamiento y expresión», conversa en esta entrevista con el escritor y periodista mexicano Jorge F. Hernández sobre sus inicios como escritor. Creador de una obra entre la crónica periodística y el cuento, que le valió el Premio Cervantes en 2017, se considera fundamentalmente un novelista, aunque asegura que «el cuento es un viejo amor que no se olvida».

Se llama Sergio porque su padre era comerciante viajero y escuchó en un andén que una madre gritaba ese nombre tras la estela de un niño que pasaba corriendo. Su padre viajaba en autobús por los pueblos vecinos de Masatepe, «que eran más grandes, a aprovisionarse de algunos productos que vendía en su tienda, y dice que ese nombre le gustó. El otro día alguien me llamó y dijo: "te felicito porque tienes san Sergio", no sabía que ese nombre tenía santo», y no era de ferrocarril el andén donde su padre escuchó el nombre que le gustó para un hijo que aún no nacía, pero se sabe que Sergio –de apellido, Ramírez– ha construido un tren de historias al paso de no pocos años del oficio de escritor, porque Sergio Ramírez escribe incluso cuando no está escribiendo: al conversar tan sabrosamente, al andar por las calles de Madrid y al leer todos los párrafos del mundo que se le asoman por las ventanas; por lo mismo, el escritor fue también político y no solo llegó a la vicepresidencia de Nicaragua en un gobierno revolucionario que destronó décadas de dictadura, sino que participó activamente en toda esa marea de sandinismo y ensueño que dolorosamente se esfumó al reinstalarse la saliva autoritaria en algunos de los propios protagonistas de los logros. 

Sergio Ramírez recibió la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid al iniciar una nueva vía en la larga trayectoria de su vida y sus letras. Ha llegado a Madrid para salvar la vida que fue amenazada en Nicaragua y ha dejado su biblioteca enterrada, aparentemente también a salvo de la intolerancia dictatorial del actual Gobierno nicaragüense. Lo conozco desde hace veinticinco años y no he dejado de leerlo; nos une el fantasma de Eliseo Alberto, como jimagua o costilla, y cada vez que nos vemos parece que retomamos la sobremesa en el párrafo exacto donde quedó guardada la vez pasada.

Ahora nos volvemos a encontrar en el Círculo de Bellas Artes y celebro el tren de tantas historias, donde incluso las novelas se sustentan por los cuentos que contienen, como el Quijote, y Sergio me aclara que, en su infancia, iba «todos los veranos dos o tres días a la playa, no íbamos de temporada. Pero eso significaba en mi casa hacer un movimiento como que nos íbamos de la casa, porque mi padre tendría que cerrar la tienda o confiársela a una tía, hermana natural de mi madre, y entonces se preparaba comida, había que llevar tijeras de lona plegables… Era una excursión como que nos íbamos un mes, y solo íbamos un fin de semana. Íbamos a una playa que se llama Masachapa. Lo primero que yo escribí fue a los doce años, una crónica sobre ese viaje a la playa, que se llamaba "Mi día en el mar", que se publicó en una revista que tenía mi madre. Ella era directora del colegio donde yo estudiaba. La revista se llamaba Poliedro, y ahí se publicó ese pequeño escrito, que ella corrigió. La verdad es que ella le metió mucha mano a ese relato…». Así que agreguemos el apellido materno: Sergio Ramírez Mercado escribió su primer cuento como crónica de un viaje al mar y su primera editora fue su madre.

«Le metió mucha mano a ese cuento porque era un texto muy corto. Es lo primero que recuerdo haber escrito. Cuando tenía catorce años, en 1956, Pablo Antonio Cuadra dirigía en Managua el primer suplemento literario que había en toda Centroamérica. Después se pasó a llamar La prensa literaria, ligado al periódico La Prensa. En ese tiempo era una página que se publicaba con grabados e ilustraciones en cada cuento o poesía. El cuento vernáculo era muy dominante en Nicaragua, aún tenía mucha fuerza, y es lo que yo leía, sobre todo en ese suplemento. Un día escribí un cuento sobre una leyenda popular de Nicaragua, que es la de una carreta espectral que sale por las noches recogiendo muertos por un camino. El bueyero es un esqueleto. Cuando la gente oye el sonido de las ruedas de madera de la carreta se esconde y cierra sus puertas. Yo escribí esa historia que la oía contar, no me la estaba inventando y la mandé a La Prensa».

He aquí una buena clave de lo que podría considerarse como la pulpa esencial de su obra: Sergio Ramírez está entre la crónica periodística y el cuento literario, entre la historia que se vive con hechos y el ensueño de la ficción, y agrega el autor que «el suplemento se publicaba los domingos. El periódico llegaba a mi casa tarde, salía en la tarde en Managua, porque era un periódico vespertino, y llegaba a Masatepe en la mañana del lunes. Y ese lunes, cuando lo abrí, fue un susto mortal ver el cuento publicado. Además, ilustrado con una xilografía de una carreta y con unas letras ciclamen, muy bien destacado, y debajo del título habían puesto: "La carreta nagua en versión de Masatepe". Fue la primera vez que engañé a alguien –y reímos ambos–. No sabían quién era yo, un niño de catorce años, y publicaron esa historia seguramente pensando que era un señor que recogía tradiciones del pueblo y seguro que por eso le puso "versión" de Masatepe».

Le digo que fue su primer éxito, pero Sergio acota que «lo que más me aterró fue que mi abuela, cuando llegó el periódico a su casa, salió a la calle enarbolándolo y me mandó a llamar para que yo lo leyera en un corro. Esa fue mi primera experiencia de publicación de una historia. Fue en agosto o septiembre de 1956».

Sergio Ramírez durante la ceremonia de entrega de la Medalla de Oro del CBA el pasado mes de octubre

¿Te sentiste escritor ahí o con la crónica del mar corregida por tu madre?

Creo que allí, porque la crónica corregida por mi madre yo no la sentía tanto mía, ella le había metido bastante mano. Pero también tuve otro triunfo temprano. En la Radio Mundial, que todo el mundo escuchaba porque ahí se pasaban las telenovelas, había un cuadro dramático, el Cuadro Dramático de Radio Mundial, que es de las voces más famosas del país, que interpretaba El derecho de nacer, y se hacía un programa cómico que se llamaba Un matrimonio feliz, con un personaje que era una mujer dominante, doña Robustiana Rocafuerte (risas), y un señor taimado pero débil, don Cándido Suárez. De la radio invitaban a mandar ideas para ese sketch cómico, y yo mandé una, pero no solo mandé la idea, mandé la escaleta, igual hasta los diálogos…

¿Y cuajó?

Claro. Llegó un tío corriendo donde mí y me dijo que lo estaban pasando, y todo los del pueblo que oían ese programa llegaron a mi casa y le dijeron a mi padre que estaban pasando el cuento mío. Entonces anunciaron que me había ganado un premio y que tenía que ir a Managua a recogerlo a la Radio Mundial. Tenía trece años.

Mi padre me financió el viaje para que recogiera mi primer premio literario. Me subí en el autobús y llegué a Managua, a Radio Mundial, que era un lugar mítico para mí. La mítica comienza por el hecho de que vos escuchas las voces, pero nunca ves las caras, y la voz lo encarna todo. Cuando entré a ese lugar, sentí como que estaba entrando al sanctasanctórum de la creación artística, de la voz, de la radio.

Me llevaron a la oficina del director del Cuadro Dramático de Radio Mundial, que era un costarricense emigrado a raíz de la revolución de 1948: él era calderonista, y los calderonistas salieron exiliados muchos para Nicaragua. Se llamaba Armando Soto Montoya y su mujer, que se llamaba Isabel Quirós, era actriz del Cuadro Dramático. Me hicieron pasar y él se sorprendió de ver a un niño. Me preguntó si había escrito yo el sketch. «Es más de lo que nosotros pedíamos, porque usted ya mandó los diálogos, lo mandó armado», me dijo. Recuerdo que tenía una máquina de escribir mecánica y estaba sentado en su escritorio, me dijo que le apenaba mucho que el premio que me iba a dar era una insignificancia, e hizo una orden para la compañía de licores Bell, para retirar dos botellas de ron Cañita (risas). Yo ya no tenía tiempo y llegué donde mi padre con la orden. Mi padre se moría de risa. Ni probé las dos botellas, seguramente se vendieron en la tienda. Ese fue mi primer premio literario.

¿Y cuáles dirías que fueron los nutrientes que te hicieron tan precoz? ¿Eras muy lector? ¿Se leía mucho en tu casa?

No. Mi madre leía más poesía, porque ella era profesora de literatura. Yo lo que leí con mi madre fueron los clásicos españoles: Góngora, Quevedo, los sonetos de Cervantes…, y Darío, por supuesto, pero Lorca, Neruda… La casada infiel o Verde que te quiero verde los leí con mi madre en la escuela secundaria. Yo no leía relatos, más que lo que salía en los periódicos. Lo que leía eran cómics. Como el Quijote leía los libros de caballería, yo leía los cómics, porque o los compraba o había lugares en el pueblo donde se alquilaban; los tenían colgados, como ropa a secarse, de una cuerda con prensas de ropa.

¿Y tenías un favorito?

Tenía varios favoritos. Mi preferido era un personaje del que nunca volví a oír a hablar, que se llamaba The Spirit, y era un detective. Era una historia genial, después yo la vine emparentando con mis otras lecturas, y es la primera vez que vi que en un cómic se usaban monólogos interiores. Se ponía a pensar como Joyce, con voz automática, que no tenía nada que ver con el dibujo…

¿Intentaste hacer algún cómic? ¿Eres dibujante?

Sí, pero era un arte efímero, porque dibujaba en el piso de la tienda de mi padre, con tiza, e inmediatamente lo borraba.

¿Cuándo sientes el brinco de que lo que quieres narrar es novela?

No muy tarde. Cuando vivía en la universidad, a los diecisiete años, y fundamos la revista Ventana, escribía poesías, pero me fui dando cuenta de que no era un poeta de versificar y que lo que más me atraía era contar historias; es decir, sacarle el jugo a lo que estaba viendo. Me volví lector de cuentos. Escribí un primer cuento que se llamaba «El estudiante». Los otros cuentos que escribía todavía eran más o menos vernáculos, de ese mundo campesino falsificado. Y ahí yo siento que me aparté de lo que veía en mi pueblo, que era otra cosa, y de lo libresco, que era el campesino y los personajes campesinos falsificados, idealizados, y desprecié la visión vernácula.

Mi pueblo era muy mestizo, había indígenas, cosas que debí haber contado entonces las aparté de mi mente, pero bueno… Ese primer cuento que tomo en serio, «El estudiante», tenía que ver con lo que estaba viendo, con mis primeras impresiones al llegar a León, con trasladarme de un pueblo pequeño a una ciudad que era mucho más grande. En León estaba la catedral, la tumba de Rubén Darío, la sede episcopal, que había sido en Nicaragua única… Es una ciudad muy hermosa, que a mí me atrajo muchísimo. Este primer cuento para mí es el contraste. Muy sabido en la literatura el viaje del pueblo pequeño a la ciudad grande…

Casi como bildungsroman.

Sí, exacto. En el aula, estábamos amontonados más de cien estudiantes; era un aula pequeña, calurosa, que daba frente a la catedral. Nos obligaban a ponernos saco y corbata para ir a clase. Pelones, porque nos habían cortado el pelo como en las academias militares… Era muy estrafalario: ir de saco y con una boina o un sombrero, porque estabas totalmente rapado.

Mi primera experiencia fueron los acontecimientos políticos que se dieron entonces. Fueron muy trascendentales en mi vida. El aula se iba despoblando poco a poco y en la ciudad había prestamistas, usureros, donde los estudiantes para poderse regresar a sus pueblos, derrotados, iban a empeñar los libros y, sobre todo, el anillo de bachillerato, que era lo más preciado porque era lo que uno le daba a la novia en prenda de amor. Ese fue el tema de «El estudiante», mi primer cuento.

¿De ahí salió Mis días con el rector?

Después. Eso lo escribí en Costa Rica a finales de 1964, comienzos de 1965, después de que el rector murió, que fue en octubre de 1964.

Y antes de insistir con lo del brinco a la novela, en León, ¿el amor no te hizo dudar y no enamoraste a Tulita con poemas?

No, con cuentos. Lo que mi mujer leía eran mis cuentos, que me pasaba a máquina…

Y aquí hay que agregar la bella presencia de Tulita, siempre a tu lado y lectora de todas las vías del tren literario que me obliga a preguntar si escribías a mano tus textos.

No, los escribía a máquina, pero en borrador, y ella, que trabajaba en la universidad, los pasaba a limpio.

¿Y por ser escritor estudiante te dio por desvelarte?

Yo era un rara avis en ese ambiente, porque era abstemio. No sé por qué razón, porque no tenía nada contra el licor. Fernando Bordiú, que era mi compañero con el que creamos la revista Ventana, tampoco bebía. Pero podía amanecer sin beber, en las cantinas, viendo y divirtiéndome con los compañeros. Esos años de primera juventud los recuerdo como el tiempo en el que uno nunca duerme. Podía amanecer conversando y me iba tranquilo a clase, a las siete de la mañana.

No sé por qué, pero yo soy de los mexicanos que te queremos muchísimo y que sentimos que tienes una conexión particular con México. Esto salió a la luz ahora que nos vimos en la FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara), lo comenté con varios de mi generación. Tongolele no sabía bailar inmediatamente tocó una fibra.

Mi primera conexión con México viene del cine. Esta es una experiencia que tal vez he contado demasiadas veces. Mi tío, Ángel Mercado, era el dueño del cine del pueblo y yo vivía metido en una caseta y allí aprendí a ser operador de cine. 

Como en Cinema Paradiso. Tú eres Totò.

Igual, igual… El operador de planta era muy borracho y se peleaba con mi tío hasta que un día lo despidió y llegó a mi casa y le dijo a mi padre que yo iba a ser el operador. Mi padre se enfadó porque él ya me vio toda la vida operador de cine, que era un oficio subalterno, y pensó que ya no iría a la universidad. Desde niño él me metió en la cabeza que yo iba a ser abogado. Mi padre le dijo a mi tío que no, pero al fin aceptó a condición de que no me pagara un sueldo, de que trabajara gratis. Yo me fui encantado a la caseta. Entonces, usé la ventaja de que el operador de cine ve muchas veces la misma película, porque en la caseta hay dos ventanillas, una para cada aparato, y una tercera para el operador, para vigilar la proyección, porque las películas se quemaban, se reventaban, y uno tenía que correr a pegarla, volver a montarla y echar a andar los aparatos… Entonces, tenía que estar viendo las películas y lo que se pasaba muchísimo era el cine mexicano. Aprendí a conocer México a través del cine, de las escenas…

También hay una veta de música, ¿no?

La música llegaba a través del cine, porque muchas películas mexicanas eran verdaderos videoclips, con un argumento pendejo, y eran para enseñar los cabarés, los paisajes mexicanos de Jalisco…

Y luego, las rumberas…

Las rumberas, las orquestas, las bailarinas, los cantantes… Yo me conocía muy bien los sets de cabaré, que eran siempre los mismos. 

¿Dirías que, de alguna manera, influyó en tu literatura? 

Muchísimo, porque yo vinculé lo que escribía después a la imagen, a resolver en palabras la imagen, y de allí viene que yo supiera quién era Tongolele, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, María Antonieta Pons, las grandes rumberas de las películas de Juan Orol, que eran…

Maravillosas, surrealistas sin querer serlo.

Y los malos del cine mexicano, como Carlos López Moctezuma, Tito Junco…

Pero ¿a ti no te dio por escribir guiones?

No, los primeros guiones como trabajo los escribí en Alemania, porque parte de mis ingresos venían de escribir guiones para programas de radio. El primer guion de cine lo escribí en Costa Rica para una película sobre Sandino que nunca se filmó. El guion se publicó, pero la película que se hizo nada tenía que ver con este guion.

Aunque haya sido tarde, hubo un momento en que tú dijiste «esto es novela».

Fue muy tarde. Yo me formé como cuentista, porque estaba convencido de que el cuento era una cosa y la novela era otro género que nada tenía que ver, y yo quería ser cuentista. Las ideas narrativas que tenía las resolvía a través del cuento. Para mí significaba un desafío técnico el resolver una historia en determinado número de páginas. Me entrené como cuentista leyendo, y lo que leía eran cuentos, de Chéjov o Maupassant a Horacio Quiroga.

¿Y Rulfo?

A Rulfo lo leí después, cuando ya me iba para Costa Rica. Leí primero Pedro Páramo y después El llano en llamas. La lectura de Rulfo para mí fue un parteaguas, como para muchos. Cuando lo leí, mi idea del mundo literario y de la literatura cambió radicalmente. Leí a Rulfo al mismo tiempo que entré a leer a Borges. Estamos hablando del año 1964. Lo que descubrí en Nicaragua era de la biblioteca de un amigo que era cuentista, empleado bancario en Managua. Su biblioteca era una vitrina, yo llegaba a su casa y él me abría las puertas de esa vitrina. Me leí todo: Ambrose Bierce, Mark Twain…

¿Hemingway?

También. Entonces mi entrenamiento era de cuentista. Publiqué mi primer libro de cuentos en 1963, antes de graduarme, lo publiqué por mi cuenta. El libro es una verdadera obra de arte. Lo imprimió un amigo en Nicaragua que era un personaje curioso. Decía que había estudiado tipografía como autodidacto. Era como un maestro tipógrafo artístico. Tenía una pequeña prensita Heidelberg y unas cajas para levantar a mano los tipos móviles. Hacía unos libros preciosos. El mío, es una obra de arte: tiene una pequeña viñeta en la portada con el título. Se hicieron quinientos ejemplares y yo se lo llevé a mi padre, con más miedo de que me dijera «¿cómo es esto? No sacas el título de abogado y vienes con un libro de cuentos. Recuerdo que cogió el libro y me dijo: "Ahora tenés que escribir una novela"». 
Eso me dejó pensando mucho porque, para alguien que no es lector –mi padre era comerciante–, la idea que él tenía es que si había comenzado a escalar la escalera de la literatura ya había pisado el primer peldaño, pero que el verdadero siguiente peldaño era la novela. 

Para eso pasaron casi diez años.

Sí, fui padre a los veintiún años, cuando tuve a mi primer hijo, Sergio. Me puse a escribir esta novela, Tiempo de fulgor, que está escrita bajo el deslumbre de Rulfo. Es una novela muy rulfiana, porque el secreto que me reveló Rulfo es esa nostalgia por el pasado, ese mundo perdido que él expresaba en frases muy cortas, terminantes…

Eso se ha confundido con la mexicanidad, pero no es exclusivo de México, es muy latinoamericano. Gabo tiene algo de eso.

Porque Gabo lo mojó de Rulfo. Los cuentos de Rulfo eran otra cosa distinta a lo que yo había leído, porque el mundo rural de Rulfo era verdadero. El que yo conocía hasta entonces era falso y él me enseñó a comparar mi propio mundo rural con el suyo, porque él hablaba desde abajo, desde los personajes, no desde el balcón académico en el que se subían los que escribían sobre el mundo vernáculo, el mundo indígena, que escribían desde arriba, y solían entrecomillar la frase; eran los guantes quirúrgicos, que decían «esto fuera, esto así, esto yo no lo toco». Rulfo no, él se mete, dialoga con los personajes.

Tiempo de fulgor se publicó en 1970, en la Editorial Universitaria de Guatemala. Es una edición preciosa también. La concebí yo gráficamente. Tenía un amigo, que era el director del área cultural de la universidad y manejaba la imprenta, y me dio manos libres para que manejara el libro. Escogí un grabado antiguo del libro de Esquire, de una vista de León, donde se desarrollaba la novela. El papel era precioso… Ese libro también fueron quinientos ejemplares.

Cuando empezó a tomar vuelo tu obra, tú seguías una vida pública.

Yo veía la literatura con cierta timidez. Sentía que era un outsider del mundo literario, no sé por qué. Tenía hondamente esta vocación de escritor, pero creía que la vida del escritor era otra cosa. Para mí el modelo del escritor era Carlos Fuentes, que lo que hacía era escribir, daba entrevistas sobre la escritura, iba de un lado para otro, y yo veía que ese modelo no lo podía alcanzar porque me estaba ganando la vida como un burócrata. Esa era la idea rara que yo tenía del escritor por culpa de Carlos Fuentes, porque el escritor puede hacer otras cosas. Yo tenía mi carrera, dentro del Consejo Superior de Universidades de Centroamérica (CSUCA) había llegado a jefe de relaciones públicas, había ido escalando hasta, a los pocos años, ser secretario general del organismo con los rectores. Entonces veía cierta incompatibilidad, como si ser escritor fuera una especie de informalidad frente a la importancia que este cargo tenía. Estaba muy metido en la literatura, creé la Editorial Universitaria Centroamericana. Recuerdo que, cuando contratamos como asesor para montar la editorial a Fernando Vidal
Buzzi, que era el gerente general de Editorial Sudamericana en Buenos Aires, llegó a Costa Rica y me dijo: «Che, me han dicho que tú también eres escritor». Yo era incapaz de decirle por qué no publicar mi libro por Sudamericana, y publiqué en Guatemala. Tenía la opción de haber dado el salto a la Editorial Sudamericana, en vez de quedarme dentro de las fronteras centroamericanas, pero no la aproveché. Todavía recuerdo que la primera vez que fui a México, en el año 1966, fue porque había un concurso al que mandé un cuento y me dieron una mención especial. 

¿Cuál fue tu primer viaje a Madrid?

En 1966. Estaba en el CSUCA y nos invitaron los alemanes a un seminario en Berlín. Y después hice un recorrido, muy de turista sudamericano, con otros dos amigos del grupo y fuimos a París, Roma, Madrid y Ámsterdam, en seis días. Aquí, en Madrid, vivía un amigo nicaragüense, Luis Rocha, que era poeta, y en el aeropuerto me estaba esperando con Fernando Quiñones. Ellos estaban veraneando aquí, en la sierra, y esa noche me llegaron a traer y pasé mi primera noche madrileña de tapas, de copas, junto con un cura, que no sabía que llegaría a ser tan famoso, porque fue el que se casó con la duquesa de Alba [Jesús Aguirre]. Y andaba en las cantinas de cura… Él fundó la editorial Taurus.

La pluma la has usado para crónica, cuento, novela, también para cuestiones meramente prácticas, como los guiones por encargo que escribiste en Alemania. Tengo la impresión de que con las novelas es donde más te has soltado las alas.

Cuando empecé a escribir novela, ya me sentí, como se dice ahora, en una zona de confort. Como yo tenía esa idea de que el escritor debía ser escritor, pesó mucho en mí. En 1970, tenía publicada la novela Tiempo de fulgor y tres libros de cuentos, incluyendo De tropeles y tropelías, que había ganado un premio en Venezuela de la revista Imagen, que dirigía Guillermo Sucre. En 1972 estaba a mitad de mi segundo periodo como secretario general del CSUCA y se me abrieron dos opciones, de esas opciones que te resultan juntas en la vida: yo piqué para una maestría en administración pública en la Universidad Stanford y me aceptaron y la Fundación Ford me dio una beca. Me debería haber ido en agosto, pero al mismo tiempo recibí la invitación del programa de artistas residentes en Berlín, de una estancia de un año, y no lo dudé. Todo el mundo pensó que estaba loco: primero, por renunciar a mi cargo, en el que tenía estatus diplomático y un excelente salario, y luego por renunciar a la maestría en Stanford, pero yo dije: «Creo que quiero ser escritor, nada más escritor». Por eso, esa idea de ser solo escritor soltó mis amarras.

Me fui a Berlín y me encontré por primera vez en mi vida en la situación de que, a las ocho de la mañana, lo único que tenía que hacer era escribir, y tenía un viejo escritorio de roble que recogimos en la calle, era un hermosísimo mueble de los años veinte. Tenía mi estudio, una máquina de escribir Mónica Electric, que le pusieron especialmente el teclado en español, había una papelería al lado, en la que me surtía de papel y de todo lo que necesitaba para mi trabajo. Te pagaban el apartamento y te daban un estipendio como de 2.000 dólares, que no era nada frente a lo que ganaba en Costa Rica. Pasábamos dificultades, porque teníamos ya tres niños, había que comprarles ropa de invierno… Vivíamos en una situación un poco estrecha, pero felices porque yo estaba haciendo lo que quería.

¿Se te antoja todavía el cuento?

Mi próximo libro es un libro de cuentos. Siempre vuelvo al cuento. Soy fundamentalmente un novelista, pero el cuento es un viejo amor que no se olvida. Siempre el rigor de la escritura se prueba en el cuento.

Cuando has presenciado un hecho y necesitas transmitirlo, si lo vas a publicar en periódicos, son muy celosos de que allí no haya ficción. Si vas a narrar el accidente, lo narras tal cual. Pero si no te puedes aguantar las ganas, nuestro Eliseo Alberto decía que hay ensayos que necesitan un poco de lluvia, no hay nada que te inhiba añadirla y creo que tú eres un ejemplo de que no hay nada de malo, no tiene por qué prohibírsele al escritor si él siente de pronto que lo que vivió lo puede edulcorar con ficción, lo puede volver ficción.

Ya la misma memoria es una ficción, un recuerdo es una ficción.

A veces uno se sorprende recordando cosas de niño que a lo mejor te las contaron y las recuerdas de muy distinta manera. De pronto, te das cuenta de que comienzas a recordar no de manera cinética, sino en forma de foto fija, entonces ya es una traición misma a la memoria, pero así es como te llega la memoria. Yo creo que eso de la verdad absoluta, con fact-checking, es muy difícil de conseguir, sobre todo si te metes a la crónica literaria, donde tienes que ir poniendo ganchos de atracción para el que está leyendo y, por lo tanto, en eso ya hay algo de invención. 

En este próximo libro Ese día cayó en domingo, hay un cuento que vamos a ver cuál es su evolución... Me encontré con un hecho que me impactó muchísimo: en la página científica del New York Times se publicó un artículo sobre un equipo de científicos norteamericanos, argentinos y guatemaltecos que llegan a hacer un trabajo de campo a una aldea de El Quiché [Guatemala] que fue barrida. Asesinaron a todos los habitantes y luego los mal enterraron, pasaron un aplanadora, quemaron los cadáveres. El equipo de científicos llega como los arqueólogos, con su cepillito de dientes, con sus brochas, y van rearmando los cuerpos, y el jefe va contando cómo llegar a identificar a los niños, a los ancianos, cómo llegar a reconstruir familias con el ADN, van poniendo a los niños con los padres y las madres, juntos. Sobre eso escribí primero un artículo, que fui engrosando con mi imaginación, con mi memoria, y es lo que ocurrió, pero como yo lo estoy viendo. 

Ese es el cuento.

Ese es el cuento, lo que ocurrió. Sin mentir, porque el número de víctimas está en los reportes del trabajo del arqueólogo, pero las escenas están en boca de los testigos, pues algunos sobrevivieron porque huyeron hasta la frontera de México, al otro lado, en Tapachula. 

A través de los relatos de los testigos he reconstruido la visión del momento en que el ejército desciende desde los helicópteros, entran los camiones, toman el pueblo, llaman a la gente, la convocan, les dicen que van a asar dos bueyes, porque van a hacer una barbacoa, una fiesta para todo el mundo, y van a matarlos. 

Esa es la historia, y yo la voy a transformar. El relato está escrito con una técnica absolutamente periodística, donde no interviene nada más que el peso del relato mismo de los hechos y todo termina con el juicio de Ríos Montt, a quien juzgan, nunca lo logran condenar, y al final, antes de que se muera, lo llevan al juzgado con una camilla, con suero… Ahí se cierra el relato.

¿No pasó eso con tu novela Margarita está linda la mar?

También, claro. Yo creo que Margarita tiene mucho de parodia, en el sentido de imitar lenguajes. Lo que hice fue meterme dentro de los lenguajes. Por un lado, el lenguaje periodístico, judicial, forense, a la hora de narrar el complot de cuando mataron a Somoza y, por otro lado, el lenguaje modernista. Me pasé leyendo la colección de las revistas Mundial y Elegancias, dirigidas por Rubén Darío en París. Eran unas revistas muy lujosas, financiadas por empresarios uruguayos, y nombraron a Rubén director de las dos, por el nombre que él tenía, porque era un buen periodista. Es muy curioso, porque Mundial era una revista literaria, y Elegancias era una revista de modas, social, como si leyeras el ¡Hola! hoy en día. Me fui a Elegancias a meterme dentro de lo que era la belle époque de París y el lenguaje con el que esta revista, en español, estaba escrita en París. Yo reconstruyo, escribo que, cuando Darío se despide –era un hombre muy tímido–, en el banquete comienza a hablar y el discurso que pronuncia no es sobre literatura, es sobre la moda en París. Yo lo escribí en ese lenguaje modernista con el que se escribía esa revista.

MEDALLA DE ORO DEL CBA A SERGIO RAMÍREZ
25.10.21

ORGANIZA CBA