¿Víctimas o cómplices de la radicalización política?
El 21 de noviembre de 2021, cuando se cumplía el octavo aniversario del comienzo del Euromaidán, o la Revolución de la dignidad en Ucrania, que acabó con los cuatro años de gobierno del prorruso Víktor Yanukóvich, el escritor, traductor y psicoanalista ucraniano Jurko Prochasko preparaba esta premonitoria conferencia, con la que clausuró el debate sobre libertad artística y radicalización política. Prochasko exploró las contradicciones de la libertad y la radicalización política de los artistas y alertó de la amenaza que se cernía sobre su país.
Intentaré abordar el delito de atentar contra la libertad en toda su complejidad y con todas sus contradicciones, en lugar de explicarla a partir del aspecto obvio de la radicalización política. Me esforzaré por no soslayar nada para que, como artistas, no alimentemos la vana esperanza de que, a priori, siempre tenemos derecho a la libertad y que, cuando esta se encuentra en peligro, amenazada o atacada, se debe exclusivamente a motivos externos. Nosotros, los artistas, asumimos y garantizamos la libertad artística y lo único que podemos hacer con ella es utilizarla o, en caso necesario, defenderla. La libertad artística nos parece un derecho indispensable de la modernidad, tan connatural como, por ejemplo, la dignidad humana, pero me gustaría reflexionar sobre el hecho de que no solo hay que disfrutar de la libertad, luchar por ella o defenderla, sino que quizá también haya que ganársela, pues la mayoría de los aspectos que atañen a la falta de libertad artística provienen del interior del artista, no del exterior.
Con frecuencia la libertad artística sufre bajo la autocensura, algo que no se debe solo al miedo a sanciones externas por transgredir ciertas líneas prohibidas, sino también, y con idéntica frecuencia, a la idea de que una expresión libre de la verdad percibida desacreditaría y perjudicaría a la causa en su conjunto. Ciertamente, a veces la libertad artística prospera también bajo la autocensura. A esto se denomina tacto, sensibilidad para actuar correctamente o aptitud estratégica.
Cuando la radicalización política se encuentra con la libertad artística, la mayoría de las veces hay consecuencias, y estas pueden ser muy diferentes entre sí. La radicalización puede provenir del interior del propio artista, quien, o bien puede verse atrapado en ella, o bien puede sentir el deseo de radicalizarse a sí mismo o a otros, o de radicalizar determinadas circunstancias. Incluso se puede apreciar la libertad del artista en su derecho a la libertad de radicalizar la libertad. Los artistas y sus libertades no tienen que ser necesariamente siempre víctimas de la radicalización política. Muchas veces se convierten en herramientas de dicha radicalización, en sus ejecutores, agentes y cómplices voluntarios o involuntarios, convencidos o esperanzados. Otras veces lo hacen de manera premeditada, invocando su derecho a la libertad.
Madrid es un lugar ideal para abordar este tema. Casi un siglo nos separa de la guerra civil española, un ejemplo clásico, casi paradigmático, de la radicalización política y sus devastadoras consecuencias. Ha pasado medio siglo desde la muerte de Franco y España sigue dividida internamente. A día de hoy, los dos frentes están fortalecidos y siguen siendo irreconciliables. Aunque ha sido posible establecer una convivencia pacífica y próspera, ¿cuántos de los artistas, escritores o periodistas españoles y no españoles que se sintieron llamados a posicionarse de manera voluntaria, o supuestamente voluntaria, calificarían su compromiso de no libre? ¿En qué medida es libre el arte comprometido?
Hoy se habla de las dos Ucranias, pero también podemos hablar de las dos Españas, las dos Polonias, los dos Estados Unidos, los dos Israeles, los dos Méxicos, las dos Libias o los dos Afganistanes. Cada vez más países se ven afectados por la pandemia de la división, en parte debido a la radicalización política. Es una realidad potenciada y radicalizada por las redes globales y la naturaleza estructural de la mayoría de los medios de comunicación social, tremendamente movilizadores pero también divisorios y radicalizadores. Como consecuencia de todo ello, nuestro mundo compartido se convierte con increíble rapidez y en todos los sentidos en un «lugar caliente».
Según la teoría de la psicoanalista Melanie Klein, existen dos conceptos de la psique humana: la posición depresiva y la posición esquizoparanoide. Desde hace veinte años, tras el atentado contra las Torres Gemelas, hemos asistido a un aumento vertiginoso de la segunda y podemos afirmar que hoy vivimos en plena época esquizoparanoide. Da la sensación de que, cada vez más, estamos condenados sin remedio a fragmentarnos. Sin embargo, esta fragmentación no promete una diversidad más estimulante, sino la imposibilidad fundamental de acordar un denominador común general. A veces, parece que el mundo entero se encamina con deleite hacia el fantasma de una guerra de limpieza total, que trae consigo una univocidad simplificada. Apenas existen áreas de cuestiones relevantes para la humanidad exentas de esta división, que se manifiesta tanto en dimensiones aparentemente inofensivas, como la política identitaria o la corrección política, hasta el enfrentamiento entre los defensores y los detractores de la vacuna del covid-19. Y lo hace prácticamente en todo el planeta: entre los talibanes y los amigos de una sociedad más abierta en Afganistán, entre los islamistas fundamentalistas y los liberales y tolerantes, entre las personas de mente abierta y las egocéntricas, entre los entusiastas de Europa y los euroescépticos, entre los admiradores de Greta Thunberg y sus enemigos, etcétera. Sería algo precipitado atribuir esta y otras divisiones exclusivamente al eterno conflicto entre Eros y Tánatos, declarándolas intemporales e inseparables de la naturaleza humana y, en consecuencia, también minimizándolas.
Como ucraniano anticolonial con un marcado espíritu antiimperial, yo mismo estoy extremadamente dividido sobre los intentos de Cataluña para obtener la independencia del Estado. Como persona que sabe, porque lo ha vivido, lo profundo que puede ser el deseo de independencia de la hegemonía real o sentida, y lo urgente que puede ser la necesidad de salir del anonimato, los catalanes amantes de la verdad tienen mi simpatía y mi empatía. Sin embargo, esta última disminuye al ver el enorme apoyo del Kremlin, que muchos catalanes aprueban, a ese intento de independencia y el agrado con el que aceptan este apoyo algunos políticos catalanes de manera tácita, amén de celebrarlo con agradecimiento. Y Rusia, que está arrasando Chechenia o Siria, y aviva al mismo tiempo con todas sus fuerzas las divisiones y el caos en el Brexit, en la cuestión del referéndum escocés, que impulsa todas las tendencias centrífugas y separatistas en la Unión Europea y que escinde con el poderío militar y ocupa partes enteras de los países vecinos, vende esto de manera propagandística como el resultado de «esfuerzos por la independencia». ¿No es eso radicalización? Y ¿no afecta acaso a la libertad artística y de expresión?
No quisiera centrar mi reflexión en las evidentes amenazas a la libertad de creación causadas por la radicalización política, tal como se puede observar, por ejemplo, en Bielorrusia, donde hasta la Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich puede ser arrestada y, quizá, incluso torurada, por no hablar del resto de sus colegas mucho menos prominentes. Hay que recordar que el PEN bielorruso fue brutalmente disuelto y prohibido por el Estado [el cierre se produjo el 23 de julio de 2021, junto al de otras 45 ONG], revistas y editoriales han sido destrozadas y artistas e intelectuales, encarcelados, torturados o asesinados.
Eso mismo está a la orden del día en la Rusia de Putin, donde el despotismo trata de mantener el poder a cualquier precio, aunque existen diferentes formas de jugar la partida. Está quien se exilia en Alemania después de publicar una excelente novela que expone los asesinatos de los servicios secretos rusos, sabiendo que en el exilio tampoco se encuentra a salvo del largo brazo del Estado ni de su venganza. Está quien goza de reconocimiento a nivel mundial mientras vive en el exilio interior en Moscú. Y existe otra manera de jugar la partida como la de un escritor ruso [se refiere a Zajar Prilepin] ampliamente reconocido en Occidente, que toma las armas, organiza una tropa con el deseo declarado y manifiesto de matar a cuantos ucranianos sea posible en el frente abierto por Rusia y al que, incluso después de haber hecho esto, se le invita a las ferias internacionales del libro en Europa Occidental mientras, en lugar de recibir un trato como criminal de guerra, disfruta de respeto, de libertad para crear y de la atención del público.
Un ejemplo muy claro de artistas que viven bajo amenazas en Europa es el caso de la Premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk, sistemáticamente amenazada de muerte por los extremistas de la derecha polaca, aunque por su trabajo y su fama mundial debería fortalecer el orgullo nacional. También es evidente la situación de amenaza en la que viven artistas e intelectuales en una Hungría homogeneizada, que se ven obligados a colaborar espiritualmente con el régimen o al exilio interior o exterior. Sin embargo, en la Europa de hoy existen otros dilemas más sutiles. Por ejemplo, en Alemania, a un autor con reconocimiento internacional al que se le acusa de defender públicamente ideas de extrema derecha, se le retira la lealtad y la cooperación institucionales, así como el respaldo de su editorial. Esto suscita reacciones encontradas incluso entre sus oponentes ideológicos, mientras que en su propio bando despierta indignación y una disposición a una radicalización aún mayor.
Querría detenerme en la cuestión de cómo los artistas se ven atrapados por la radicalización política y pasan a ser portavoces comprometidos con uno u otro bando. También en la cuestión de cómo artistas libres participan en la radicalización desde la falta de libertad interior, ya sea antes de tomar esa decisión o como resultado de ella. Por un lado, están atrapados en la constricción y, por otro, en la censura interior, que les impide desviarse de la posición elegida o perjudicarla. Otro asunto es el de la contribución de los artistas a la radicalización, su papel a la hora de poner en peligro la libertad y, por tanto, su responsabilidad para garantizarla y contribuir a la desrradicalización. Pues, por poca influencia que queramos atribuir al arte y a la intelectualidad, una cierta radicalización es consecuencia de lo que se puede considerar un abuso de la libertad artística. Con frecuencia, el arte se esfuerza por ser radical y es habitual que los artistas se vean a sí mismos como innovadores y que se exijan ser radicales respecto a su propia obra o a la de otros, y no solo en el ámbito de la estética.
¿Puede la radicalidad del arte contribuir a la radicalización política, o es esta una suposición demasiado absurda? A veces sucede de manera intencionada, como una provocación deliberada; otras, es una provocación por medio del arte que conduce a una radicalización inesperada. Un buen ejemplo de esto es la última novela de Oran Pamuk, Las noches de la peste (Literatura Random House, 2022), que, por la forma del mensaje, por la estética de la representación, ha causado indignación en su país entre las filas de personas supuestamente afines al escritor.
Los dictadores siempre han intentado ahogar la libertad artística o poner los talentos a su servicio, lo que instantáneamente caricaturiza la libertad, aunque en ocasiones esta situación haya podido arrojar frutos estéticamente relevantes. Jean-Paul Sartre, por ejemplo, pensó estar en el lado correcto de la dialéctica hegeliana cuando defendió a Stalin y elevó el estalinismo a la modalidad humana del antifascismo. Y cuánto odió, por ejemplo, a mi compatriota, el escritor e intelectual Manès Sperber, oriundo de la Galitzia oriental, por atreverse a cuestionar no solo su propia contribución a las aberraciones del comunismo, sino también por acusar a la ortodoxia francesa de connivencia con Sartre en su complicidad con los crímenes del estalinismo. Cuánto lo difamó Sartre intentando arruinar su vida y su reputación.
¿Cuántos artistas como Jean-Paul Sartre, Bernard Shaw o Louis Aragon pasaron por alto las fechorías del comunismo soviético, al igual que los fenómenos y las consecuencias del Holodomor en Ucrania, con el fin de no poner en peligro la causa supuestamente justa del comunismo, visto como antídoto contra el fascismo y el nacionalsocialismo? ¿Cuántos fueron corrompidos por la Unión Soviética ideológica, moral y económicamente? ¿Cómo pasó Gorki de ser un defensor socialmente crítico de los subalternos a convertirse en una coartada humana y humanista y en el patrocinador del realismo socialista y de las represalias contra los artistas en la URSS?
Muy diferente fue la posición de Orwell, Camus, Koestler, pero también de Sperber, Daniel Cohn-Bendit, Walter Mossmann, Wolf Biermann, Gerd Koenen y Kärl Schögel, que tuvieron el coraje y la inteligencia de revisar su propia obra radical anterior. Artistas como Hemingway, Picasso y muchos otros estaban convencidos de que con su genio no solo podrían servir a una sola verdad, sino que tenían que hacerlo. ¿No fueron libres en su decisión? Por supuesto que no. Ilía Ehrenburg y varios autores y artistas soviéticos hicieron lo mismo, aunque por razones muy distintas. Se puede suponer que, más bien, actuaron a partir de una situación de esclavitud, o de falta de libertad impuesta, porque el régimen estalinista al que tenían que prestar servicio y obedecer fue un legado de una radicalidad inaudita hasta entonces, la de los bolcheviques, que radicalizaron sistemática y estratégicamente la sociedad rusa, utilizando métodos cínicos basados en las leyes de Marx. Después, una vez que tomaron el poder, sembraron un terror del que ya no se podía escapar.
Manès Sperber se unió al partido comunista alemán en 1927, en un Berlín totalmente radicalizado. Diez años después, tras el estallido de la guerra civil española, cuando muchos de los principales intelectuales y artistas europeos buscaban de manera franca la proximidad al partido comunista, del que querían ser miembros solo para estar en el lado correcto de la historia, Sperber abandonó el partido en París debido al papel de la URSS en la guerra española.
Como muestra la aclamada serie Babylon Berlin, la joven Unión Soviética buscó de forma sistemática y cínica la radicalización y, en consecuencia, la división social, con todos los medios a su alcance, financiando y enfrentando tanto a los nazis de la derecha como a los comunistas radicales de la izquierda. Por supuesto, esto puede ser considerado ficción, pero algo me dice que este hilo es el menos ficticio de la trama. Durante diez años, Sperber sucumbió a la radicalización, pero también a la seducción de estar en el lado de los justos, porque ¿cómo podía venir algo malo del primer país comunista del mundo? Y aquellos que sabían lo que estaba ocurriendo quisieron ver en ello un mal menor. No es así en el caso de Sperber, Camus u Orwell, a quienes la guerra civil española inmunizó contra el comunismo.
¿Existe alguna libertad en una situación radicalizada? ¿Existe en la radicalización libertad de decisión aparte del lo tomas o lo dejas? ¿Podemos descartar por completo que parte de esa situación tan radicalizada sea adecuada, no solo de forma teórica sino también en la práctica? ¿La lucha por una causa justa no se puede radicalizar? De hecho, ¿no lo hace a menudo? ¿Si se está a favor de la desescalada, de la desradicalización, puede uno arredrarse ante la causa justa? ¿La libertad de tomar una postura radical no es también una (sagrada) libertad artística? ¿O la verdadera libertad es no salir de la situación radical y radicalizada? ¿O la libertad radica en la ignorancia, en el escapismo, en la emigración interior, en el arte por el arte, en el estetecismo? ¿O la libertad, en una situación radical, sería cuestionar incondicionalmente, relativizar, armonizar y buscar una posición objetiva o al menos una tercera posición? ¿Existe siquiera una posición objetiva en una situación radicalizada?
Escribo estas líneas un 21 de noviembre, el día de la libertad y de la dignidad aquí, en Ucrania, donde el 21 de noviembre de 2013 comenzó la protesta pacífica conocida como Euromaidán, o la Revolución de la dignidad, que luego, en respuesta a la violencia estatal, se radicalizó cada vez más. En el caso de Bielorrusia, donde el levantamiento popular fue sofocado, las consecuencias son de sobra conocidas, también en forma del eufemismo «crisis migratoria» en la frontera con Polonia, que, en realidad, fue una guerra híbrida de Rusia y Bielorrusia contra la Unión Europea y contra Occidente en general. ¿Para qué sirve el término «crisis migratoria»? ¿Es un intento de desescalar o un testimonio de crédula ingenuidad y de malentender la realidad? ¿Hablar de un ataque ya sería radical? ¿Es posible desarrollar una posición verdadera frente a un fenómeno mal acuñado desde su origen?
La Revolución de la dignidad en Ucrania se radicalizó de manera violenta. Por lo tanto, ¿es imposible tomar una posición clara y libre al respecto? ¿Toda posición estaría ya distorsionada y deformada? Una abrumadora mayoría de artistas e intelectuales ucranianos son partidarios de esta revolución y muchos participaron en ella. ¿Están todos comprometidos en su libertad? ¿Son todos prejuiciosos, incapaces de opinar libremente? ¿O la libertad consiste precisamente en poder comprometerse? ¿O se tiene que buscar una posición intermedia con tal de lograr la objetividad? ¿Qué puede representar una radicalización mayor que una guerra como la guerra rusa contra Ucrania? ¿Se puede participar en actos radicales sin defender puntos de vista radicales?
Mis contemporáneos en Ucrania hacen películas, montan producciones teatrales y escriben novelas sobre esta guerra no porque tengan que hacerlo, sino porque quieren hacerlo y porque no pueden evitarlo. Lo hacen por su propio deseo, por un imperativo que se imponen a sí mismos. ¿Qué ven y qué pasan por alto? ¿Qué es lo que no pueden ver? ¿Hay algo que no quieran ver? ¿Están influenciados? Sin duda. ¿Son neutrales? Claro que no. ¿Están privados de libertad? No del todo. ¿Significa esto que todos están ciegos? Muy posible. ¿Significa que han perdido su libertad interior? Poco probable, sobre todo porque son muy diferentes entre ellos. Pero un hecho está claro: los ucranianos no desatamos esta guerra, no la quisimos. No conozco a un solo ucraniano que la quisiera. Tampoco los artistas, quienes, por supuesto, preferirían escribir sobre otra cosa.
Encontrar una posición intermedia, neutral, es equivalente a relativizar la libertad. Uno puede querer transmitir, acercar, armonizar, pero también puede relativizar de manera inconsciente, o bien de manera deliberada. ¿Se está más cerca de la libertad si se relativiza? De la relativización al relativismo moral y el relativismo de valores a veces solo hay un paso insignificante. Esto tampoco es nuevo. Lo único nuevo es que, en la era de la posverdad y de los hechos alternativos, las técnicas más sofisticadas ya no consisten en la propaganda o en el ocultamiento y la negación de verdades incómodas, sino en las estrategias que deben mostrar que hay un gran número de verdades equivalentes, lo que, en definitiva, significa que no hay verdad en absoluto.
¿Por qué el putinismo en sus actividades y efectos divisorios, polarizadores, radicalizadores y desestabilizadores no se reconoce ni se combate adecuadamente? ¿Por qué no se considera, por su actividad propagandística y desestabilizadora, a la emisora estatal rusa Russia Today una amenaza directa a la libertad de expresión? Creo que esto se debe, en gran parte, a la poca voluntad que hay en Occidente de apartarse de los cómodos esquemas intelectuales y sentimentales según los cuales la Unión Soviética fue un símbolo de la justicia socialista y de la solidaridad internacional antifascista. Y todos aquellos que se encuentran en conflicto con Rusia son tildados de perversos reaccionarios o de auténticos fascistas. ¿No es esta idea también muy radical y, por lo tanto, radicalizadora, debido precisamente a su clamorosa simplificación? ¿Pueden los que se han enamorado de esta idea considerarse todavía libres? La falta de libertad de los artistas debida a sus propios prejuicios, a su propia ignorancia y a su propio egocentrismo es un aspecto más del tema que me ocupa.
Por cierto, el hecho de que en el momento en que escribo estas líneas un ejército ruso enorme esté rodeando mi país por tres flancos, dispuesto a atacarlo quizá a finales de enero o principios de febrero nos radicaliza todavía más. Los ucranianos estaríamos muy contentos de estar libres de esa radicalización y de esa realidad. Tras la ocupación de parte del Donbás, intelectuales y artistas ucranianos, como el filósofo y experto en historia de las religiones Ihor Koslovski o el periodista y escritor Stanislav Asejev, fueron, al igual que muchos otros intelectuales y artistas ucranianos, arrestados y torturados durante meses en el campo de concentración Izolyatsia, una antigua fundación de arte que debe su nombre a una fábrica soviética de aislantes, en la que, de 2009 a 2014, hubo, un espacio público para el libre intercambio de opiniones. Fueron liberados gracias a la intensa presión internacional y al intercambio de prisioneros, pese a que no eran presos de guerra, sino intelectuales civiles. Que ahora escriban y hablen sobre su experiencia en la cárcel desde la Ucrania libre, ¿supone un acto de libertad por poder contarlo o de falta de libertad por tener que contarlo? Hoy en día todos somos, de alguna manera, la España eternamente dividida y divisiva.