Músicas populares africanas:
Entre el origen y la negritud
Tania Safura Adam, periodista, crítica cultural y fundadora de Radio África Magazine, repasa en este texto el desarrollo de la musicalidad africana, que, como todas las músicas populares, conserva su vínculo cotidiano con la vida comunal, algo que queda muy lejos de la idea occidental de la música como elemento de disfrute, arte autónomo o incluso herramienta de distinción cultural. Una música, no obstante, cuyo destino ha quedado marcado por el contacto con Occidente y por la colonización.
Cuando la tradición se encontró con la modernidad
En 1972, José Adelino Barcelo de Carvalho, un exiliado angolano en Róterdam conocido como Bonga, grababa Angola 72, su disco más polémico. La banda sonora de los revolucionarios que luchaban por la independencia mientras la dictadura portuguesa y el régimen colonial se derrumbaban. El álbum entraba de contrabando en Portugal y Angola, y es uno de los más bellos de la historia de las músicas africanas. Una melancolía personificada en forma de sembas, el género más popular de Angola. Para Bonga, su música es «a cultura do povo para o povo» [la cultura del pueblo para el pueblo]. Porque en Angola, como en el resto del continente, la música es el pueblo y el pueblo es la música; un arte inherente a la vida. Allí donde hay gente hay música: en las calles, en las celebraciones, en las radios, en los locales de conciertos o en los teléfonos.
Para el musicólogo ghanés Kwabena Nketia, el punto de partida para comprender e interpretar la música popular contemporánea es la música tradicional africana y sus antecedentes históricos. En su libro The Music of Africa (1974), sostiene que la música tradicional está asociada a las instituciones tradicionales de la era precolonial, y para aquellas formas musicales contaminadas por las influencias occidentales reserva la expresión «nuevo contexto tradicional», lo que algunos llaman «contextos neotradicionales». Ya sean tradicionales, neotradicionales o modernas, las músicas se enmarcan en la tradición oral y siempre han formado parte integral de la existencia en el continente, «de la cuna a la tumba». Es decir, no son músicas para complacer el oído, sino que son la forma en que se manifiesta la vida comunal a través del sonido, en la que intervienen tanto los músicos y bailarines como el público. Esta concepción de la música comunal, que nada tiene de exótico, difiere de la idea occidental que concibe la música como un lugar para expresar emociones, como una forma de arte y de placer individual.
En 1975, cuando los países bajo el dominio colonial portugués conseguían su soberanía y las políticas de authenticité africaine de Mobutu Sese Seko hacían estragos, el escritor y cantautor camerunés Francis Bebey publicaba otra de las obras seminales sobre música africana: African Music: A People’s Art (1975). En ella se refiere a la música tradicional como la música de las personas negras de África, y dice que es «una propiedad comunal cuyas cualidades espirituales son compartidas por todos; es una expresión de vida, un arte colectivo». Para Bebey, las músicas africanas tradicionales abarcan el lenguaje hablado, todo tipo de sonidos naturales, la voz, el cuerpo, los instrumentos y las danzas. Y plantea como ejemplo los juegos musicales practicados en muchas tradiciones que, además de ser un entretenimiento, son parte indispensable del aprendizaje de los niños. Las canciones forman parte de la tradición oral y son el vehículo de transmisión del conocimiento acumulado y un modo de transmisión de valores. De tal manera que una sencilla canción de cuna tiene la intención de calmar al bebé y adormecerlo, pero al mismo tiempo expresa la gratitud de su madre hacia la naturaleza. Estos juegos musicales en la crianza nunca son gratuitos. Son el inicio de la formación musical que los prepara para participar en todos los ámbitos de la actividad adulta: pesca, caza, agricultura, molienda de maíz, asistencia a bodas o a funerales. Según Bebey, el niño africano revela una aptitud natural para la música a una edad muy temprana, por lo general le encanta imitar los cantos y bailes de sus mayores. También defiende la tesis de que la mayoría de los africanos goza de un sentido natural del ritmo, un instinto que les permite dominar las técnicas de instrumentos melódicos más complicados.
Sin embargo, lo cierto es que conviene huir del romanticismo de esta concepción tradicionalista, que solo atiende al universo rural y no tiene en cuenta que en numerosas tradiciones tocar determinados instrumentos o participar en ceremonias tradicionales no es algo que esté abierto a todos. Existen reglas estrictas que gobiernan la elección de los instrumentos que se utilizarán y qué músicos pueden hacer uso de ellos. Por otra parte, en muchas sociedades las mujeres tenían y tienen prohibido tocar ciertos instrumentos, y otros se reservaban solo para los más talentosos.
Sobre las músicas populares
Desde mediados del siglo XIX, las músicas populares en África son un hervidero de nuevos sonidos, una extensión moderna de la música recreativa tradicional mezclada con elementos importados de Occidente, Oriente y la diáspora negra de las Américas. Se crean bajo la enorme diversidad de composiciones sociales y experiencias históricas, desde los grandes imperios y reinos de África Occidental, las antiguas culturas cosmopolitas de la costa suajili y el núcleo cristiano copto de Etiopía, hasta la difusión medieval del islam en todo el Sáhara. Sin embargo, el contacto con Occidente ha marcado su destino; la trata trasatlántica y la colonización fueron los grandes moduladores de las músicas africanas. Estos acontecimientos han ido disponiendo un mosaico de experiencias fuertemente contrastadas que han forzado a los africanos a adaptarse y a innovar permanentemente, al mismo tiempo que intentaban preservar su herencia ancestral en actos de afirmación y resiliencia artística.
Desde las zonas costeras de Ghana, Kenia, Tanzania, Sierra Leona o Ciudad del Cabo, las bandas de regimiento, los misioneros, los esclavos liberados o los marineros y estibadores fueron introduciendo elementos foráneos en las músicas y establecieron las bases del futuro de las músicas populares africanas. Sonidos como el beni, el borborbor, el goombay jamaicano, el asiko, el native blues o el dansi, por nombrar algunos, se inician en la costa y se van transformando a medida que se expanden y adentran por el interior del continente a través del auge de las plantaciones y las minerías.
Este proceso de transformación se acelera tras la Conferencia de Berlín (1885). Entonces, los exploradores pasan a ser colonizadores y los civiles europeos se asientan en el territorio y, con ellos, dan comienzo los cambios culturales progresivo-agresivos que inciden en la vida cotidiana e intervienen en absolutamente todas las dimensiones socioculturales. En pocas décadas se modificaron prácticas cuyas secuelas perduran hasta hoy. El lenguaje musical se vio profundamente afectado: el canto en lengua extranjera transformó la armonía, los instrumentos modernos modificaron la melodía y la forma de tocar, a la vez que permitieron la eclosión de nuevos estilos, mientras que los ritmos rara vez se entregaron al apetito europeo. Tal como afirma el musicólogo ghanés Kofi Agawu, «la música europea colonizó partes bastante significativas del panorama musical africano, quitando su cuerpo y dejando el vestido, transformando su forma mientras dejaba algunas características que le permitían seguir siendo nombradas músicas africanas». Por otro lado, las migraciones internas hacia zonas urbanas, los procesos segregacionistas, las injerencias religiosas o los sucesivos conflictos bélicos también tuvieron una clara influencia en la música.
Aparte de las injerencias foráneas y de las transformaciones que los sonidos pudieran experimentar por otros motivos, a partir de la segunda mitad del siglo XX las políticas culturales socialistas fueron detonantes del surgimiento de una modernidad musical en el continente. Entre 1955 y 1970, precipitaron los procesos de soberanía, afectando de manera inesperada a las músicas populares y al entretenimiento general de las poblaciones. En ese tiempo se produce una cultura popular bajo una perspectiva antiimperialista y panafricanista, pero sobre todo africanista. Esta agitación cultural se sostiene en parte gracias a los medios de difusión como la imprenta, la fotografía, el gramófono o la radio, que hacen llegar una cultura mediatizada afroamericana. La emancipación de las poblaciones negras genera una ola de optimismo y la cultura popular da un vuelco hacia una producción mixta con base y orgullo africanos. La lucha por la cultura nacional se sitúa en el centro mismo de las políticas de liberación colonial, provocando una verdadera revolución cultural con la música como uno de los pilares de la agitación.
De manera voluntaria o forzosa, surge una gran variedad de nuevos estilos populares que incorporan elementos tradicionales y foráneos. Aunque estos géneros son el resultado de intrusiones culturales, no hay que pasar por alto que también participan en esos procesos históricos, los encarnan y dialogan con el entorno a la vez que se transforman. Pensemos por un momento que el afrobeat surge como una conjunción de la música yoruba, jazz, highlife y funk a finales de los sesenta. Una vez que se convierte en el sonido de Lagos, participa en un momento de la ciudad, el de Fela Kuti y el Afrika Shrine, para poco a poco convertirse en un estilo global. El afrobeat es un paradigma de mutación y de transformación del panorama musical para, a su vez, dar lugar a otros estilos como, por ejemplo, el afrobeats, un sonido urbano desarrollado a finales de los noventa en Nigeria y Ghana. Esta es la prueba de la imposibilidad de referirse a las músicas populares africanas en términos binarios de tradición-modernidad, porque gran parte de la producción cultural no puede clasificarse como «tradicional» o «moderna», «oral» o «alfabetizada», «indígena» u «occidental», pues existen formas culturales que se disuelven en todas esas distinciones. Esta es la historia del kwaito o el kwela en Sudáfrica, del makossa o el bikutsi en Camerún, del highlife o el palwine en Nigeria y Ghana, del funana y la morna en Cabo Verde, etcétera.
Las configuraciones de músicas populares son múltiples y, al igual que las músicas tradicionales y los instrumentos, su categorización resulta un tema controvertido. El profesor Agawu propone hablar de las variedades de la música popular africana, pues el hecho de nombrar los estilos, los géneros o incluso los instrumentos puede conducir a un cierto grado de arbitrariedad. Factores como quién propone el nombre y cuándo, o en qué lugar la ubica –tradicional, popular o artístico–, adquieren cierta relevancia, sobre todo cuando estructuras compositivas y de estilo son parecidas y toman diferentes nombres. Ese es el caso del soukous, que se llama lingala o congo pero también es conocido como rumba africana. O la música palmwine, que también se denomina maringa. Y, en segundo lugar, sugiere que la música africana sea un lugar de expresión artística más que de categorías, géneros o repertorios. Por esa razón, y ante las múltiples dominaciones, plantea abordar las músicas dentro de las «cosmovisiones africanas», en las que el binomio espacio-tiempo escapa de cualquier linealidad o absolutismo. Lo que propone, en definitiva, es despojarlas de cualquier cliché para su disfrute, porque ¿quién necesita las categorías y etiquetas para el gozo? El inconveniente es que, en la realidad del mercado donde conviven las músicas, se requiere de nomenclaturas y categorizaciones para operar, por lo que resulta difícil despojarnos del lastre de las etiquetas.
La reinvención de África
En 1977, el escritor nigeriano Chinua Achebe publica Una imagen de África: racismo en «El corazón de las tinieblas», y ataca la obra de Joseph Conrad, porque afirma que África misma se presenta como «la antítesis de Europa y, por lo tanto, de la civilización», «un complemento de Europa, como lugar de carencias, a la vez remotas y vagamente familiares, frente al cual el propio estado de gracia espiritual europeo se hará manifiesto». Cuando el filósofo congolés Valentin Y. Mudimbe publica, en 1988, The Invention of Africa. Gnosis, Philosophy and Order of Knowledge, el continente está inmerso en una gran crisis social, política y económica. La obra es decisiva porque reflexiona sobre la «filosofía africana» y advierte del peligro del uso de esta locución, ya que invita a la comparación con el patrimonio escrito de la filosofía occidental, cuando en realidad aquella filosofía atiende sobre todo a la tradición oral. En el libro, Mudimbe expone que, al igual que el negro, África es un invento artificial construido por los europeos durante el periodo colonial. Mudimbe sería para el africanismo lo que Edward Said fue para el orientalismo. Crítico respecto a los símbolos uniformadores y reduccionistas con los que se concibe África, así como con el papel de los misioneros, antropólogos y exploradores, a los que acusa de subalternizar la «condición africana» e introducir distorsiones en la imaginería africana que afectan tanto fuera como dentro del continente, negando cualquier participación del continente en el progreso humano. Una visión reduccionista que ya había intentado contrastar el historiador y antropólogo senegalés Cheikh Anta Diop (1923-1986) con su libro Naciones negras y cultura (1954), obra que demuestra el origen negro de la civilización del Antiguo Egipto.
Estos imaginarios dañados se intentan enmendar desde hace décadas con la literatura, el arte o la música, afectando y arrastrando a varias generaciones de creadores a hablar de África y sus vicisitudes. De hecho, cada vez hay más artistas que se niegan a ocupar esta posición que les viene dada. En una entrevista con la escritora zimbabuense NoViolet Bulawayo, publicada en 2019 en Radio África Magazine, le pregunté si se veía empujada a predicar sobre el continente, a lo que me respondió:
Depende del contexto de la conversación. Es agotador tener que explicarle a Occidente quién eres, porque esa es la expectativa. Intento alejarme de ese posicionamiento, pues mis colegas occidentales no acostumbran a hacerlo. Pero cuando estoy en el continente, la verdad es que no me molesta esa conversación porque me interesa nutrir la escritura africana, ampliar las perspectivas y construir puentes que puedan cruzar distintas fronteras. Aunque no lo crean, somos un continente, pero con muchos países, y no hablamos todo lo que debiéramos entre nosotros.
Desde los años noventa una nueva generación de artistas y creadores del continente y la diáspora proponen un lugar de enunciación propio. Han sido capaces de elaborar y amplificar discursos emancipatorios, aunque en ocasiones esencialistas, a través de las artes y la tecnología, rechazando el lugar de África y de los africanos en el imaginario global. El texto «Cómo escribir sobre África» del escritor keniano Binyavanga Wainaina es un paradigma de esta nueva ola de disidencia cultural desacomplejada y desconectada de las ideologías de las descolonizaciones. Publicado en 2005 en la revista Granta, el artículo de Wainaina sorprendió por la combinación de inteligencia y sátira y situó a su autor como uno de los intelectuales pop de referencia contemporáneos.
Un proceso similar se produjo con el discurso «El peligro de la historia única» (2009) de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, cuya lectura, difundida en un vídeo de apenas dieciocho minutos en TEDx Talk, fascinó al mundo entero con un brillante alegato que permitía entender a la perfección la tesis de Mudimbe desde un relato popular en primera persona. Adichie utiliza su vida y su escritura para hablar de los males de la colonialidad y de la necesidad de descolonizar los imaginarios colectivos asociados al continente y a las mujeres. En su disertación narra cómo, inconscientemente y durante años, reprodujo en su escritura imágenes de un mundo «blanco» muy distinto al suyo. Un mundo considerado mejor y más «perfecto», cuyos imaginarios le habían sido impuestos mediante la influencia de libros, periódicos, la televisión o la radio, y sobre todo alerta de los males de los absolutismos.
Era inimaginable que una escritora se convirtiera en el icono pop africano, venerada tanto por la diáspora o los continentales como por un ejército de occidentales fascinados por su exotismo intelectual y físico. Sin embargo, más que el discurso viral en TEDx Talk, trabajos como las novelas Medio sol amarillo, Americanah o el ensayo Todos deberíamos ser feministas son los que han catapultado a Adichie al star system global, convirtiéndola en el paradigma del África del siglo XXI: un continente joven, con ansias de emanciparse de una vez por todas y de trascender las corrientes «afropesimistas» y «afropositivistas» que, en parte, son responsables de empujar los imaginarios africanos hacia los extremos. El continente no es una tierra perdida llena de guerras, genocidios, sequías, y tampoco es un lugar rebosante de creatividad, imaginación y genialidad. Es todo eso y nada de eso. Ambas posiciones generan gramáticas artificiales que acababan por situar a África como un espejo de Occidente cuando supuestamente hace bien las cosas, estableciendo así el alegato del «también», como una manera de ponerla en sintonía con el resto de la humanidad, pero siempre asumiendo su inferioridad. Porque «En África también…» es un titular común en diversos medios.
Estas deformaciones perceptivas beben de la idea abstracta de África, la que señala Mudimbe. Pero la utopía de un África libre y sin guerras siempre ha estado presente en el imaginario de los músicos que durante la colonización cantaban a la liberación y que luego, en el África poscolonial, cantaron al hedonismo, a la vida en general y renegaron del neocolonialismo y del abuso de las élites africanas. Muchos acabaron apelando a la colectividad para una verdadera transformación porque, al final, los africanos y las africanas son quienes han de transformar el continente. Este sentimiento, que tildaría como un pospanafricanismo, tiene como eje central las crisis de los Estados de finales de los años setenta. Entonces, la idea de África se refuerza en el imaginario popular y se produce el fenómeno musical en defensa del continente popular. Son numerosos los grupos y artistas que recurren a esta idea en sus canciones, ya sea para llamar la atención mundial sobre su situación y la de sus habitantes o para reforzar la necesidad de unión: «African Man» de Tony Allen, «Africa Boogie» de Manu Dibango, «African Convention» de Miriam Makeba, «Africans» de Nneka, «Africa» de Yemi Alade, «Africa United» de Bob Marley & The Wailers, «Africa» de Salif Keita, «Africa» de Bongi Makeba, «African Secret Society» de Hugh Masekela, «Africa» de Habib Koité o «Beautiful Africa» de Rokia Traoré, por nombrar a algunos temas.
Música africana o música negra
Llegados a este punto, habría que deshacer ciertas confusiones. Primero, aclarar la diferencia entre música hecha en África, que incluye todos los repertorios que se tocan en el continente, independientemente del origen, y la música africana, que hace referencia al origen; es decir, a la música concebida, creada y tocada por personas africanas y de la diáspora, que incluye el vasto repertorio de música creada desde la época precolonial. Sin embargo, referirnos al origen comporta ciertos conflictos. Un día, al final de una de mis clases de música, una alumna me preguntó si tenía sentido seguir hablando de «música africana». Titubeé por un momento hasta que finalmente le contesté que para mí sí, porque a pesar de apelar a un origen a veces difuso servía para reformular muchos prejuicios y muchas historias mal contadas. No se han explicado bien las músicas africanas y, hasta que no lo hagamos, me parecía importante referirnos al origen. En cambio, el periodista y escritor Ntone Edjabe, fundador de la plataforma cultural Chimurenga, considera que es mejor obviar el origen y hablar de música negra: «Creo que ahora estamos en un punto en el que hablar de África es señalar el origen. Ahora bien, no me interesa de dónde vienen las cosas ni el debate sobre el origen. Lo que me interesa realmente es lo que puede desmantelar el sistema en el que estamos operando actualmente. Y creo que lo que puede desmantelarlo es la negritud. Lo desbarata todo. No creo que la africanidad lo haga. La negritud lo perturba todo en cualquier forma en que se manifieste. Así que, por ejemplo, en el momento en que empiezas a hablar de la música negra estás cuestionando toda la música, porque la música tiene una historia, tiene una forma, está codificada por Occidente. Así que me interesa algo que desafíe todos estos códigos y que ejerza presión sobre ellos».
Estoy de acuerdo con Ntone, soy consciente de que en un futuro próximo tendremos que empezar a hablar de música negra, pero, mientras nos preparamos para hacerlo, habría que sacar a la luz qué ha ocurrido en el continente en el último siglo a nivel musical para luego reformular numerosos discursos. Por todo ello, sigo defendiendo hablar de músicas africanas. Y habría que aclarar que Edjabe, al igual que Amiri Baraka en su libro Black Music, cuando habla de «música negra» no está hablando de un género ni de música producida por ciertas personas, sino que se refiere a un proyecto sónico de desmantelamiento de lo occidental. Por ello, considero que entender cómo se ha desarrollado la musicalidad africana en el último siglo es fundamental para ubicar la música dentro de un cuerpo de conocimiento, probablemente el más importante que se ha generado en el continente.