Europa, un monstruo que se amenaza a sí mismo
Aleš Šteger, uno de los autores fundamentales de la literatura contemporánea eslovena, editor y traductor al alemán de la obra de César Vallejo o Pablo Neruda, abrió con esta conferencia el debate sobre la radicalización política y la libertad artística en Europa. En ella plantea las contradicciones que encierra la autonomía de los artistas en un contexto dominado por internet y cada vez más polarizado, donde «la avaricia económica, la superioridad colonial y un escaso conocimiento de la diversidad de las culturas europeas hacen de Europa un monstruo que se amenaza a sí mismo y que permite que las mismas prácticas que teme se conviertan en norma futura».
La estructura clásica de las novelas policiacas consiste en empezar a buscar al culpable desde el final, desde la escena del crimen, para, a partir de ahí, ir reconstruyendo la historia hasta el principio. Voy a usar esa misma estrategia. Empezaré por el final, planteando qué se entiende por radicalización política y por Europa. Sé que me adentro en un terreno muy complicado, pues todos los intentos de definición han fracasado hasta ahora.
Hace cincuenta años, en Europa Occidental, países que habían pertenecido al antiguo imperio soviético, como los Estados bálticos o Ucrania, no eran considerados europeos desde el punto de vista económico o cultural. Sin embargo, hoy son parte integrante de nuestra concepción territorial de Europa, lo que significa que nuestro concepto de Europa cambia drásticamente según el estado de ánimo geopolítico. Seguimos preguntándonos en voz baja si Bielorrusia, Moldavia, Georgia, Albania, Bosnia, Serbia, Macedonia del Norte y, por último, pero no menos importante, Israel son Europa. Tampoco podemos dejar de hacernos preguntas, hoy pasadas de moda, que antes de 1989 estaban en boca de todos. Por ejemplo, si San Petersburgo, Moscú, Estambul y, cada vez más, Londres son Europa.
Para responder a la pregunta «¿Cómo la radicalización política pone en peligro la libertad artística en Europa?», estas cuestiones tienen enormes consecuencias y resultan cruciales a la hora de reflexionar sobre la libertad artística en el continente europeo. Quiero insistir en que, cuando en nuestra Alianza de Academias hablemos de Europa, no podemos permitirnos pensar solo en el área Schengen o en la Unión Europea.
La acuñación del concepto de libertad artística implica que existen diferentes formas de libertades para diferentes grupos de personas. Las libertades de la infancia, de los migrantes, de los grupos minoritarios o del colectivo LGTBIQ+ son distintas a la libertad artística, que, en sí misma, escapa a las definiciones generales. Quizá, la definición más adecuada sea la que recoge la Convención de la Unesco de 2005 sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, donde la libertad artística se entiende como «la libertad de imaginar, crear y distribuir diversas expresiones culturales libres de la censura gubernamental, la interferencia política o las presiones de actores no estatales».
La cuestión de la libertad artística es también una cuestión filosófico-ética. ¿Poseemos los artistas el derecho a expresar cualquier cosa sin tener en cuenta las consecuencias y los conflictos que pueden provocar nuestros actos y nuestras creaciones artísticas? ¿Pueden Europa y sus sociedades permitirse un laboratorio de libertades en el que se desarrollen acciones, análisis y planteamientos sobre la libertad, la materia más difícil, que en otros contextos se consideran cuestionables, incluso inapropiados, moralmente discutibles u ofensivos para gran parte de la sociedad? El caso de Charlie Hebdo se ha convertido en el ejemplo más notable, y sumamente trágico, del conflicto entre las diferentes experiencias de los espacios de libertad, entre lo sagrado y lo permisible para miembros de diferentes creencias ideológicas, religiosas y políticas. En la Europa cambiante del siglo XXI, ¿podemos permitirnos el arte como un territorio autónomo de prácticas que puedan ser potencialmente ofensivas o controvertidas para aquellos que no aceptan nuestra división entre arte y todo lo demás, que no reconocen el estatus especial del arte y, por lo tanto, el escudo invisible que defiende la práctica artística? ¿Podemos permitirnos todo el arte y, con él, las posiciones artísticas más extremas? ¿Podemos permitirnos, incluso, el arte potencialmente dañino, el arte malo, que, reconozcámoslo, a veces utiliza de manera desacertada la etiqueta de creación artística como tapadera de unas prácticas cuyo objetivo principal no es otro que la propaganda y el fortalecimiento de determinadas ideologías?
Estas cuestiones no son meramente teóricas. Quienes trabajamos en el ámbito del arte sabemos que la respuesta a la pregunta de si el arte necesita una libertad incuestionable solo puede ser afirmativa. Sin embargo, aunque reivindiquemos la autonomía irrevocable del arte, todos sabemos que, en realidad, los muros de nuestras libertades son muy estrechos y están fuertemente condicionados por el contexto cultural. Los tabús sociales, los límites del buen gusto, el cuestionamiento de los puntos neurálgicos de la sociedad, el esclarecimiento de los casos de autocensura son, en cierto modo, un frente en el que nuestra lucha, cuyo objetivo es integrar poco a poco los logros de este proceso radical de autoexamen en una sociedad más amplia, tolerante abierta y digna de ser vivida, más inmune al odio, a la intolerancia y a otros sinsentidos, es más o menos sutil. Quienes trabajamos en el ámbito del arte sabemos que cualquier restricción sistémica de nuestras libertades abriría una caja de Pandora en la que cada sociedad y cada gobierno podrían establecer límites, instaurando una vía libre a la censura sistémica y a la persecución política de los artistas. La respuesta de muchos actores políticos, económicos, globales, religiosos, tecnológicos y financieros a la pregunta de si Europa puede permitirse un territorio libre para el arte es, por supuesto, contraria a la nuestra. Esta evidente contradicción entre las nociones de libertad artística se ha intensificado de manera notable en los últimos quince años.
Hace años firmé un llamamiento abierto a artistas de todo el mundo para reforzar la privacidad y los derechos en la red frente a las restricciones impuestas por los gigantes tecnológicos. No conseguimos nada, pero, aunque la libertad del arte en la red parezca una idea utópica, sin duda hay que luchar por ella. Estas restricciones comienzan con la subordinación económica, la imposición de un conjunto de reglas de lo que está permitido y lo que no y el establecimiento de categorías, a menudo muy problemáticas, de corrección política y autocontención en lo que atañe al arte. Mientras Facebook censura la publicación de fotografías artísticas de estatuas griegas porque muestran un grado excesivo de desnudez, florece la dark web, un mundo paralelo en el que se permite casi todo. Los gobiernos de nuestras democracias occidentales permiten tecnológicamente, e incluso cofinancian, la esquizofrenia de esta realidad cotidiana.
Cuando hablamos de la amenaza a la libertad artística en Europa, lo primero que nos viene a la cabeza es la realidad de las sociedades occidentales ricas y un par de ejemplos de países, en su mayoría de Europa del Este, en los que los cuasi dictadores electos democráticamente moldean sistemáticamente los principios democráticos para reforzar su propio poder y el de las élites gobernantes. Se trata de un fenómeno muy peligroso, y existe un miedo fundado a que se convierta en la normalidad, en una especie de principio de gobierno pseudodemocrático del futuro. Aunque esta crítica está justificada, olvidamos demasiado rápido el entramado del mundo global, la esquizofrenia de las políticas de los países que no quieren seguir el modelo de Rusia, Polonia o Hungría; es decir, olvidamos la ignorancia pragmática, el egoísmo brutal y la ceguera que desarrollan las democracias occidentales cuando sus intereses están en juego. Los derechos a ejercer una autonomía artística en las sociedades en peligro, donde nos enfrentamos a la desintegración de la democracia y del pluralismo, son un daño colateral que muchos interpretan de forma cínica. La avaricia económica, la superioridad colonial y un escaso conocimiento de la diversidad de las culturas europeas, junto a una falta de voluntad para profundizar en la integración y desarmar a los gobernantes políticos locales, hacen de Europa un monstruo que se amenaza a sí mismo y que permite, con demasiada frecuencia, que las mismas prácticas que teme se conviertan en norma futura.
Volviendo a la cuestión de la radicalización política que se vive en muchos países europeos, hay que señalar que no es una causa en sí misma, sino la consecuencia de un largo proceso. Para que se produzca debe existir un terreno fértil, compuesto por el descontento y la presencia de traumas del pasado no resueltos y por la incapacidad de visualizar un futuro posible dentro de los valores positivos europeos. A diferencia de lo que ocurría en los regímenes totalitarios clásicos, asistimos a una radicalización de la comprensión de los sistemas de poder elegidos democráticamente, que va de la mano de amplias interpretaciones jurídicas de los marcos acordados por los fundadores de Europa. Las nuevas generaciones de dirigentes de Europa del Este solo conocieron la amenaza de los horrores y de la devastación de la guerra por los libros de texto, y utilizan la reinterpretación de los hechos históricos y de las supuestas injusticias pasadas sin ningún rigor, como impulso central para la activación de las masas. Estos políticos incluyen en sus agendas traumas históricos de los que abusan. Sus gobiernos son estructuras populistas que han aprendido la lección de la democracia de que, con un poderoso aparato legal y una mayoría parlamentaria elegida democráticamente, es posible cambiarlo todo, incluso los principios de la democracia y de la libertad. Para ello utilizan estas prácticas pérfidas y amorales que encuentran cobertura oficial en leyes y normas. Cualquier recorte de derechos, así como la privación de determinados grupos sociales, tiene su correspondiente decreto, una ordenanza o una ley, y la posibilidad legal de presentar un recurso de apelación que está condenada al fracaso.
La coexistencia de puntos de vista opuestos en el terreno ideológico y artístico, que fue la norma en la gran mayoría de los países europeos desde los años noventa hasta la crisis económica de 2008, ha sido objeto de fuertes presiones internas y de divisiones políticas y ha traído consigo una creciente falta de tolerancia y de comprensión entre los bandos opuestos. A través del ejercicio de la brutalidad, o de la aplicación de la ley de que quien no está de nuestro lado es nuestro enemigo, el camino de la libre elección es cada vez menos transitable. Por otro lado, la coacción sistémica, que utiliza técnicas corruptas y margina a las personas librepensadoras y creativas, es difícil de probar debido a la perfidia burocrática y al silenciamiento mediático de la oposición. Existen diversas formas de intimidación, como la redistribución de los fondos estatales solo a los propios partidarios, la limitación de la posibilidad de hablar en público, la marginación de los opositores en el espacio público, las cazas de brujas ocasionales y la abolición de las asociaciones libres bajo distintos pretextos, discursos falsos, una creación constante del estado de excepción, la aplicación de medidas de emergencia o la propaganda radical… Todo esto que ya hemos visto en el pasado ahora se repite ante nuestros ojos y volvemos a permanecer impotentes.
Los postulados fundamentales de la libertad artística de la UNESCO incluyen el derecho a crear sin censura ni intimidación, a que la obra artística sea apoyada, distribuida y remunerada, a la libertad de circulación, a la protección de los derechos sociales y económicos y a participar en la vida cultural. Todos estos derechos se están convirtiendo en humo para aquellos que todavía creen en los cuentos de hadas. Incluso para los que no creemos en los cuentos de hadas y, en cambio, creemos en las novelas policiacas y, con ellas, en el hecho de que no hay crimen perfecto y que incluso el más hábil de los asesinos puede pasar por alto los huellas que acabarán por delatarlo, es indiscutible que debemos establecer formas alternativas de apoyo a los más vulnerables. Cuando un país fracasa, y todos los países pueden fracasar –yo, como esloveno, lo sé tan bien como ustedes, los españoles, o como los alemanes–, necesitamos una Europa que funcione. No hay más libertad que aquella por la que se ha luchado. Bajo esta luz entiendo nuestra forma de vivir en sociedad.