Otra forma de escuchar las músicas africanas
Entrevista con Lucy Durán
El periodista musical Nando Cruz entrevista para Minerva a Lucy Durán, catedrática de musicología, productora discográfica y presentadora durante más de diez años del programa de radio de la BBC World Routes. Esta española, referente de la musicología africana y promotora de las carreras de músicos como Bassekou Kouyaté o Toumani Diabaté, se enamoró en su juventud de la kora, instrumento africano mezcla de arpa y laúd. Eso la llevó a viajar a Gambia a los 26 años, un viaje que le cambiaría la vida y que despertaría un interés que casi cincuenta años después es lo que la mueve: «promover el conocimiento de tradiciones maravillosas como la griega, la cretense, la de la kora o la del pueblo mandé».
Esta española nacida en Estados Unidos y crecida entre Chile, Inglaterra y Grecia, lleva dos tercios de su vida cautivada por la música de África Occidental. Visitó Gambia por primera vez con 26 años, hipnotizada por el sonido de la kora, y desde entonces ha hecho de todo (grabaciones de campo, docencia universitaria, programas de radio, producciones discográficas, dirección de documentales...) para divulgar unas músicas de las que sigue profundamente enamorada. Su amplia e intensa experiencia, siempre sobre el terreno, la ha dotado de una mirada especialmente crítica sobre la relación, aún muy colonial, de Europa con las tradiciones musicales del continente africano.
Para empezar con mal pie, podríamos definir a Lucy Durán como etnomusicóloga. «Detesto esa palabra», suelta a las primeras de cambio en un perfecto castellano con saleroso acento británico. «Etno, otras músicas, el famoso other... ¡Qué interesantes los pobres primitivos! Me parece una forma muy colonial de mirar la música. Nunca me he considerado etnomusicóloga porque tampoco he hecho ese papel de investigar y escribir libros», argumenta esta mujer de 73 años, enamorada de la música desde los siete, y cuyo recorrido vital es en sí mismo una gran enciclopedia de viajes, culturas y sonidos. Su biografía va camino de ser tanto o más fascinante que la de su padre, que ya es decir: Gustavo Durán, pianista y compositor barcelonés, se alistó en el bando republicano cuando estalló la Guerra Civil y escapó por los pelos de España el 1 de abril de 1939, ante la victoria de las tropas franquistas. Discípulo de Falla y amigo de Buñuel y Hemingway, en Estados Unidos obtendría un puesto en el departamento de desarrollo económico de la ONU que le llevó a Grecia. «Allí se sentía en su Mediterráneo», recuerda su hija, y puntualiza: «Murió de un ataque cardiaco en Atenas cinco días antes de que se proclamase la amnistía. Estaba a punto de jubilarse y quería volver a España, aunque le daba mucho miedo imaginar qué se encontraría. Pero ya no pudo ser», explica, aún dolida.
El comandante Durán está enterrado en Alones, un pueblecito en el interior de Creta en el que se sentía «como en la España de los años treinta» y al que su hija acude siempre que puede. De su padre, Lucy Durán ha heredado su infatigable entusiasmo, su don para los idiomas y ese espíritu internacional. El destino quiso que esta entrevista se realizase el día que se cumplían 53 años de su prematura muerte, cuando ella apenas era una veinteañera. Nacida en Long Island en 1948, Lucy pasó parte de su infancia en Chile y de adolescente iba con su padre a las tabernas del barrio ateniense de Plaka a escuchar cantantes de rembétiko. Cuando ingresó en el King’s College de Londres para estudiar musicología, ya hablaba perfectamente inglés, castellano y griego y tenía un amplio conocimiento de músicas populares de varios rincones del planeta. En 1970, con 22 años, hizo su primer viaje a África. Pasó tres meses en Libia, donde conoció a los tuaregs y realizó grabaciones de campo que están documentadas y archivadas en la Biblioteca Nacional Británica.
Estudiosa de la guitarra clásica, del laúd renacentista, de la cítara india, de la música cubana y de la música medieval, Durán ejerce desde hace casi tres décadas como catedrática en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres. Pero lo que hace que su mirada sea especialmente rica e interesante es haber combinado su faceta de docente con la divulgación –durante más de una década, condujo el programa World Routes en BBC Radio 3– y haber puesto en práctica sus conocimientos teóricos al servicio de discos de Toumani Diabaté, Ballaké Sissoko, Ketama, Yasmin Levy, Bassekou Kouyaté, Taj Mahal y Manecas Costa, entre otros.
«Mi interés ha sido promover el conocimiento de tradiciones maravillosas como la griega, la cretense, la de la kora, la del pueblo mandé… Pensaba que si yo había tenido la oportunidad de escuchar esas músicas y me habían gustado, había que dar la oportunidad a un público mayor. Esa ha sido siempre la motivación de mi trabajo», resume. Pero además de divulgar esas músicas, Lucy siempre ha tenido otro objetivo: «Entender cómo funcionan y qué significan dentro de sus culturas». Precisamente por ello, su perspectiva como productora, académica y divulgadora es especialmente interesante a la hora de replantearse cómo Occidente se ha acercado a las expresiones musicales del sur global y, en especial, a las del continente africano.
¿Cómo entraste en contacto con las músicas africanas?
Trabajé tres años en el Grove’s Dictionary of Musicians & Music, donde me ocupaba de ir introduciendo las músicas populares. Fue más o menos entre 1972 y 1974. Una de mis tareas era, cuando alguien escribía un artículo sobre la música de Nigeria, por ejemplo, coger un bulto con todos los artículos e ir caminando desde la oficina al despacho de Tony King, el especialista de músicas africanas de la enciclopedia. En uno de esos viajes, llamé a su puerta, entré y sonaba una música... ¡Me tuve que sentar! Estaba como mareada. Aquella música me recordaba al arpa venezolana, a la música cubana… Era todo eso, pero nuevo, inesperado, precioso... Le pregunté: «¿Qué es esto tan increíble?». Y me dijo: «Tengo mucha prisa, dame los papeles». Yo le respondí: «No te los daré hasta que me digas qué estoy escuchando». Al final me lo dijo: «Es una grabación que hice estudiando en Gambia. Este instrumento se llama kora». Y me enseñó una. Fue como recibir la flecha de cupido. Al pobrecito le di la lata muchos meses. Iba casi cada día a estudiar la kora con él hasta que me dijo: «Mira Lucy, estoy un poco hasta los huevos de ti. Por favor, ahorra dinero, deja tu trabajo y vete a estudiar a Gambia». Y sigo con esa flecha clavada en el corazón. La música de esa región me chifla. Es la verdadera música clásica del continente africano.
Fuiste a Gambia por recomendación de Tony King y también porque es el único país de la región donde se habla inglés, ¿no?
Sí, Gambia es un accidente colonial. Cultural y lingüísticamente es igual que el sur de Senegal y que el sur de Guinea Bissau. Y allí nace la kora. La política colonial de los ingleses era un indirect rule: ponían a un líder local en un lugar de poder y le decían qué tenía que hacer. Al ser gobernantes locales les gustaba mucho la kora, sabían que los griots, los músicos hereditarios, tenían mucho poder y eran muy cultos, y les interesaba tenerlos a su lado. Por eso apoyaron mucho la kora durante la época colonial. ¡Hay fotos maravillosas de los años veinte de orquestas con treinta tocadores de kora!
¿Cómo fue tu primer viaje a Gambia?
Estuve unos meses. Me enamoré de un chico que no era músico, tuve dos hijos con él y mi vida cambió por completo. Viajaba mucho a Senegal también. Pero mi primer viaje a Mali no fue hasta 1986. Fui con mi profesor de kora: Amadu Bansang Jobarteh, el tío abuelo de Toumani Diabaté. Eso abrió otro mundo totalmente nuevo para mí. En Mali, la kora no es un instrumento muy importante. El ngoni y el balafon son mucho más antiguos y propios de la región. Y, sobre todo, destaca la voz femenina, que es fundamental allí.
Ya ha aparecido el término griot. Creo que no lo tienes en gran estima.
Esa zona del continente, como muchas otras de África, es muy diversa culturalmente. Hay muchos idiomas y culturas. Cada cultura de esa región tiene griots, personas que tienen que ser de un linaje determinado para poder tocar ese tipo de música o instrumento. Ahora todo es más difuso, pero hace 45 años todo era muy estricto. La palabra griot es útil cuando hablas en general, pero los wolof les llaman gewel, los soninké les llaman de otro modo, los serekulé de otro… Cada uno tiene su término, y si hablo de tocadores de kora o de cantantes de la cultura mandé, la palabra adecuada es djeli y así hay que llamarlos. Porque, además, el término griot ni siquiera es local. Es un término introducido por los portugueses. Se dice que deriva de la palabra criado y de igiiw, que es el nombre con el que los marroquíes se refieren al griot.
Por tanto, griot no solo engloba un oficio con distintos nombres según la zona, sino que el propio término sería una invención colonial.
Totalmente colonial. Y hay que matizar esas palabras, porque la terminología es muy importante y nos influye mucho a la hora de pensar. Que el término griot provenga de la palabra criado ya indica que esa es la forma en la que los han visto los colonizadores. Se los percibe como personajes serviles, como criados del rey o del jefe. Y no es así. Muchas veces tenían más poder que sus mecenas.
¿Tal vez los imaginamos como criados porque en Europa sí existía esa figura del músico de corte que tocaba cuando y como lo demandaba el rey?
Sí. Pero los griots eran mucho más que músicos. Los djeli eran los que conocían la historia. Eran los profesores de las familias, los educadores, los que conocían la genealogía, la religión... Eran los expertos. Y los oradores. El rey nunca hablaba. El djeli gritaba ante el público: «¡El rey dice que…!». Aún es así. Si eres noble, pero no has nacido en un linaje que te permita desarrollar esas artes hereditarias, está muy mal visto hablar en público. Es el djeli quien habla por ti, porque él tiene el conocimiento y está entrenado para la oratoria. Y, en un ambiente íntimo, siempre son los que aconsejan al rey. Todo esto lo aprendí en Gambia. Y tuve que aprender mandinga porque mi profesor de kora solo hablaba un poco de inglés. Pasé los dos primeros meses sin entender ni una palabra. De repente, un día me levanté y, ¡zas!, lo entendía todo.
Pasaste meses en Gambia empapándote de una cultura desconocida, aprendiendo a manejarte en una sociedad que te era ajena. ¿Cuánto tardaste en atreverte a grabar un disco de un artista gambiano?
Invité a Amadu Bansang a venir a Inglaterra. En 1978 le conseguí el visado, que entonces no era tan complicado, y una pequeña beca. Es el primer disco que grabé. Para entonces había pasado dos años en Gambia.
¿A qué llamas «productor paracaidista»?
El productor paracaidista es alguien que tiene fama, un David Byrne, un Peter Gabriel, un Damon Albarn, un Brian Eno y tantos otros, que conoce su trabajo muy bien. No digo que no sean buenos músicos y productores, pero su actitud es: lo que voy a grabar es el material bruto y luego voy a imponer mi idea de cómo organizar ese material. A veces, incluso piensan que es mejor no conocer mucho sobre esa música porque eso les da una ventaja, una mentalidad más abierta. No me gusta esa forma de trabajar. Yo soy un poco más tradicional y conservadora. Te voy a dar un ejemplo actual. ¿Conoces a Rokia Koné?
No.
Tiene un disco, Bamanan (2021), en la disquera Real World. En Inglaterra se está oyendo mucho y ha recibido críticas maravillosas. Es una mujer muy guapa que estuvo en el grupo Les Amazones d’Afrique. Me gusta mucho su voz. Es djeli, aunque no habla mucho de eso. Grabó en los estudios de Real World de Peter Gabriel, y algunas cosas en Mali, y luego un tipo que se llama Jacknife Lee, que vive en California, ¡sin conocerla!, hizo unos arreglos con mucho sintetizador y esas cosas. Ella no pudo decidir nada. En la entrevista que sale en la revista Songlines, dice que cuando escuchó lo que él había hecho con su música se quedó perdida, que no lo entendía, que poco a poco se fue acostumbrando y que ahora ya le gusta. Muchas de las canciones que canta son tradicionales; como «Bambougou N’tji». Son cosas que conozco de memoria y que toco. ¡Y el productor ha puesto el compás donde no debe estar! Es terrible. Conozco la canción: la grabé hace años en el disco New Ancient Strings (1999; de Toumani Diabaté y Ballaké Sissoko). De repente, la oigo en un compás que no tiene nada que ver y me desorienta. Tampoco me gusta el sonido, pero a mucha gente le encanta porque no conoce la música original. En cualquier caso, se sabe que ellos dos no se han conocido.
Esto va más allá el productor paracaidista, ¿no? Ni siquiera hubo intercambio de ideas. Cualquier música puede evolucionar y tomar nuevos derroteros, pero siempre, fruto de un diálogo.
Por eso siempre digo que mi método de producir discos es colaborativo. Hay que tener esa conversación. Yo no puedo imponer mi punto de vista. Puedo hablar, sugerir, pero al final, si los músicos no están cómodos con mi idea, no seguimos con ella. En el primer disco de Bassekou Kouyaté, Segu blue, el más tradicional y, para mí, el mejor que ha hecho, hubo momentos en el estudio en que le empujé a intentar otros arreglos. Grabamos mi idea, entramos en la sala de control para escucharla y él dijo: «No está mal». Es bueno tratar de empujar al artista a explorar y ser creativo, pero para mí tiene que ser un diálogo. No critico a Jacknife Lee. Es su forma de trabajar, la compañía ha decidido hacerlo así y está teniendo mucho éxito, pero no es mi forma de trabajar.
Tras escuchar docenas de producciones occidentales de artistas africanos grabadas en los años ochenta y noventa, ¿qué percepción crees que teníamos en Europa de la música africana? La mía era, de forma caricaturizada, un senegalés o un maliense con un sintetizador: una percepción distorsionada por una industria musical que logró que fuera mucho más fácil acceder a los CD de Youssou N’Dour y Salif Keita que a las grabaciones de campo archivadas en la Biblioteca Nacional Británica.
Mi argumento frente a los etnomusicólogos es que es en el estudio de grabación donde se hace ahora el trabajo de campo. En el estudio aprendes cómo piensa el músico: es la mejor manera de entender su proceso de creación y sus ideas sobre su música, su repertorio, sobre hasta qué punto se puede variar un tema tradicional. El estudio es un laboratorio donde el propio músico puede descubrir cosas que hace inconscientemente y decidir mejorarlas. Pero tiene que ser algo colaborativo. Lo que pasa desde los años ochenta es que muchos músicos africanos creen que el tubabo, el blanco, lo que busca es una música de festival con batería y sintetizador, y asumen que eso es lo que tienen que hacer. Así se convierte en el patrón. Y eso tiene un componente muy colonial y colonizador.
Eso distorsiona hasta la percepción que tiene el músico africano sobre su propia música. Si estás acostumbrado a tocar en un entorno rural o urbano, pero rodeado de apenas 150 personas, sabes que no necesitas una batería. Pero si te dicen que tocarás en un festival para 30.000, entonces la necesitas. Por lo tanto, al cambiar el contexto donde sonará tu música, debes alterar tu música para encajar en el nuevo contexto.
Es una forma de explicarlo. Pero también puede pasar que los músicos africanos se quieran modernizar. Y está bien, pero que no se modernicen adoptando por fuerza la forma en que lo hacen los europeos. Pueden buscar otras vías de modernizarse, crear otros patrones. Fíjate en el trabajo que está haciendo Ballaké Sissoko. Es un genio. No quiere comprometer su forma de tocar y es muy fiel a la tradición, pero es enormemente creativo. En el disco A touma (2021) toca versiones de canciones imponentes de hace siglos. Sabes enseguida que es una versión, pero toca la kora de forma completamente libre. ¡Y es totalmente acústico! Un ejemplo distinto sería Bassekou Kouyaté. Desde el tercer disco se ha ido a un pop muy boy band y muy monótono. Todo suena a gran velocidad, pero al final aburre. En el escenario todo es virtuosismo sin ningún contenido. Al público le encanta, pero a mí me da mucha pena porque es un hombre muy brillante musicalmente. Todo eso se ha ido al carajo.
Hablemos de la forma de trabajar habitual de los productores blancos.
He visto trabajar a Damon Albarn y Brian Eno. Llegan a Mali, escogen un youth center de Bamako, montan su equipo y todo el mundo está loco por tocar con ellos porque piensan que serán invitados a actuar con African Express y que luego ganarán un buen sueldo. ¡Hacen cola para tocar con él! Pero ellos vuelven a Inglaterra y hacen lo que quieren con las grabaciones. Hay mucha expectativa por parte de los músicos africanos y poco resultado para ellos.
¿Cuál es la diferencia entre la mentalidad colonial del empresario del siglo XIX que desembarcaba en África para explotar sus recursos y la del productor musical del siglo XXI que monta un estudio en Bamako, graba a artistas locales durante una semana y luego se lleva el material a Londres para modificarlo, procesarlo y comercializarlo a su gusto?
La diferencia es... (pausa). Los que producen discos hoy deberían tener más conciencia de su relación con el oro y los diamantes de África, deberían pensar que la época colonial ya pasó y que tenemos que descolonizar. En la academia se habla mucho de descolonizar. En todos los sentidos: descolonizar la terminología, la forma de pensar, los recursos… Hay que tener más conciencia sobre el proceso de producción de un disco y más sentido de igualdad en la relación. Con todo, es cierto que Damon Albarn ha ayudado a muchos artistas africanos. Les ha dado oportunidad de tocar y de ganar un buen sueldo. Eso no lo puedo negar.
La idea misma de ayudar a los músicos africanos puede ser un poco conflictiva. «Vengo a Bamako a ayudaros a salir de la miseria…».
Sí, es paternalista. Es un tema complicado. Mis producciones no han tenido el mismo éxito comercial, aunque podría decir que he lanzado las carreras de Bassekou Kouyaté, Toumani Diabaté y algunos otros. Creo, simplemente, que hay que asegurarse de que la producción sea un proceso colaborativo. El diálogo es fundamental para mí.
Tu perfil como productora y académica es insólito. Tú misma dices que la mayoría de productores nunca han pisado la universidad y que la mayoría de académicos nunca han pisado un estudio de grabación.
Los académicos desconfían del productor. Piensan que solo está para ganar dinero. Y el productor desconfía del académico. Piensa que es un pesado que nunca ha tocado un instrumento y no sabe nada de la parte práctica.
Algo que te hace distinta es el tiempo que empleas antes de sentarte a producir un disco: esos años empleados en conocer una cultura, un país, te dan un conocimiento que hace que seas más respetuosa con lo que estás conociendo y que el diálogo sea más equilibrado. ¿Quién tiene tiempo para pasar dos años en Gambia antes de producir un disco?
¡Ni yo podría hacerlo ahora! Pero una parte muy importante de la producción es la preparación. Cuando entras en un estudio, es bueno tener momentos de improvisación porque el estudio es como un invernadero en el que se genera una energía tan intensa que las flores crecen a toda velocidad, pero hay que tenerlo todo bien preparado. Hay que ensayar mucho antes para que cuando llegamos al estudio se produzca esa explosión de creatividad. Eso de producir en otro país, sin haber conocido al músico ni haber estado siquiera en el estudio, no lo entiendo.
Es una forma de trabajar temeraria. Si un productor propone eliminar un trozo de una canción porque le parece reiterativo, el músico local puede argumentar que desde hace siglos esa parte se ha mantenido por razones culturales muy concretas. Pero si no hay diálogo, el productor puede hacer un auténtico estropicio cultural.
¡Y es así! Todo eso se puede discutir a la hora de preparar un disco. Para alguien que hable bámbar esa parte puede ser interesante, pero para otro público que no hable el idioma será muy repetitiva. En ese momento, cara a cara, puedes sugerir cambiar algo. Y si el músico está de acuerdo y se llega a un compromiso, bien. Lo que no puedes hacer es cortar y saltar esa parte.
¿Qué ocurrió durante la grabación de Songhai 2 (1994), el segundo disco de Ketama y Toumani Diabaté? Suele ponerse como ejemplo de diálogo musical cuyo resultado difuminaba los roles del artista africano y el occidental.
¿Sabes? No me invitaron a participar en el primer Songhai. Ahí hay un elemento claro de discriminación de género. Mujer productora, ¿qué es eso? Pero cuando quisieron hacer el segundo Songhai y ensancharlo incluyendo más voces para equilibrar lo maliense y lo flamenco, no sabían cómo hacerlo y me tuvieron que incluir en el proyecto. Yo sugerí los músicos y, en la preparación, elegimos mitad de repertorio maliense y mitad flamenco y buscamos la forma de colaborar. Fue un encuentro apasionante, mucho más colaborativo y con gran equilibro entre flamencos y malienses ya desde el número de participantes. La forma de producir aquel disco era todo el rato pinchar. Hacer una frase musical de veinte segundos y parar. Los malienses no trabajan así en absoluto. No podían siquiera. Era una forma muy contradictoria. Aun así, fue un proyecto maravilloso, aunque nunca he recibido dinero de ese disco. Y también tuvo sus momentos difíciles.
Cuenta, cuenta…
En el tema «Niani», los Ketama probaron un arreglo muy interesante que gustó mucho a todos los músicos excepto al balafonista, Kélétigui (Diabaté), un hombre muy patriarcal que me detestaba por ser una mujer. Él dijo que no podía cambiarse el arreglo. «¡Tiene que ser así porque soy el más viejo de todos y así va a ser!», gritaba. Todos me miraron como diciendo: «Por favor, intervén». Y le dije: «Kélétigui, aquí hay diez músicos y tú eres el único que piensa que no debe hacerse así. Creo que deberías admitir que es una buena idea y que no va contra el sentido de la canción. Al contrario, es muy creativo y respeta la idea original». Entonces, empezó a chillarme: «¡Vete a la mierda, mujer! Ninguna mujer me va a decir lo que tengo que hacer». Me quedé impresionada. Me eché a llorar. Se fueron todos a almorzar y yo me quedé en el estudio tranquilizándome. Cuando volvieron, Kélétigui me abrazó. «Estoy muy contento con la idea», me dijo. Y yo: «Uy, ¿qué ha pasado?». Me dijo que su marabú le había dicho que, en algún momento de ese proyecto, tendría una pelea terrible con una mujer, pero que para que el proyecto funcionase, en vez de evitar la pelea, tenía que afrontarla. Y que, al haberlo hecho, estaba libre de lo que anunció el marabú. Después, los músicos malienses me dijeron que se lo había inventado todo para quedar bien.
Me llamó la atención que ni antes ni después del concierto de Trio Da Kali en el festival Grec salieses al escenario para ser aplaudida con el resto de músicos. Teniendo en cuenta que tú planeaste y produjiste Ladilikan (2017), el disco que unió al trío con Kronos Quartet, y que organizaste el encuentro con el cuarteto de cuerda que acompañó a los músicos malienses en Barcelona, me pareció un extraño gesto de modestia. Nada que ver con esos productores occidentales que tan rápido se cuelgan medallas como presuntos descubridores de tesoros africanos.
No fue por modestia. He recibido críticas muy violentas por ser una mujer blanca que produce músicos africanos. Entre esas críticas, está la de la familia de Sona Jobarteh. Las críticas no eran por mi trabajo, sino por historias personales y rivalidades, pero fue tan violento que desde entonces tengo la política de ser invisible. Otras veces la invisibilidad no es cosa mía: en el disco de Trio Da Kali con Kronos Quartet, yo hice todo el diálogo entre el cuarteto clásico y el trío de Mali y ayudé muchísimo en los arreglos. Los músicos lo reconocen siempre, desde ambos lados, pero cuando la revista Songlines escogió Ladilikan como el mejor disco del año, los periodistas hablaron de Nick Gold, de David Harrington… Todos hombres. ¡Mi nombre ni siquiera salía! Una cosa es no querer estar delante todo el rato –a ver, no soy Damon Albarn– y otra es pedir que se reconozca lo que he hecho. Ser mujer y blanca en este entorno no es fácil. Muchas veces cuando llego al estudio me preguntan: «¿Eres la agente de Trio Da Kali? ¿Eres la novia?». Aclaro que soy la productora y responden: «¿De verdad?». Hay muy pocas mujeres productoras y eso es parte de la política de invisibilidad.
Andas siempre muy atareada. ¿Tienes alumnos en la universidad tan apasionados como tú a su edad o sospechas que si te jubilas todo el interés por conocer y divulgar las culturas africanas se diluirá?
Tengo alumnos que se han enamorado totalmente de la kora, pero no han tenido la oportunidad ni el tiempo de estudiar la música en el lugar. Tocan muy bien, pero no tienen mi nivel de conocimiento. Y no hablan los idiomas. He pasado tres cuartas partes de mi vida sumergida en esta cultura, pero aún tengo cosas que cumplir como la película sobre Ballaké Sissoko. Estamos filmando la historia de la kora en Senegal, Mali y Gambia. Necesito dejar material. Hay mucho trabajo por hacer. El mundo está cambiando radicalmente y superrápido.
Acabamos la conversación porque Lucy Durán tiene que cerrar varios asuntos en la universidad antes de volar a Atenas. Si hace cinco años se enfrascó en la producción de un disco sobre la diáspora africana en la costa pacífica de México (Afroaxaca), ahora tiene entre manos otra grabación en el norte de Albania, donde trabaja con «una música muy linda, entre estilo italiano y balcánico». Albania es algo así como el último hallazgo de una productora –el año pasado ya publicó el disco Tirana 100– que ha grabado con músicos de medio planeta. Aun así, su «especialidad» sigue siendo ese oeste africano sobre el que estrenó en 2021 el cortometraje Tegere Tulon: Handclapping Songs of Mali, nominado al mejor documental en el Festival de Cine Panafricano de Cannes.
«No pertenezco a ningún lado», asume para terminar, mientras se debate entre la incomodidad de ser, una vez más, una persona blanca representando una cultura que no le pertenece y la sensación de sentir que, de alguna manera, esa cultura africana también es la suya porque lleva casi medio siglo viviéndola muy de cerca.