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Del amor y la esperanza

Cira Crespo

La historiadora y escritora Cira Crespo, autora, entre otros libros, de Historia de la maternidad (Obstare, 2013) y Baginen. Historia del País Vasco a través de la mujer (Txalaparta, 2020), habla en este texto del amor entendido en sentido amplio como cuidado. Más allá del amor de pareja o del amor romántico al que tantas vueltas damos, Crespo se pregunta por esa materia prima con la que se moldean las diferentes formas de amor que conocen las distintas culturas. 

Cuando pensamos en amor, lo primero que nos viene a la cabeza es un amor de pareja, un amor restringido. En Occidente los sentimientos y las maneras de querer se han moldeado según el contexto histórico y, podríamos decir que, en lo referente al amor, ya en la época clásica el término se sofisticó hasta puntos desconocidos. Tenemos el Banquete de Platón como gran puesta en escena inicial, o el Ars Amandi de Ovidio, claro, sobre las prácticas amatorias. Mucho después vino el gran salto conceptual: la poesía trovadoresca occitana, donde el amor se convirtió en modo de vida. Algunos dicen que fue entonces, en el siglo XII, cuando comenzó a exisitir el llamado amor romántico del que tanto se nos llena la boca aún ahora, a principios del siglo XXI. Pero todo ello son construcciones sobre un mismo elemento, hechas con un material primigenio que es a lo que yo quiero llamar amor. Para poder entender a qué me refiero, os invito a ir hasta ese día clave en que un arqueólogo de nombre olvidado encontró un grupo de esqueletos que habrían muerto miles de años atrás, todos ellos con apariencia totalmente humana. Homo sapiens sapiens de los pies a la cabeza. Pues bien, uno de ellos era de edad avanzada y tenía varios huesos que demostraban fracturas cicatrizadas. Se había curado.

He ahí el amor. Ese esqueleto habría llegado a ser una mujer anciana en un grupo humano nómada, y eso quería decir que esas personas se habrían encargado de cuidar de ella, de curarla y de llevarla a cuestas por todos los caminos que fueran necesarios.

He ahí el amor. Porque, en principio, no ganaban nada con ello. Era una mujer anciana que no aportaba comida al grupo ni podía ayudar en nada material y aun así habían decidido cuidar de ella.

He ahí los seres humanos. Aquella especie animal que vive gracias a que cuida y es cuidada.

Dicen que eso lo aprendieron de sus crías. Porque la especie humana tiene unas crías un poco especiales que necesitan cuidados más años de los imaginables en cualquier otra especie. Deben llevarlas a cuestas durante casi tres años, deben administrarles la comida... El gasto energético, anímico, que realiza toda la comunidad para el sostenimiento de los más pequeños, para la reproducción del grupo, es enorme. Desde el punto de vista capitalista, una pérdida de tiempo.

En ese proceso, en esos cuidados excepcionales que demandaban tanto tiempo, algo cambió. Mi teoría es que el cambio fue pensar en ello. Una mujer, tal vez, en una de esas largas caminatas, miró a los ojos a ese pequeño que acarreaba y pensó que esa criatura formaba parte de ella y que su misma persona se extendía más allá de su propio cuerpo, en los demás.

Haced la prueba: mirad con atención a quien tengáis delante, veréis que en el iris hay una pequeña imagen, como una persona pequeñita. A esa parte se le llama pupila, «pequeña niña» en latín, y en todas las lenguas que conozco se la denomina de manera que hace referencia a esa imagen pequeña que se ve dentro del ojo. ¿Pero qué o quién es esa niña? Esa pequeña figura somos nosotros, es nuestra imagen, nuestro reflejo. Es decir, estamos en los ojos de los demás. Quiero imaginar a esa madre mirando fijamente a los ojos de la cría que llevaba a cuestas y pensando en ello. Y quién sabe si, al darse cuenta de que estamos dentro de los ojos de los demás, reflexionó sobre la responsabilidad que representa y, al revés, pensó en ella misma como alguien vulnerable, nada más que una figurita en los ojos de los otros.

No hay marcha atrás cuando te das cuenta de la propia vulnerabilidad y de la responsabilidad que tienes hacia los vulnerables. No hay marcha atrás y el sentimiento se va ensanchando. Y por eso llegó aquel día, el día en que decidieron que no solo se ocuparían de las crías, sino de todos aquellos del grupo que lo necesitaran. Harían lo que estuviera en sus manos. Subirían montañas llevándolos a cuestas. Construirían un sepulcro digno cuando murieran. El salto es reconfortante, porque puedes pensar que el día en que te toque a ti también te cuidarán. Pero ese pensamiento profundo, esa conciencia, también da miedo. Como dijo Joan Fuster en Judicis finals (Moll, 1960): «Tú no has escogido tu vida, y aún así, eres responsable de ella». O como leí en otro texto de inspiración cristiana, «Vulnerables, la cura com horitzó polític» (Cristianismo y Justicia, 2020), del teólogo José Laguna: «No nacemos libres e iguales, nacemos responsables, apremiados por la llamada del otro que sufre».

¿Qué hicimos con esa toma de conciencia? Esparcirla por las paredes de las cuevas, mancharnos con ella las manos y el alma. Cantamos, inventamos palabras que ahondaron en la perplejidad y el abismo. Lloramos frente a nuestras contradicciones y errores. Inventamos la culpa y la alegría. Y claro, construimos ciudades enormes, sistemas económicos complejos y asesinos. Nos aislamos, nos agrupamos y nos buscamos. Huimos. Matamos. Y nos ayudamos y resistimos, claro, sino no estaríamos aquí.

Y ahora, después de millones de años, no tenemos todas las respuestas, pero seguimos siendo vulnerables y creo que, en el fondo de nuestro corazón, todos sabemos que vivimos mejor cuando nos responsabilizamos de los demás.

Aún ahora, cuando oímos la palabra amor, ay, amor, aún se nos eriza el pelo. He ahí la esperanza.