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Redes sociales y democracia: Un arma de doble filo

Coloquio Máriam Martínez-bascuñán • Pablo Simón • Fernando Vallespín

Las redes sociales han impulsado movimientos sociales como la Primavera árabe, Occupy Wall Street, el 15-M, o los más recientes #MeToo y Black Lives Matter. Sin embargo, su impacto en las democracias tiene una cara B: la balcanización del espacio público, con la creación de burbujas comunicativas que refuerzan la polarización, el aislamiento de opiniones contrarias o la difusión de fake news. Sobre ello hablaron el catedrático de la UAM Fernando Vallespín, la periodista de El País y también profesora de la UAM Máriam Martínez-Bascuñán y el politólogo y editor de Politikon Pablo Simón, en este coloquio moderado por Pedro Y. Priegue, uno de los alumnos organizadores del congreso.

Pedro Y. Priegue

Hay múltiples ejemplos de movilizaciones de base fomentadas por las redes sociales. Es muy conocido el caso de las protestas de 2011, tanto la de los indignados en España como Occupy Wall Street. ¿Cómo pueden impactar positivamente en las democracias las redes sociales? ¿Pueden ayudar a impulsar la participación política y a incentivar la reunión ciudadana?

Pablo Simón

La entrada de las masas en la política se produce en paralelo a la emergencia de los grandes medios, como la televisión y la radio. La cuarta revolución tecnológica, en la que las redes sociales comienzan a intervenir, cambia la forma de hacer política. Este es un punto de partida razonable, pero vale la pena remarcar que las redes tienen un impacto social diferencial en función del segmento social del que hablemos. El Informe Juventud en España 2020 (Injuve, 2020) arrojaba, por primera vez, el dato de que los jóvenes se informaban más de política por redes sociales que por televisión o radio, algo que no había ocurrido hasta ahora.

Evidentemente, las redes sociales tienen impacto. Podemos discutir si este es positivo o negativo y cómo se vincula con la desintermediación. En alusión a los ejemplos que mencionas, uno de los efectos de las redes es el abaratamiento de los costes de participación. Las dinámicas de acción colectiva hoy son más desintermediadas y fáciles de articular respecto a hace treinta años. Esto, por supuesto, tiene su cara positiva y su cara negativa. Las redes sociales no son un espacio yermo y horizontal, hay otra clase de nodos que han permitido hacer ese tipo de movilizaciones. Eso nos puede ayudar a entender también por qué, en tiempos recientes, estamos viendo cómo algunos movimientos sociales van cobrando importancia desde una perspectiva más expresiva que desde un cambio de acción política real. Y entiendo por «acción política real» las políticas públicas, porque ninguno de estos movimientos sociales modifica el hecho de que las políticas se siguen haciendo en los parlamentos.

Máriam Martínez-Bascuñán

En mi opinión, las redes sociales sí tienen un impacto positivo en las democracias, aunque es verdad que hace unos años primaba una lectura más optimista de dicho impacto. Uno de los sociólogos que ha teorizado sobre cómo han cambiado los movimientos sociales del siglo XXI a partir de la aparición de las redes sociales es Manuel Castells. En Comunicación y poder (Alianza, 2009), explica cómo se transforma la estructura comunicativa de estos movimientos a partir de la aparición de las redes sociales, que les permite la globalización, la viralización de su impacto y su articulación. 

Los ejemplos más paradigmáticos del efecto positivo de las redes son #MeToo y Black Lives Matter. El primero provocó la fractura de una cultura de la ocultación y el desvelamiento de una estructura de abuso de poder con implicaciones legales, y el segundo ha conseguido sensibilizar a buena parte del público y visibilizar la situación de muchas personas que, debido a la existencia de un racismo sistémico en Estados Unidos, sentían que sus vidas no se valoraban igual que las vidas de los blancos. Yo me quedaría con esa lectura positiva que sigue operando, a pesar de los aspectos negativos actuales, que tienen un impacto grave sobre la calidad de las democracias. 

Fernando Vallespín

Hoy existe una especie de hibridación de diferentes medios de comunicación. No podemos decir que dominen las redes, casi todo lo que se lee en ellas remite a ese mundo conocido de la televisión y la prensa. La pregunta que tenemos que hacernos es si quien establece la agenda de la política son las redes sociales y los medios de comunicación o si son los propios agentes políticos quienes definen el debate. En este sentido, las redes sociales han permitido eliminar filtros a la comunicación y están revolucionando a los gatekeepers tradicionales.

Tenemos que ser conscientes de que las redes sociales crean problemas que no estaban tan presentes en los medios de comunicación tradicionales, pues la estructura propia de cada uno de los medios condiciona la forma en la que se transmiten los mensajes. En el libro Homo videns: la sociedad teledirigida (Taurus, 2002), Giovanni Sartori explica cómo modifica nuestra experiencia el hecho de ver y escuchar las noticias en televisión en lugar de leerlas en el periódico. Si esto lo trasladamos a las redes sociales, la experiencia es mucho más omnicomprensiva por dos razones: la primera, porque existen muchos tipos de redes sociales; la segunda, porque hay gran variedad de temas. En los medios tradicionales se organizan las noticias a partir de secciones, mientras que ahora todo se entremezcla. A priori parece que nadie tiene control sobre las redes, aunque, como luego veremos, esto no es cierto. Las redes son un tipo de comunicación espontánea dada a captar impresiones y a provocar. No se trata de argumentar, sino de emitir emociones. Son exabruptos, enunciados asertóricos; hay poco discernimiento, pero mucho combate, por eso son fantásticas para la movilización. 

Movimientos como Occupy Wall Street o el 15-M tuvieron mucha repercusión, pero su duración fue breve. Ahí es donde entra en juego la piratización de los medios tradicionales sobre aquello que acontece en las redes: una vez que se produce una movilización, aunque decaiga, los medios de comunicación se encargan de mantenerla con vida. Para los medios tradicionales las redes son fundamentales, porque, aunque compiten contra ellas, estas plataformas generan un efecto espejo de su propia producción de noticias. También hay un aspecto muy negativo en esto para la calidad de la información, porque sabemos que no existen reglas para colocar información en la red y, por otro lado, los medios de comunicación cada vez contemplan menos la realidad y más cómo las redes sociales observan la realidad. 

Pedro Y. Priegue

¿Cómo ha cambiado la comunicación de los partidos políticos? ¿Consideráis que tanto los medios tradicionales como los partidos sobreestiman la influencia de Twitter? 

Pablo Simón

Aunque, evidentemente, todos los medios de comunicación están hibridados, lo que diferencia a las redes sociales es nuestro nivel de exposición a ellas. Ahora somos prácticamente indisociables de nuestros avatares online. Accedemos a ellos continuamente y, dependiendo del tipo de redes sociales al que recurramos, encontramos unos contenidos u otros, pero todos nos afectan. Es importante recordar que los intermediarios dentro de las redes sociales parecen agentes perennes, pero no sabemos si es así. Estamos en un proceso de aceleración incluso con los propios intermediarios. Por otra parte, las redes sociales son un entorno de falsa libertad porque pertenecen a empresas privadas. Se ha privatizado el espacio en internet, operamos a través de plataformas que son empresas, cuyo principal incentivo, igual que el de los medios de comunicación, es el petróleo del futuro: nuestros datos. Todo esto entra en un proceso de colusión casi monopolística, en el que las legislaciones se quedan muy atrás. 

Ahora, al poder seleccionar los contenidos a los que nos exponemos y que los algoritmos nos ayudan a localizar, estamos a un solo click de nuestros prejuicios. Tendemos a retroalimentarnos en nuestras propias burbujas comunicativas en los debates que nos parecen centrales, pero fuera de ellas no causan ningún tipo de impacto. Sabemos que esto tiene una cierta traslación en la política, porque los políticos y los periodistas están en Twitter y extrapolan de su lectura de esa red su propia visión de la realidad. Pero no estoy seguro de si esto es causa o consecuencia de las dinámicas de polarización, desintermediación y volatilidad que vemos en nuestras democracias. 

Aquí es donde nos encontramos con el papel que juegan los propios agentes políticos. Hay tres componentes clave. El primero es la espectacularización de la política: hay una economía de la atención que es limitada y, frente a tantos estímulos tan heterogéneos, los políticos entienden que la única forma de conseguir nuestra atención es captarla mediante cosas que nos resulten llamativas, no a través de temas como las políticas públicas, que pueden ser tediosos o aburridos. Por eso, las plataformas y los medios de comunicación convencionales siguen también una dinámica parecida a la de las redes. En segundo lugar, los partidos políticos, sobre todo los nuevos, son nativos digitales y esto supone que su propio funcionamiento interno está estructurado a través de las redes sociales. Las primarias o la militancia online se han vuelto cada vez más frecuentes en los partidos nuevos. Además, se ve de una manera cada vez más clara que es la gente más ideologizada la que toma las decisiones dentro de los partidos, porque hay menos militancia offline: la gente ya no se afilia a los partidos o lo hace en proporciones más bajas. Por último, tenemos a nuestros videntes. Al igual que ocurría en la antigua República romana, hoy se necesita a una serie de consultores o de empresas que viven de contarnos que la presencia digital es fundamental y que pueden mejorar el impacto en redes de manera que se pueda ganar una elección. Los consultores inflan la importancia de las redes sociales y esto convence a los políticos de atender a lo más llamativo. Además, la gratificación social es inmediata y esto tiene una traducción afectiva en el propio político. La paradoja de todo esto es que los partidos que mejor sobreviven son los que tienen presencia offline

Máriam Martínez-Bascuñán

Quien más se ha aprovechado del impacto que logran las redes sociales, al menos en un primer momento, ha sido la ultraderecha. Gracias a este impacto, la ultraderecha consiguió ocupar un espacio mainstream, ya que los medios de comunicación van a rebufo de lo que se dice en las redes sociales, y estas, a su vez, son perfectamente conscientes de cómo funciona la provocación: cuantas más líneas rojas se rompan, más atención se genera. Por eso, grupos que eran absolutamente marginales, con temas marginales y un humor brutal, fueron poco a poco captando la atención hasta que personajes como Donald Trump pudieron hacerse con el poder. Yo creo que no se sobrestima la influencia de Twitter. Trump es el ejemplo paradigmático: sin las redes tal vez no hubiera conseguido la notoriedad que le llevó a la presidencia. Aunque puede tener precedentes en algunos políticos, como en Berlusconi, el trumpismo ha creado una forma de entender la política y el espacio público basada fundamentalmente en la provocación.

Me gustaría mencionar dos asuntos relativos a las redes sociales: en primer lugar, cómo se ha reforzado la emocionalización y, en segundo lugar, cómo se ha balcanizado el espacio público; es decir, cómo esas burbujas de las que hablaba Pablo hacen que se produzca una pérdida del mundo común. Las redes se utilizan para encontrar a la tribu, no para generar consenso, ni siquiera para seducir al adversario. Por otro lado, es inquietante que políticos como Ada Colau, que tienen una manera más noble de entender la política y que consideran que las redes sociales son incompatibles con su ejercicio, decidan salir de ellas cediendo esos espacios a gente como Trump. 

Fernando Vallespín

La oferta a través de una multiplicidad de redes de información es prácticamente ilimitada, mientras que nuestra capacidad para digerirla es muy limitada. Está demostrado que lo que más ayuda a captar la atención es la emocionalidad. Cuando hablamos de emocionalidad, no solo hablamos de lo sentimental, sino de emociones negativas, como la indignación, el odio, el resentimiento. Es eso lo que permite que la política identitaria encuentre un buen acomodo en las redes sociales. Detrás de cada política identitaria hay una victimización, una emocionalización del propio proyecto político. 

Por otra parte, captar la atención se vuelve aún más difícil por la aceleración: el objetivo de los medios de comunicación tradicionales es el aportar información, novedades que duran lo que dura el día. Esto, que es algo propio de la labor informativa, ha derivado en una espectacularidad impresionante con las redes sociales; en las plataformas todo envejece mucho más rápido. 

Las redes son imbatibles para las políticas identitarias. En las sociedades posmodernas, donde lo que impera es el anonimato y el individualismo, las redes sociales pueden cumplir la función que tradicionalmente se reservaba a las comunidades. La gente dota de sentido comunitario a personas que, bajo condiciones normales, operarían como individuos. En una red siempre hay un grupo con el que uno puede identificarse. Al integrarse en él, y con el objeto de sentirse más partícipe, es necesario reafirmar aún más la identidad que caracteriza a ese grupo y esa identidad se refuerza, en gran medida, a través de la definición de un adversario. 

Una característica de las políticas identitarias es que siempre funcionan con un «nosotros» y un «ellos». No hay marco identitario sin una definición previa de las fronteras con otros grupos. Tampoco hay políticas identitarias sin un elemento victimizador: toda identidad, para poder afirmarse, necesita poder elevar una queja. Esto es perverso, porque cada grupo identitario se blinda de forma que otros no puedan acceder a una definición desde fuera de lo que consiste esta identidad. No hay quien penetre ahí, por eso se favorece tanto la polarización, porque son discursos que no se pueden negociar. La característica de las identidades es que son innegociables. 

El problema es que los grupos políticos han aprendido de estos grupos identitarios. Hemos pasado de una visión del espacio público que se presuponía que existía para que nosotros pudiéramos orientarnos dentro de las posiciones de unos y otros, un espacio supuestamente creado para la argumentación, a un lugar diseñado para exhibir la indignación mutua de unos contra otros. Esto se está trasladando al parlamento, donde ya no se discute sobre temas, sino sobre la naturaleza moral del adversario. Lo vemos también en la cultura woke americana, que es en realidad un hipermoralismo que está a la busca del castigo social, como la cancelación, por ejemplo. Este tipo de lógicas se están trasladando a la política, que va derivando en un enfrentamiento que impide todo tipo de concesión al adversario, porque se entiende que, si cedes, renuncias a tu propio ser. 

Pablo Simón

Es verdad que las redes sociales afloran una parte de lo que somos, pero también son un espejo que muestra una parte determinada de lo que algunos sociólogos llaman la «extimidad»; es decir, ya no existe la intimidad hacia dentro, sino solo hacia fuera. Todo el mundo sabe qué hacemos y cómo, pero desde un enfoque que parece el culmen de la posmodernidad: la transformación de los seres humanos en nuestra propia marca personal. 

A veces olvidamos que las identidades son consustanciales a la política. Nunca ha habido política sin la construcción de una identidad, de antagonismos y su explicitación. Ahora la identidad se está convirtiendo en el código fundamental de interacción en la esfera pública. Hablamos mucho sobre el impacto de las redes sociales, pero no debemos perder de vista los cambios estructurales de nuestras sociedades que nos ayudan a entender esa desvertebración que las redes pueden acelerar. Cuando le preguntamos a alguien «¿tú qué eres?», la respuesta suele incluir su profesión. En las sociedades fordistas, el trabajo era algo estable y continuo, por lo que esa respuesta tenía sentido. En un contexto en el que todos tenemos muchas ocupaciones diferentes, es muy complicado que el trabajo sea un componente que nos dote de identidad: la identidad necesita anclaje social. Es entonces cuando aparecen los gustos, los hobbies o las identidades sexuales, diferentes componentes que nos ayudan a tener una visión multisectorial. Tenemos que revelar al mundo que somos diferentes, pero que, al mismo tiempo, podemos encuadrarnos en comunidades de solidaridad. 

Esto me lleva al siguiente punto. Fernando ha explicado las lógicas perversas de las políticas identitarias, pero voy a mostrar el otro lado. ¿Os imagináis lo qué sería la vida de un homosexual en un pueblo pequeño de España si no existieran las redes sociales? Una situación de total aislamiento y de conformismo social. Las redes sociales tienen la capacidad de contactar a gente que necesita emancipación. 

En mi opinión, lo que está ocurriendo no trata tanto de la existencia de identidades como de la ruptura del diálogo compartido en la esfera pública. Se está rompiendo con tres principios ilustrados básicos: el sujeto es autónomo, dotado de razón y se fundamenta empíricamente para conocer lo que sucede; es decir, la verdad es algo contrastable y empírico y somos sujetos racionales que podemos formarnos un juicio más allá de lo que diga la identidad de grupo. Es esto lo que parece que está en crisis. Lo digo por varias razones sintomáticas que estamos viendo en todo Occidente: la emergencia de multipartidismos y de mayor volatilidad electoral y las dificultades para conformar gobierno. 

Estoy de acuerdo con Fernando en que los propios agentes políticos, en un ambiente de competición electoral, tienen un gran incentivo para dejar de competir y especializarse en nichos. Esto genera una gran frustración, porque observamos un desajuste entre la tecnoestructura política y la política pública realmente existente, que tiene unos ritmos mucho más lentos que los de las redes sociales y unos grados de consenso muy superiores a los que se visibilizan en las sesiones de control. Pero eso no se visibiliza, porque lo consensuado no vende, no diferencia del otro. En conclusión, yo entiendo que las identidades son algo constitutivo de la política, pero la política identitaria ha cobrado cada vez más fuerza. Además, hay cambios estructurales que la empujan, al igual que hay incentivos para los agentes. 

En cuanto a la ruptura de los códigos compartidos, lo cierto es que antes nos exponíamos a estímulos que nos eran comunes. Por ejemplo, toda una familia se ponía de acuerdo sobre qué ver en la televisión, algo que hoy no ocurre. Esto nos lleva a una sociedad de dos velocidades, una sociedad desconectada de la política y centrada en el entretenimiento, pero también una sociedad en la que quien se acerca a la política –porque lo va a entretener– tiene una ideología previa. Por lo tanto, según datos del ya citado informe del Injuve de 2020, nuestros jóvenes están cada vez más divididos entre un segmento al que no le interesa nada la política, en torno al 60%, y otro segmento, del 40%, al que le interesa mucho y de forma muy polarizada, algo que, en mi opinión, tiene que ver con nuestras dinámicas de socialización.

Máriam Martínez-Bascuñán

Cuando hablamos de políticas de la identidad, corremos el riesgo de convertirlo en un paraguas explicativo de todo que al final no explica nada. Al funcionar con etiquetas, las identidades también son mecanismos para simplificar las explicaciones. #MeToo es un fenómeno identitario, pero saca a la luz una estructura de abuso de poder. ¿El feminismo es una identidad? ¿Black Lives Matter es un movimiento identitario? Este último, hasta en el propio nombre, busca reivindicar una igualdad radical.

Estoy de acuerdo en que lo que está ocurriendo tiene que ver, sobre todo, con la balcanización de los espacios públicos y la pérdida de los códigos comunes. Esta fragmentación no solo está relacionada con la identidad, sino con estructuras comunicativas que generan esa desconexión y con la pérdida de un mundo que antes estaba organizado de acuerdo con los medios de comunicación. Ellos hacían el trabajo de ordenarnos y nombrarnos el mundo, seleccionarnos los temas importantes y discriminar los que no eran susceptibles de entrar en la agenda pública. Al aparecer más sujetos, más vías de comunicación, todo eso cambia.

Fernando Vallespín

Querría hacer una matización. La política siempre es política identitaria, pero ahora estamos comenzando a cosificar las identidades y a convertirlas en mecanismos para conseguir réditos políticos. Eso tiene mucho que ver con la particularización y etnificación de la política, por ejemplo, en Estados Unidos. ¿Por qué triunfó Trump? Porque consiguió convertir a los blancos en un grupo identitario y, además, en un grupo identitario víctima de la proliferación de otros grupos que, por el hecho de no ser blancos, consiguen beneficios que los blancos no tienen. Pero hay una contradicción fascinante, un juego entre el sujeto y el grupo al que el sujeto se adscribe: no podemos perder de vista que del mismo modo en el que defendemos nuestra identidad grupal, luchamos por afirmar nuestra identidad subjetiva. Además, no toda identidad es una construcción social; hay identidades que son físicas como, por ejemplo, el color. Lo que es una construcción social es el trato que se da a quienes poseen determinados rasgos físicos.

Pedro Y. Priegue

Una última pregunta: ¿creéis que una regulación de fake news y bulos es posible desde el punto de vista gubernamental o no es viable por los conflictos de libertad de expresión a los que podría conducir? ¿Los fact checkers tienen futuro o todo es una quimera?

Máriam Martínez-Bascuñán

A mi entender, el problema de lo que hemos llamado posverdad –que también se ha convertido en un atajo cognitivo que deja de explicar lo que está ocurriendo– tiene que ver con la falta de confianza y con esas epistemologías tribales que hacen que nos adscribamos a nuestro grupo. Hay una pérdida de confianza en los intermediarios y es urgente una labor autocrítica por su parte. Deben pensar cómo, en algún momento, dejaron de identificar fenómenos, tendencias y temas que estaban circulando; han de meditar sobre cómo dejaron de conocer el propio país del cual estaban informando. Es una labor profunda que tiene que ver con la restauración de la confianza más que con la verificación empírica de las mentiras.

Pablo Simón

La crisis de los gatekeepers tradicionales es uno de los componentes que llevan a que se haya extendido la posverdad. Pero es indudable que estamos hablando de empresas privadas que son libres para decidir cuáles son sus contenidos, de empresas alineadas con los valores del «capitalismo amable», el que te abraza solo mientras sigas comprando. 

Sobre la gestión de los bulos y las fake news existe un problema. Hay fact checkers que son, en teoría, agrupaciones de periodistas que se dedican a verificar si una información es verdadera o falsa. ¡Pero yo siempre había pensado que el periodismo era eso! ¿Cómo están las cosas para que exista un departamento específico que se encargue de esto? ¿Hasta qué punto los medios de comunicación se habían vuelto correas de transmisión de algunos partidos políticos? Y existe otro problema: me parece preocupante que sean los gobiernos quienes decidan qué contenidos son fake news y cuáles no. Quiero recordar que las leyes que ha aprobado Viktor Orbán en Hungría sancionan con hasta ocho años de cárcel a periodistas que desinformen a propósito del covid, y eso lo decide la fiscalía. 

Creo que solo hay una vía, que es la que propone alguien cuando no tiene ninguna solución: la educación. Dejando la broma a un lado, la alfabetización digital es importante. Hay estudios sobre quiénes son los mayores consumidores de fake news que concluyen que sus principales consumidores son la gente mayor, y que lo hacen a través de la televisión más que de las redes sociales. El componente de la alfabetización digital puede ayudar a mitigar estos efectos.