¿Una vida corta pero extravagante?
Implicaciones morales de la bioeconomía de Nicholas Georgescu-Roegen
Imágenes: Cianotipias De Anna Atkins (1799-1871)
En 2021 se cumplieron cincuenta años de la publicación de La ley de la entropía y el proceso económico, la obra cumbre del economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen y uno de los hitos más notables de las ciencias humanas del siglo XX. Con ella se puso en marcha la llamada «revolución bioeconómica», que considera la economía un subsistema integrado en los ciclos de la naturaleza y no al revés, como inconscientemente parece creer la ortodoxia económica dominante. Entre los actos y debates de conmemoración que se celebraron con motivo del cincuentenario, se cuentan las jornadas TEL+50, Lecturas interdisciplinares que tuvieron lugar el pasado octubre en cuatro sedes de cuatro ciudades distintas, entre ellas el CBA, y cuyos resultados verán la luz próximamente en el libro colectivo coordinado por Luis Arenas, José Manuel Naredo y Jorge Riechman, Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen, en la editorial Catarata. Minerva ofrece como adelanto la intervención de uno de los coordinadores de las jornadas, el profesor de la Universidad de Valencia Luis Arenas, autor, entre otros, de Capitalismo cansado. Tensiones (eco)políticas del desorden global (Trotta, 2021).
Nicholas Georgescu-Roegen, «La ley de la entropía y el problema económico», en Ensayos bioeconómicos
La obra de Nicholas Georgescu-Roegen es el desmentido más rotundo a la lógica de la especialización de los saberes que domina la ciencia contemporánea. Es imposible limitar el alcance de su contribución al ámbito de una ciencia en particular, pues quien alcanza a comprender las implicaciones que de ella se deducen enseguida constatará que sus ideas desbordan rápidamente el marco restringido de una ciencia en particular (sea la matemática, la econometría o la termodinámica) para mostrar las implicaciones que tienen en campos como el de la demografía, la política, la filosofía, la ecología y la ética.
Me gustaría atender a esta última cuestión y responder, de manera breve y sintética, a la siguiente pregunta: ¿qué consecuencias en el terreno de la moral humana cabría extraer de las aportaciones científicas de Nicholas Georgescu-Roegen? Para ello es importante recordar brevemente el núcleo básico de su teoría. Reducida a sus aspectos más básicos, la gran contribución de Georgescu-Roegen fue la de tratar de comprender el proceso económico antes que bajo su aspecto social, bajo su consideración de mera realidad física. El intercambio económico es un caso particular de intercambio físico. De acuerdo con esta perspectiva, el proceso económico, visto por así decir desde fuera del campo antropológico, consistiría en la transformación de estados físicos de baja entropía en estados físicos de alta entropía. El acto económico por antonomasia, el acto de consumir, es, desde el punto de vista termodinámico, un proceso metabólico que contribuye a garantizar la vida del organismo, pero esto lo hace a costa de aumentar inevitablemente la entropía del universo. De este principio obvio y elemental, ignorado por la economía clásica desde sus inicios, se derivan de una manera tan simple como insoslayable una serie de consecuencias trascendentales. Y esas consecuencias tienen implicaciones morales de largo alcance. Me limitaré a señalar tres de las más relevantes.
La primera de esas consecuencias es que, en un sistema (casi) termodinámicamente cerrado en lo que a materiales se refiere como es la Tierra, acelerar el proceso económico (consumir más y más rápido) es reducir a la misma velocidad la energía y los recursos disponibles en el futuro. En efecto, consumir –que en términos bioeconómicos consiste en transformar recursos (de todo tipo) en satisfacción de necesidades y producción de desechos (de todo tipo)–, en términos termodinámicos, implica acelerar la entropía del sistema. En determinadas circunstancias, parte de esos desechos pueden ser convertidos de nuevo en recursos, algo que dependerá de la eficiencia del sistema y su proximidad al ideal de una economía circular, pero lo que la segunda ley de la termodinámica nos enseña es que hay otra parte que se convertirá inevitablemente en energía disipada o no disponible, una energía que seguirá existiendo (primer principio de la termodinámica), pero resultará indisponible a efectos de su utilización. El aumento de esta energía disipada es exactamente la medida de la entropía de un sistema.
Una segunda consecuencia inevitable que se deriva de ese principio, y que conecta el proceso económico con la termodinámica, es que un aumento en el número de organismos vivos de un sistema cerrado implica irremediablemente un aumento de la entropía de dicho sistema. En relación con esta variable demográfica, aparece el concepto de «capacidad de carga» de un sistema o hábitat, entendido como el número de individuos que un entorno puede soportar sin efectos negativos significativos para el organismo dado y su entorno. Si nos limitamos a la población humana del planeta –algo que, de entrada, concedo que está lejos de ser evidente, pues deja fuera a otros potenciales sujetos de consideración moral como podrían ser los animales–, la conexión entre el número de organismos y la entropía supone cobrar conciencia de las implicaciones ecológicas que tiene el aumento demográfico de la población humana. Por supuesto que esta capacidad de carga está determinada por multitud de factores, entre ellos la huella ecológica de los individuos, pero de nuevo la consecuencia que se deriva es inevitable: en términos ecológicos, el tamaño (de la población humana) sí importa.
Una tercera consecuencia es la que tiene que ver con la flecha del tiempo. Como todo proceso, el proceso económico implica una serie de interacciones materiales que se extienden a lo largo del tiempo y cuyas consecuencias solo pueden ser medidas tomando en consideración esa variable temporal. Sin duda, esa variable admite muchas escalas. Sabemos que la chocolatina durará más cuanto más parsimoniosamente la comamos, pero también sabemos que, por despacio que lo hagamos, acabará por desaparecer a lo largo de la tarde y de ella no quedará más que el residuo de la envoltura. Del mismo modo, sabemos que, tal y como predice la teoría del Big Bang, el universo se dirige inexorablemente al Big Freeze o muerte térmica y que su destino final será el de un universo frío, vacío y oscuro. Entre esas dos escalas, la inmediata y la cósmica, se encuentra el tiempo de vida que le quede a la especie humana, cuyo futuro está garantizado durante un periodo indeterminado que va desde después de esta tarde hasta bastante antes del Big Freeze. Pues bien, lo que la doctrina de Nicholas Georgescu-Roegen sugiere es que alargar o acortar ese periodo de tiempo depende, aunque solo sea en una mínima parte, de nuestras elecciones.
Tenemos, pues, tres parámetros mutuamente interdependientes: consumo, población y tiempo. Lo que significa que, en términos morales, la humanidad se enfrenta a estos tres escenarios posibles:
- Podemos mantener (quizá incluso aumentar) la población mundial y mantener (quizá incluso aumentar) su consumo de recursos per cápita al precio de reducir (quizá incluso extraordinariamente) el tiempo de vida de la especie.
- Podemos aumentar, mantener o reducir (según las distintas versiones) nuestro consumo de recursos per cápita y alargar el tiempo de vida de la especie al precio de reducir drásticamente el número de humanos sobre el planeta.
- O podemos aumentar, mantener o reducir (también según las versiones) la población humana y aumentar el tiempo de vida de la especie al precio de reducir también de manera drástica nuestro consumo de recursos per cápita. Lo que no podemos hacer es aumentar los tres parámetros a la vez.
Al primer horizonte (continuar aumentando el consumo y la población) podríamos llamarlo el horizonte BAU (business as usual). Este horizonte secretamente ansía que todo siga como hasta ahora, a pesar de los datos de degradación ecológica, cambio climático y agotamiento de los recursos que se acumulan por doquier. En la práctica, es el horizonte en el que están instaladas de facto nuestras sociedades industriales modernas, por mucho que en el plano de la autorrepresentación ideológica parezcan estar preocupadas por los discursos sobre la sostenibilidad, la transición energética o la sensibilidad ecológica. Esta preocupación no se ha traducido en los últimos veinte años en un cambio significativo de rumbo, lo que demuestra que, en la práctica, esta es la opción por la que parece que se inclinan mayoritariamente las sociedades industriales.
Al segundo horizonte (aumento o estabilización de los actuales niveles de consumo para una población progresivamente menguante, bien sea por el control voluntario de la natalidad, las guerras por los recursos escasos o las catástrofes climáticas y la falta de alimentos) lo denominaremos horizonte ecototalitario. Las versiones de este medioambientalismo autoritario apuestan por sociedades que reduzcan drásticamente su población (en las versiones de derechas) o sus niveles de consumo (en las versiones de izquierda), con un poder político que pueda imponer por la fuerza el racionamiento de los bienes básicos para parte o para toda la población y un gobierno en manos de unas élites que prioricen el compromiso con la conservación a largo plazo de la especie y la biosfera frente a los deseos particulares de los individuos.
Finalmente, el tercer horizonte (una reducción del consumo para garantizar las condiciones de vida de, al menos, los seres humanos que ya están entre nosotros y su descendencia) es el decrecentista. Primero ridiculizado y luego denostado como delirio idealista o reaccionario, poco a poco la doctrina del decrecimiento comienza a abrirse paso entre científicos y sectores de la sociedad civil. En 2019 más de 11.000 científicos firmaron un manifiesto en el que alertaban de la necesidad de «limitar rápidamente la excesiva extracción de materiales y la sobreexplotación de los ecosistemas movidos por el crecimiento económico si se quiere mantener la sostenibilidad a largo plazo de la biosfera». E incluso foros tan alineados con el mainstream económico como The New York Times, en sus páginas de opinión, comienzan a discutir abiertamente la necesidad de poner el decrecimiento en la mesa del debate público. Pero, en todo caso, la del decrecimiento sigue siendo una posición extremadamente minoritaria en el escenario de los debates sobre el futuro de las sociedades industriales.
Como toda modelización, este esquema es una simplificación, pues en cada uno de los escenarios las posiciones se multiplican. Por ejemplo, el «horizonte BAU» puede conocer versiones moderadas como las del capitalismo verde, inspiradas en el Informe Brundtland y su idea del «desarrollo sostenible»: garantizar aquel desarrollo que «satisface las necesidades presentes sin comprometer la habilidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades»). Pero también podríamos incluir aquí posiciones de carácter radical como las del aceleracionismo. Aunque la complejidad ideológica que se esconde detrás de esta etiqueta es considerable (se podría hablar de un aceleracionismo de derechas, por ejemplo, el de Nick Land, y de un aceleracionismo de izquierdas, como el representado por Alex Williams y Nick Srnicek), lo cierto es que en ambos casos se apuesta por una dinámica que, bien sea para superar el capitalismo, bien para fortalecerlo, invitan a acelerar e intensificar los procesos de desarrollo tecnológico y de intercambio global de mercancías.
Por su parte, la posición ecototalitaria puede declinarse igualmente en una versión oligárquica o en una comunitarista; en una nacionalista o en una internacionalista. Para simplificar, podríamos denominar ecofascismo neofeudal a la primera y medioambientalismo autoritario a la segunda. Del lado ecofascista encontramos aquellas posiciones que defienden políticas antiinmigración y el cierre de fronteras de los países desarrollados, apelando a la progresiva escasez de recursos. Este ecototalitarismo incorpora una confusa mezcla de elementos de antiglobalización, ambientalismo, defensa de la naturaleza y nacionalismo extremo al que, en algunos casos, se añaden componentes de supremacismo blanco. Muchos de esos elementos estaban presentes en las posiciones de Trump y sus herederos (America First) y son las teorizadas por la nouvelle droite de Alain de Benoist o el Frente Nacional en Francia o por el ecologismo neofascista en Alemania, pero ya se encontraban, y de un modo muy acusado, en los fascismos de mediados del siglo xx, especialmente en el caso del partido nazi. En su versión abiertamente oligárquica, ese ecofascismo trabaja de forma activa y silenciosa a favor del proyecto cada vez menos disimulado de «emancipación de los ricos» con respecto al resto del mundo. La manera en que las élites del planeta –perfectamente conscientes de lo que se avecina– están tomando posiciones defensivas para blindarse ante un futuro de drástico descenso energético y turbulentos escenarios ambientales apunta a que este es el futuro por el que apuestan los dueños del mundo: ocupar las pocas plazas de los botes salvavidas, aun al precio de condenar al sufrimiento, y quizá a una muerte segura, al resto del pasaje. Por su parte, en las versiones ecofascistas próximas a la ecología profunda –las defendidas por autores como el finés Pentti Linkola– la garantía de continuidad de la especie y del planeta pasa por la reducción drástica de la población humana, su mantenimiento al nivel de mera supervivencia y la sustitución de la democracia por una dictadura gerontocrática dirigida por una élite de sabios. La idea en este caso es clara: una vez aceptado que los recursos naturales disponibles no serán suficientes para mantener los estándares de consumo actuales, la alternativa pasa por limitar su acceso a esa pequeña parte de la población que son de los nuestros (un nosotros que se asume en muchos casos bajo su figura del wasp: blanco, anglosajón y protestante).
Pero también es posible detectar una versión de izquierdas de ese ecototalitarismo. Es la que vendría a defender la necesidad de una centralización del poder político de los Estados (y, en el límite, del gobierno del mundo) para hacer frente, con rapidez y radicalidad, a una crisis climática y ecológica cuyos tiempos de resolución resultan ya incompatibles con los tiempos de la deliberación democrática. En este lado ecototalitarista de izquierdas estarían desde las clásicas fórmulas ecocomunistas defendidas en los años setenta por Wolfgang Harich (las de un «comunismo en estado estacionario»), o las críticas a los límites del liberalismo como ideología política capaz de hacer frente al desafío medioambiental, hasta las del ecologismo republicano de autores como Garrett Hardin, William Ophuls o Robert L. Heilbroner y su convicción de la imposibilidad de seguir coordinando la libertad individual de las democracias occidentales con el horizonte de escasez al que se acercan nuestras sociedades, o las que, entre las filas de la izquierda ecologista alemana, proponen un principio meritocrático como base política alternativa a la democracia liberal, como hace Didem Aydurmus en Survival Despite the People (2016). En todos los casos, este ecototalitarismo de izquierdas parte de un diagnóstico semejante (la insuperable escasez de recursos y la imparable degradación de los ecosistemas), pero lo hace desde un horizonte universalista al apostar por soluciones que no dejen atrás a la inmensa mayoría de la población y garanticen el acceso a los recursos de la biosfera a las futuras generaciones. Sea como fuere, la convicción dominante es la misma: «es tal la urgencia de la crisis ambiental que […] las formas de "buen autoritarismo", en las que los comportamientos ambientalmente insostenibles estén simplemente prohibidos, pueden llegar a ser no solo justificables, sino esenciales para la supervivencia de la humanidad en cualquier cosa que se acerque a una forma civilizada».
Por último, las posiciones decrecentistas admiten igualmente una gradación muy amplia: pueden ir desde las perspectivas calificadas de suficientarismo hasta las que, en el límite, apelan a la activa desaparición de la especie humana. En cuanto a las doctrinas que apuestan por la extinción del género humano como modo de garantizar el bien superior de la conservación de la biodiversidad del planeta, las posiciones irían desde la extinción pacífica y progresiva por medio de la renuncia a la reproducción (como el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria de Les U. Knight y su lema «May we live long and die out»), hasta la que apuesta por acelerar el proceso (como en el caso de la Iglesia de la Eutanasia de Chris Korda y su lema «Save the planet, kill yourself»). Dejando de lado estas versiones extremas del decrecimiento (en este caso de la especie y no solo de la economía), el horizonte decrecentista está presente en muchas de las versiones del ecosocialismo que han renunciado al horizonte de la abundancia que presidía el pensamiento marxista en su origen. Las posiciones suficientaristas sostendrían la necesidad de un reparto de bienes económicos compatible con una vida digna para la especie actual y futura, pero proscribirían lo que Veblen llamaba el «consumo conspicuo», u ostensible, y el lujo ecológicamente irresponsable. La mayoría de estas apuestas ecosocialistas serían una variante del suficientarismo, la posición que defiende la necesidad de garantizar a la totalidad de los individuos un conjunto de bienes primarios para satisfacer las necesidades básicas que acompañan la vida humana y que sean compatibles con la continuidad de la especie y la conservación del medio ambiente. La diferencia de este suficientarismo con respecto a lo que hemos llamado el medioambientalismo autoritario radica en su negativa a renunciar al principio democrático de organización del cambio social que necesariamente tendrán que afrontar nuestras sociedades de cara a la transición ecológica. Pero incluso en este modelo decrecentista ecosocialista, las interpretaciones de ese horizonte poscrecimiento varían en sus detalles: desde el «ecosocialismo descalzo» que defienden autores como Manfred Max-Neef y Jorge Riechmann o la «lujosa pobreza», teorizada por Emilio Santiago Muiño, hasta la concepción del decrecimiento como «abundancia radical» de teóricos como Jason Hickel.
A pesar de este abigarrado panorama, el modelo de los tres escenarios recoge las posiciones básicas en las que se desarrollará el debate en el futuro y, en todo caso, hace justicia a aquellas palabras de Nicholas Georgescu-Roegen en La ley de la entropía y el proceso económico que, por su sencillez y claridad, se clavan como un puñal en el cerebro del lector de su obra clave: «Si pasamos por alto los detalles, podemos decir que todo niño nacido ahora significa una vida humana menos en el futuro. Pero también, que todo automóvil Cadillac producido en cualquier momento significa menos vidas en el futuro».
Con ello, sin embargo, no hemos empezado siquiera a rozar el problema moral que plantean las ideas de Nicholas Georgescu-Roegen. Este adquiere la forma de una alternativa para la que quizá no haya una respuesta posible si no es a costa de hundirnos en compromisos últimos (metafísicos o religiosos) que, probablemente, están más allá de toda posible argumentación racional. Pues, en efecto, el gran dilema moral que enfrentamos exige, como Jorge Riechmann ha señalado en Interdependientes y ecodependientes (2012), una «moral de larga distancia o de largo alcance espacial, social, temporal y específico» que tal vez desborde los límites de nuestra miope mirada de simio parlante. Nicholas Georgescu-Roegen expresó ese dilema con la sencillez y la profundidad que tienen las preguntas verdaderamente filosóficas. La cuestión a la que haremos frente en el futuro tendrá probablemente esta forma: ¿qué nos impide moralmente elegir como especie «una vida corta pero extravagante» frente a una «larga y aburrida existencia»? La respuesta es probablemente: «nada». O por decirlo con las palabras de Hans Jonas en El principio de la responsabilidad (1995): «Sin incurrir en contradicción alguna conmigo mismo puedo preferir, tanto para mí como para la humanidad, un fugaz relámpago de extrema plenitud al tedio de una infinita permanencia en la mediocridad».
Mi impresión es que desde las premisas de la ética liberal y el horizonte del individualismo moderno será difícil resistirse a otra cosa que al cuerno extravagante y fugaz del dilema. Por su parte, quienes estamos dispuestos a aceptar que asumir esa larga y aburrida existencia es la solución moralmente correcta al dilema, creo que haríamos bien en reconocer con humildad que nuestra decisión está más acá del bien y del mal. Es esa convicción la que, sospecho, explica que Jonas considerara esta apuesta por el cuerno parsimonioso del dilema como un axioma: algo «quizás imposible de justificar sin la religión». Quienes no contamos ya con el consuelo religioso, quizá debamos verla, antes que nada, como la opción decidida por un regalo que, sin obligación alguna, hacemos a los que son hoy –como fuimos nosotros un día– meras posibilidades de existir. Y, como todo verdadero regalo que es auténtica donación y no mero anticipo rutinario de un beneficio futuro, algo que se hace sin esperar nada a cambio salvo, quizá ,el gozo de imaginar la felicidad de los obsequiados.
Tanto las jornadas que dieron origen a este texto como el libro del que es adelanto son trabajos realizados en el marco de los Proyectos I+D+I: «Racionalidad económica, ecología política y globalización: hacia una nueva racionalidad cosmopolita» (PID2019-109252RB-100) y «Humanidades ecológicas y transiciones ecosociales. Propuestas éticas, estéticas y pedagógicas para el antropoceno» (PID2019-107757RB-100)
19.10.21 > 20.10.21
ORGANIZA MINISTERIO DE CIENCIA E INNOVACIÓN
COLABORA CBA
PARTICIPAN LUIS ARENAS • JACQUES GRINEVALD • MARGARITA MEDIAVILLA • EMILIO SANTIAGO MUIÑO JOSÉ MANUEL NAREDO • JAIME VINDEL