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Hungría, entre la amnesia social y la disonancia cognitiva

Győző Ferencz
Mapa de Europa, 1942. «Persuasive Maps», PJ Mode Collection

El húngaro Győző Ferencz, profesor de literatura, poeta, crítico literario y presidente ejecutivo de la Szécheneyi Akademy of Letters and Arts, participó a distancia, vía conexión online, en el encuentro anual de la Alianza Europea de Academias, durante una de las sesiones de trabajo celebradas a puerta cerrada. Hemos querido recoger en Minerva su análisis sobre por qué sociedades como la húngara han vuelto a caer en regímenes autócratas.

¿Por qué tres décadas después del hundimiento del régimen totalitario de la Unión Soviética, y tras haber recuperado la soberanía nacional, varios Estados europeos se han visto sometidos de nuevo a regímenes autocráticos de manera voluntaria? Si rastreamos la historia, puede que la mentalidad social nos dé alguna clave. La recaída se ha producido de una manera tan sumamente rápida que podríamos decir que un enorme número de personas en Hungría, Polonia y otros países están aquejadas de amnesia social. ¿Cómo es posible, si no, que la gente pueda anular tan fácilmente su sentido de la responsabilidad y dedicarse a amplificar la propaganda de partido? ¿Por qué la resistencia ha sido tan débil y esporádica en mi país, Hungría, y en otros países? 

En mi opinión, esta amnesia social responde a una pauta histórica. Los ciudadanos de estos países han sido educados para adecuarse a las expectativas políticas con el único fin de sobrevivir, algo que ha sucedido durante siglos de sistemas no democráticos. A pesar de haber sufrido terribles experiencias personales debido a su pertenencia a sociedades disfuncionales, a la corrupción y a gobiernos de líderes tiránicos, miran hacia otro lado cuando se trata de expresar su discrepancia. Un ejemplo lo encontramos en los medios de comunicación públicos de Hungría. Controlados por el poder gubernamental, los medios húngaros transmiten visiones apocalípticas del país, que presentan devastado por migrantes, aunque no haya habido un solo migrante en Hungría desde 2015, porque ningún refugiado quiere vivir aquí y los que entran no lo hacen para quedarse, sino para continuar su viaje hacia el oeste de Europa. Esto me lleva a pensar que, más que amnesia social, las sociedades de Hungría y de otros países de Europa del Este sufren lo que en psicología se conoce como disonancia cognitiva.

El término «disonancia cognitiva» fue acuñado en 1957 por el psicólogo social estadounidense Leon Festinger para describir el malestar psicológico o la tensión interna que percibimos cuando una creencia personal se ve cuestionada por una nueva información incompatible o contradictoria. El malestar conduce a quien lo sufre a tratar de resolver ese conflicto íntimo. Para ello, existen dos estrategias opuestas: las personas pueden analizar la información contradictoria y cambiar su comportamiento y sus ideas convenientemente o pueden exponerse a esta información e ignorar sus implicaciones, lo cual es una forma de escapismo. También existen respuestas intermedias: pasar por alto ciertas consideraciones, no mostrar su desacuerdo y, de esa forma, estar a bien con el régimen político, pues en los Estados totalitarios a veces no están claras las líneas entre la colaboración y una relativa independencia. 

De manera contradictoria, Hungría ha ido pasando de un régimen totalitario a otro: nazis, comunistas, populistas… Todos los húngaros han tenido que asumir esa situación conflictiva conservando algún tipo de independencia moral, al mismo tiempo que colaboraban o se rendían ante el sistema para sobrevivir. De ahí que la cuestión crucial sea preguntarse cómo los regímenes opresivos seducen a los ciudadanos para que se sometan al régimen y sirvan a sus intereses a largo plazo. Existen también instrumentos motivacionales, recompensas y castigos, venganzas, intimidaciones, encarcelaciones, censura, recompensas, apoyos… En el caso de los artistas, como el resto de los ciudadanos de estas sociedades, han tenido que enfrentarse a esa dualidad respecto a la realidad externa y se ven obligados a llegar a pequeños acuerdos con el poder político, a negociar para poder continuar con su actividad.

Los sistemas sociales autocráticos pretenden ser plenamente legales. Por lo tanto, la estructura social se basa en dependencias personales jerárquicas, y la colaboración con el poder político se establece mediante instrucciones o directrices orales, nunca a través de órdenes escritas, por lo que es muy difícil encontrar pruebas que demuestren la existencia de coacciones. En Hungría, salvo con los nazis y durante el periodo estalinista, nunca ha existido una censura abierta, así que la incertidumbre existencial aumenta la obligación a obedecer. Además, el actual Gobierno ha dirigido todos los recursos financieros públicos a instituciones afines a su política, y con ese dinero de los contribuyentes en manos del control político se viola la autonomía de la cultura y del arte. En algunos casos, quienes solicitan estas ayudas estatales son jóvenes artistas que no saben de dónde viene ese dinero, mientras que a aquellos que no quieren figurar en la lista de beneficiarios se les retira la subvención pública. 

En la actualidad, en mi país nos enfrentamos a los mismos tormentos que ya tuvimos que afrontar en otras épocas dictatoriales. Si yo colaboro con el poder porque pido una beca, debo aceptar el precio que me va a hacer pagar el Estado. Por otra parte, siguen vigentes los premios artísticos estatales que se crearon después de la Segunda Guerra Mundial y que, por razones que no puedo entender, se mantuvieron tras los cambios llegados a principios de los años noventa. Esta es una cuestión muy sensible. ¿Por qué tiene que ser el Estado quien reconozca los logros artísticos, en lugar de los profesionales, los artistas, los escritores o las fundaciones? 

Es probable que alguien acepte un puesto en la junta directiva de una fundación pensando que, si no lo ocupa él, otro lo hará en su lugar y representará una causa equivocada, mientras que él podría defender ciertas posiciones o, por ejemplo, conceder una beca a quien realmente la merezca. Sin embargo, la realidad es que en estos consejos consultivos nadie puede oponerse al poder. Lo mismo ocurre con los escritores a la hora de publicar un poema o un cuento en una revista literaria pública. Y, en el caso de las privadas, no hay que olvidar que revistas de prestigio se han visto obligadas a cerrar por falta de financiación. 

La institución pública genera una disonancia cognitiva a la que se debe responder de manera privada, individual. Los ciudadanos tienen que tomar decisiones sin que exista ninguna respuesta tranquilizadora ni líneas de demarcación claras. El resultado es una sociedad dividida, un problema que no es exclusivo de Hungría. Existen ejemplos alarmantes, como el Brexit o la llegada de Trump al poder, que nos han mostrado cómo se ha ignorado la información, cómo se han eludido los hechos o se ha desconfiado de ellos. Hemos presenciado numerosos autoengaños y falacias y todo ello ha generado disonancia cognitiva. 

Tengo una intuición, no demostrada estadísticamente: es más posible que en los países democráticos se responda de manera responsable ante las disonancias cognitivas que en los regímenes totalitarios, donde las personas, para sobrevivir, están obligadas a hacer que el sistema funcione. De ahí que las personas opten por perpetuar estas prácticas o respuestas equivocadas y, a la larga, desastrosas. Mi conclusión es triste: únicamente el arte y la educación pueden cambiar esta actitud mental tan distorsionada. Es un proceso muy lento. En mi país muchos estamos preocupados por el hecho de que no sabemos hasta qué punto sociedades tan vulnerables como la húngara o la polaca pueden desafiar esta distracción permanente en nuestras vidas.