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Una patria difícil

Diego Díaz

El historiador Diego Díaz, autor de los libros Disputar las banderas. Los comunistas, España y las cuestiones nacionales (Trea, 2019) y Pasionaria. La vida inesperada de Dolores Ibárruri (Hoja de Lata, 2022), así como director de la revista Nortes, habla en este artículo de la democratización de la identidad nacional española y de sus símbolos, cuarenta y cinco años después del final del la dictadura, cuando «el proceso de democratización y normalización de los símbolos, el imaginario y la identidad nacional española, sigue abierto y en disputa».

Aviso a navegantes. Las relaciones entre el progresismo y los símbolos del Estado nación no resultan fáciles en casi ningún lugar de Europa. Spain is different… pero no tanto. Y es que, por razones históricas y de cultura política, han sido y son las derechas las que con más pasión y efusión han tendido a ondear en toda Europa las banderas de sus países. ¿Razones? El orgullo por el pasado imperial, el aprecio por instituciones tradicionales como la monarquía y el Ejército, el rechazo a una «excesiva» diversidad cultural, disolvente de las esencias nacionales, o la mayor identificación con el nacionalismo de Estado y sus símbolos, son algunas de esas motivaciones que se terminan condensando en la adhesión entusiasta a una bandera y un himno. Excepciones, claro está, existen. En las izquierdas, aquellas que en la lucha contra el fascismo lograron resignificar con éxito los símbolos nacionales del Estado: Italia, Francia, Portugal… En las derechas, aquellas fuerzas que, como el PNV, los nacionalistas flamencos o el catalanismo conservador, no se sienten representados por el Estado nación al que pertenecen y reivindican frente a él identidades nacionales alternativas. Hay más. Sin embargo, grosso modo, podemos afirmar que mientras el terreno de la emoción patriótica resulta un campo de juego generalmente adverso para las izquierdas europeas, las derechas se sienten como en casa cuando el tema estrella de la agenda política es la nación. ¿Por qué? Una posible explicación radica en que las derechas representan a segmentos de la población que pueden tener grandes diferencias internas, por ejemplo, de clase, pero que en líneas generales comparten un sentimiento nacional parecido. Las izquierdas, en cambio, suelen representar a sectores que comparten visiones parecidas sobre la justicia social o la libertad, pero que no siempre coinciden demasiado en materia de sentimientos y símbolos nacionales. Así, cuando la agenda política gira en torno a los temas nacionales, el conservadurismo se cohesiona, mientras el progresismo se divide, produciéndose incluso fugas o trasvases hacia la derecha por parte de aquellos sectores que pueden sentirse políticamente de izquierdas en lo social, pero que, sin embargo, comparten abundantes coincidencias con la idea de nación que manejan las derechas.

Los límites de las operaciones de resignificación

Podría decirse, sin miedo a exagerar demasiado, que cuando el nacionalismo de Estado entra por la puerta la izquierda suele saltar por la ventana. Les pasó a los laboristas británicos en 1981 con Thatcher y su oportuno uso de la Guerra de las Malvinas, y nuevamente en 2019 con las elecciones que giraron en torno al Brexit. En 1990 la reunificación alemana dejó fuera de juego a los socialdemócratas y los verdes, cuando la consigna pangermánica de «¡Somos un pueblo!» inundó el espacio público y se convirtió en el preámbulo a una absorción acelerada de la RDA por la RFA. Por el camino se quedarían ideas como la de una confederación entre ambas repúblicas o un nuevo proceso constituyente. Tampoco una izquierda como la francesa, a priori más identificada con unos símbolos nacionales de origen revolucionario y republicano, resignificados en clave antifascista por el Frente Popular primero y por la Resistencia contra el nazismo después, lo ha tenido muy fácil cuando temas como la identidad nacional, la multiculturalidad y la pregunta «¿Qué significa ser francés?» se han convertido en los grandes asuntos de discusión pública.

Estos casos deberían servir para desdramatizar la idea de una excepcionalidad o excesiva singularidad de los conflictos entre el progresismo español y la identidad nacional española. También para evitar simplificaciones como la de que basta con voluntad política y un poco de ingenio para resignificar en un sentido progresista los símbolos tradicionalmente asociados a una idea conservadora, imperial o racista de la nación. Y es que en los tres países que hemos mencionado, Gran Bretaña, Alemania y Francia, todas las izquierdas han realizado sus propias operaciones de resignificación del patriotismo en un sentido democrático, popular y multicultural. Los resultados han sido, en todo caso, desiguales. En algunos casos, más sinceros y convincentes; en otros, más impostados y poco creíbles. No todas las izquierdas parten de las mismas condiciones históricas y culturales. La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, apelando a las tradiciones revolucionarias de la historia francesa, lo tiene más fácil para formular un patriotismo francés alternativo al de Marine Le Pen que la izquierda alemana, perseguida siempre por la pesada losa del nazismo y la culpabilidad colectiva de Alemania en el siglo XX. La idea un tanto fría del llamado «patriotismo constitucional» ha sido precisamente la respuesta del progresismo germánico a las dificultades para formular algún tipo de orgullo colectivo alemán que no sea el preámbulo a una nueva borrachera nacionalista.

Spain es un poco más different

Spain is different… pero no tanto, decíamos al principio de este texto. En efecto, España comparte con muchos otros países europeos una tradición de nacionalismo de Estado conservador y con reminiscencias imperiales, a la que se añaden además algunas especificidades. En primer lugar, la existencia de territorios con arraigados movimientos nacionalistas, solo comparables en su vigor y vitalidad a los nacionalismos sin Estado del Reino Unido. En segundo lugar, la particularidad de su transición democrática de la dictadura a la democracia. Un proceso hecho sin grandes rupturas simbólicas y, por el contrario, con grandes continuidades que llegan hasta el día de hoy, como la monarquía, la bandera rojigualda y el himno. La combinación de estos dos factores explica que amplios sectores de la sociedad española, ya sea por albergar sentimientos nacionales alternativos al español, por identificar de algún modo los símbolos del Estado con los de la monarquía y la dictadura, o por una mezcla de ambas cosas, mantengan con ellos una forma de relacionarse que se puede mover entre la frialdad y el rechazo, dependiendo de las coyunturas y los momentos, que a veces deriva en un rechazo frontal o una relación difícil con la propia identidad nacional española.

Aunque a priori el tiempo todo lo cure, ¿hasta qué punto los símbolos del Estado se han logrado normalizar y democratizar tras 45 años de democracia? Resulta difícil de medir. Los abundantes trabajos sociológicos sobre la identidad nacional de los españoles nos pueden dar algunas pistas sobre un país en el que sus símbolos siguen estando lejos de generar grandes consensos. Y es que, si bien el paso de los años, y sobre todo las competiciones deportivas, han tenido un indudable efecto despolitizador y normalizador de la bandera o el himno, otros factores han seguido actuando en el sentido contrario, tensionando la relación afectiva de una parte importante de la población con los símbolos del Estado y, por extensión, con la identidad nacional española. Por un lado, los nacionalismos sin Estado de Cataluña, el País Vasco y Galicia, así como de otros territorios, portadores todos ellos de repertorios simbólicos alternativos y en disputa con los símbolos españoles, han seguido creciendo en el Estado de las autonomías, hasta el punto de que, cuarenta años después de su fundación, son hoy muchos más los ciudadanos que teniendo DNI español albergan sentimientos nacionales alternativos. En algunos casos, compatibles con algún tipo de identidad española plural o plurinacional, pero en otros, en abierta contradicción, competición y antagonismo.

El desprestigio de la monarquía, la revisión de la Transición, la eclosión de la preocupación por la memoria histórica y la irrupción en escena, en torno al 15-M y el post 15-M, de nuevas generaciones criadas ya en la democracia, han confluido en la recuperación de un republicanismo español de izquierdas que era muy testimonial hasta principios del siglo XXI, pero que desde 2011 supone una corriente minoritaria, aunque no desdeñable, en la sociedad española. Basta con entrar en cualquier bazar, para ver que, además de todo tipo de banderas y productos con la rojigualda, se pueden adquirir banderas, abanicos, mecheros o pulseras con los colores de la tricolor republicana. No hablamos, pues, de algo anecdótico. Hoy en día, fuerzas políticas que representan ese espacio social y cultural republicano tienen una destacada presencia institucional en todas las administraciones, incluyendo el Gobierno de España. Con sus propios símbolos nacionales, el republicanismo plantea otra forma de sentirse español y otra identidad nacional diferenciada, alternativa tanto al españolismo conservador como a los nacionalismos periféricos, si bien menos hostil a estos últimos.

Por último, si algo ha terminado de impedir la banalización o normalización de los símbolos oficiales del Estado ha sido el regreso de un airado nacionalismo español neofranquista, militante en su defensa de la monarquía, frontal en su oposición al reconocimiento de la diversidad lingüística y cultural del país, contrario a la integración de la memoria de la Segunda República en el relato democrático de España y que ha vuelto a hacer de la bandera un elemento de confrontación con las izquierdas y los nacionalistas sin Estado, así como, cada vez más, con el feminismo y el movimiento LGTBI, planteando de algún modo el españolismo como la identidad-refugio de quienes rechazan las reivindicaciones de estos movimientos.

La democratización del imaginario español: luces y sombras

Desde la Transición, las fuerzas progresistas no han dado una sola respuesta al problema de una identidad nacional española casi monopolizada por el franquismo durante cuarenta años. Si bien sectores de la izquierda trataron de evitar el tema, precisamente por su conflictividad, o directamente asumieron buena parte del discurso de los nacionalismos periféricos por oposición al nacionalismo español del Estado, otros jugaron a tratar de disputar la bandera de lo nacional-español. Históricamente, ha sido el PSOE el partido más comprometido con una normalización y democratización de los símbolos del Estado, así como el más empeñado en una renovación del imaginario de lo español. Desde 1978, los socialistas apostaron porque la bandera española se convirtiera en un símbolo compartido y no un patrimonio exclusivo de las derechas. Todavía en la oposición, con UCD en el Gobierno, el partido socialista logró que en octubre de 1981 se eliminaran de la bandera el águila con el yugo y las flechas en sus garras, el emblema «Una, grande y libre» y la corona imperial. En 1982 Felipe González hizo campaña con banderas rojigualdas en los mítines. En 1983 el PSOE se presentaría a las elecciones autonómicas con carteles en los que se entrelazaban las banderas de España y de las diferentes autonomías, escenificando así la apuesta del partido por un nuevo imaginario de lo español no reñido con la descentralización del Estado y el reconocimiento de la diversidad y el derecho al autogobierno de sus territorios.

Los trece años de gobiernos de Felipe González fueron, pues, la mayor apuesta desde la Segunda República por resignificar la idea y la imagen de España en un sentido democrático, plural, modernizador y europeísta. Una década después de la arrolladora victoria de octubre de 1982, el año 1992, con la coincidencia de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la capitalidad cultural de Madrid, sería clave para mostrar al mundo que, como había pronosticado el vicepresidente Alfonso Guerra, a España no la iba a conocer «ni la madre que la parió». Sin embargo, esta apuesta por una imagen de España optimista y renovada, de la que la Movida madrileña o el cine de Pedro Almodóvar serían importantes exponentes, también contenía la incorporación al proyecto nacional del PSOE de abundantes elementos de la tradición españolista conservadora: desde el blindaje de una monarquía heredera de la dictadura —y, hoy sabemos, implicada en abundantes tramas corruptas, que se presentaría, sin embargo, como una institución moderna, ilustrada y de exquisito pedigrí democrático— hasta un imperialismo español rehabilitado como «encuentro de culturas» durante los actos del Quinto Centenario 1492-1992. Como ha señalado el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas, mientras la colonización de América sería celebrada por todo lo alto, no habría en cambio conmemoraciones oficiales de los sesenta años del 14 de abril de 1931 o del medio siglo de la Guerra Civil. La memoria de la Segunda República pasaría muy de puntillas por el relato nacional del largo y prudente Gobierno socialista. Asimismo, tras haber flirteado en la Transición con el federalismo plurinacional, el PSOE de Felipe González ralentizaría el proceso autonómico, protagonizaría fuertes choques con la Generalitat catalana y recurriría al terrorismo de Estado en el País Vasco. En cuanto al europeísmo, el PSOE lo abrazó con fuerza, como condición indispensable para su proyecto modernizador de España, pero alineándose con una concepción de la construcción europea mucho menos progresista que la de otros partidos socialdemócratas europeos, y mucho más identificada con el liberalismo económico y el alineamiento militar con Estados Unidos.

El zapaterismo, entre 2004-2011, supuso una profunda renovación del discurso nacional del PSOE fijado durante el felipismo. De algún modo, el proyecto de Zapatero pasaba por actualizar los consensos de la Transición, pero sin romper con ellos. El zapaterismo propuso una mayor atención al reconocimiento de la llamada España plural y, en concreto, al encaje de Cataluña en el Estado autonómico, integró en el relato oficial del país la memoria de la Segunda República y de la represión franquista e hizo del feminismo, los derechos LGTBI y la Alianza de Civilizaciones señas de su apuesta por una imagen de España asociada a la modernidad y el progresismo. Sin las mayorías absolutas y el control mediático de los Gobiernos de Felipe González, el proyecto de Zapatero se encontró con grandes resistencias. Por un lado, galvanizó la emergente galaxia neocón posaznarista, que comenzaba a recuperar la vieja idea de la confrontación entre España y la antiEspaña; por otro, chocó con la vieja guardia del PSOE felipista, incómoda sobre todo con los guiños federales y plurinacionales que se emitían desde La Moncloa.

Si el zapaterismo supuso un intento de renovar, sin romper, los consensos de la Transición, en 2014 Podemos  supondría una enmienda a la totalidad al sistema nacido en 1978 de la negociación entre posfranquistas y antifranquistas. En lo tocante al modelo de Estado, Podemos asumiría una apuesta mucho más abierta que Izquierda Unida por la plurinacionalidad y el derecho de autodeterminación, pero se mostraría en cambio mucho más ambiguo en su republicanismo, que quería desligar de la memoria traumática de la Guerra Civil y del imaginario del PCE e IU, que desde finales de la década de 1990 venían haciendo de la tricolor una de sus señas de identidad.

La formación morada trataría de reapropiarse del patriotismo desde posiciones progresistas, identificando la defensa de España con la defensa de los derechos de las mayorías, pero carecía de símbolos con los que escenificar su apuesta por una patria republicana y plurinacional. Podemos no quería desempolvar la tricolor, pero tampoco se atrevería a lanzarse a resignificar la rojigualda, algo que seguramente habría generado confusión y estupor en buena parte de sus bases. Si bien este sería un asunto secundario en los tres primeros años de vida del partido, en 2017 la eclosión del «procés» lo cambiaría todo al poner en primer plano la cuestión nacional. Los equilibrios se volvían cada vez más complicados. La polarización dejaría a Unidas Podemos fuera de juego, nadando a contracorriente y tratando de construir un esforzado tercer espacio entre el bloque independentista y el bloque españolista. No sería el único factor, pero sin duda el «procés» contribuiría a frenar el ascenso de la coalición de izquierdas, que en 2016 había obtenido el 21% de los votos.

Epílogo: ¿De qué país querrán ser los nuevos españoles?

En el verano de 2021 Tokio acogía la celebración de los Juegos Olímpicos de 2020, suspendidos por la pandemia del covid-19. En la categoría de triple salto, una joven gallega, Ana Peleteiro, se alzaba con la medalla de bronce. En los días siguientes, mucho más que de su gesta deportiva, los medios y las redes hablarían del color de la piel de la atleta coruñesa, así como de la imagen icónica de una mujer negra envuelta en la bandera española. Una gran parte de la opinión pública descubría a través del deporte que España ya no solo era blanca.

La emergencia de una nueva ciudadanía española nacida en África, Asia, América y Europa del Este, o con parte de sus antepasados procedentes de estas partes del mundo, jugará un papel clave de cara a la reconfiguración de la identidad nacional española en los próximos años. Pero ¿en qué sentido?

La nueva multiculturalidad del país puede ser un elemento democratizador de la identidad española. Nadie más interesado que los migrantes e hijos de migrantes en ser plenamente reconocidos como españoles, con todos los derechos que ello conlleva. Frente a las visiones esencialistas de lo español, la emergencia de una nueva ciudadanía diversa y mestiza puede servir como elemento disolvente de una visión cerrada y patrimonialista de España. Del mismo modo, el uso de los símbolos nacionales por los nuevos españoles, menos condicionados por los traumas colectivos del siglo XX, puede contribuir a su normalización y banalización entre el resto de españoles y españolas.

La historia, no obstante, nunca camina en una sola dirección. Y junto a estas tendencias democratizadoras, no es descartable que una parte de los migrantes e hijos de migrantes estén dispuestos a abrazar el nacionalismo español conservador precisamente para reafirmar su orgullosa españolidad, su pertenencia al club frente a los nuevos migrantes que vayan llegando en los próximos años. Precisamente la cooptación de sectores ya arraigados procedentes de la migración ha sido una constante por parte las extremas derechas europeas para moderar su imagen pública, presentándose como partidos no racistas ni xenófobos, sino solo contrarios a la inmigración ilegal. 

Si el caso de Peleteiro puede ser tomado como el ejemplo de la emergencia de una nueva ciudadanía española orgullosa de su diversidad y pluralidad, no es menos sintomático el de Morad, rapero de L’Hospitalet de Llobregat, que en una entrevista en el programa televisivo de Jordi Évole se definía como «marroquí», porque, según sus palabras, en España no le han querido «ver español en ningún lado». París e Isla de Francia, con un 35% de la población migrante o hija de migrantes, eran en 2021, según un estudio de la Universidad de Gotemburgo, junto a Cataluña y Euskadi, dos de los territorios de la UE con menor identificación de su población con el Estado nación. La consolidación de nuevos identitarismos alternativos puede ser una posibilidad frente al racismo y los nacionalismos de Estado.

Pasados 45 años del final de la dictadura, el proceso de democratización y normalización de los símbolos, el imaginario y la identidad nacional española, sigue abierto y en disputa. España seguirá siendo una patria difícil. Por otro lado, como casi todas las patrias.