sombra

El mundo es confuso e incierto.
El pensamiento no llega a ninguna parte de la Tierra,
como el brazo no alcanza más de lo que puede contener la mano
como la mirada no atraviesa los muros de sombra,

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Yo, voluntario claustro y sótano de mismo,
yo, el propio abismo que soñé.
Sí, yo, que veía en todo caminos y atajos de sombra
y la sombra, los caminos, los atajos simplemente eran yo!

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¡Y de este miedo, esta angustia, este peligro propio de ultraser,
no se puede huir, no se puede huir, no se puede!

Cárcel del Ser, ¿no hay liberación de ti?
Cárcel de pensar, ¿no hay liberación de ti?
¡Ah, no, no hay ninguna –ni tampoco muerte, ni vida, ni Dios!
Nosotros, los gemelos del Destino, existimos en ambos.
Nosotros, gemelos de todos los Dioses, de toda su especie,
siendo el mismo abismo y la misma sombra,
porque seamos sombra, o seamos luz, siempre se trata de la

[misma noche.

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Se arrastra hasta mis ojos la ciudad confusa y sosegada.

Las casas se desigualan en una aglomeración retenida, y a la luz de la luna, con manchas de incertidumbre, paraliza de madreperla las oscilaciones muertas de la profusión. Hay tejados y sombras, ventanas y Edad Media. No hay de qué haber alrededores. Se asienta en lo que se ve un vislumbre de lejanía. Por encima de mi lugar de observación hay delgadas ramas de árboles, y yo tengo el sueño de la ciudad entera en mi corazón persuadido. ¡Lisboa a la luz de la luna y mi cansancio de mañana!

¡Qué noche! Plugiera a quien provocó los pormenores del mundo que no hubiera para mí mejor estado o melodía que el momento lunar destacado en que me desconozco conocido.

Ni brisa ni gente interrumpen lo que no estoy pensando. Tengo sueño igual que tengo vida. Sólo me siento en los párpados, como si hubiera algo que pesara sobre ellos. Escucho mi respiración. ¿Duermo o estoy despierto?

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Conocerse es errar, y el oráculo que dijo «Conócete» propuso un trabajo mayor que los de Hércules y un enigma más oscuro que el de la Esfinge. Desconocerse conscientemente es el camino. Y desconocerse conscientemente constituye el uso activo de la ironía. No conozco cosa más grande ni más propia del hombre verdaderamente grande que el análisis paciente y expresivo de las maneras de desconocernos, el registro consciente de la inconsciencia de nuestras consciencias, la metafísica de las sombras autónomas, la poesía del crepúsculo de la desilusión.

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Entre las vagas sombras de la luz sin apagarse del todo antes de que la tarde sea apunte de noche, me complace errar sin pensar entre lo que se ha convertido la ciudad, y camino como si nada tuviera remedio.

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Quien quisiera hacer un catálogo de monstruos, no tendría más que fotografiar en palabras las cosas que la noche trae a las almas soñolientas que no consiguen dormir. Esas cosas poseen toda la incoherencia del sueño sin la disculpa incógnita de que se está durmiendo. Sobrevuelan como murciélagos la pasividad del alma, vampiros que chupan la sangre de la sumisión.

Son larvas del declive y del desperdicio, sombras que pueblan el valle, vestigios que quedan del destino.

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El reloj que está allá atrás, al fondo, en la casa desierta, porque todos duermen, deja caer lentamente el cuádruple sonido claro de las cuatro de la madrugada. No he dormido aún ni espero hacerlo. Sin que nada me distraiga la atención, y así me impida el sueño, o me pese en el cuerpo, y por eso no pueda sosegar, mantengo sepultado en la sombra, que la luz vaga de las farolas de la calle hace todavía más desamparada, el silencio amortiguado de mi cuerpo extraño.

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Vivir una vida desapasionada y culta, al relente de las ideas, leyendo, soñando, y pensando en escribir, una vida suficientemente lenta como para estar siempre al borde del tedio, lo bastante meditada como para no encontrarse nunca con él. Vivir esa vida lejos de las emociones y de los pensamientos, sólo en el pensamiento de las emociones y en la emoción de los pensamientos. Quedarse estancado al sol, doradamente, como un lago oscuro rodeado de flores. Tener, en la sombra, aquella hidalguía de la individualidad que consiste en no insistir en absoluto ante la vida.

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En el valle una hoguera está luciendo.
Una danza va el mundo sacudiendo.
Sombras disformes, sombras descompuestas
en negros claros por el valle van.
Súbitamente suben por las cuestas,
yendo a perderse en la oscuridad.

¿De quién la danza que la noche aterra?
Son los Titanes, hijos de la Tierra.
Danzan la muerte de ese marinero
que ceñir quiso el materno bulto
–de entre todos los hombres el primero–,
en la lejana playa al fin sepulto.

Fernando Pessoa
Poesí­a VIII. Mensaje

«Fernando de Magallanes», vss. 1-12, p. 119


NOCHE
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