He traído conmigo la espina esencial de ser consciente,
traje esa vaga náusea, la enfermedad incierta, de sentirme.
Conocerse es errar, y el oráculo que dijo «Conócete» propuso un trabajo mayor que los de Hércules y un enigma más oscuro que el de la Esfinge. Desconocerse conscientemente es el camino. Y desconocerse conscientemente constituye el uso activo de la ironía. No conozco cosa más grande ni más propia del hombre verdaderamente grande que el análisis paciente y expresivo de las maneras de desconocernos, el registro consciente de la inconsciencia de nuestras consciencias, la metafísica de las sombras autónomas, la poesía del crepúsculo de la desilusión.
Y así voy, siguiendo el rastro de mí mismo, hasta que caiga la noche y un poco de caricia de ser diferente ondule, como una brisa, en el comienzo de mi inconsciencia de mí mismo.
Ese lugar activo de las sensaciones, mi alma, pasea a veces conmigo conscientemente por las calles nocturnas de la ciudad, en las horas tediosas en que me siento un sueño entre sueños de otra especie, a la luz — del gas, entre el ruido transitorio de los vehículos.
Ese lugar activo de las sensaciones, mi alma, pasea a veces conmigo conscientemente por las calles nocturnas de la ciudad, en las horas tediosas en que me siento un sueño entre sueños de otra especie, a la luz — del gas, entre el ruido transitorio de los vehículos.
Ese lugar activo de las sensaciones, mi alma, pasea a veces conmigo conscientemente por las calles nocturnas de la ciudad, en las horas tediosas en que me siento un sueño entre sueños de otra especie, a la luz — del gas, entre el ruido transitorio de los vehículos.
A lo largo de la noche, durante horas y horas, el ruido de la lluvia descargó. A lo largo de la noche, conmigo en duermevela, su monotonía fría me estuvo insistiendo en los cristales. […] Mi alma era la misma de siempre, igual entre sábanas que entre personas, dolorosamente consciente del mundo. Tardaba en llegar el día como tarda la felicidad, y a aquellas horas parecía que tardaba indefinidamente.
Nos sentimos contentos porque, hasta cuando pensamos y sentimos, somos capaces de no creer en la existencia del alma. En el baile de máscaras en que vivimos, nos basta el encanto del traje, que en el baile lo es todo. Somos esclavos de las luces y de los colores, entramos en el baile como en la verdad, y no somos conscientes ―salvo si, solitarios, no bailamos― del enorme frío de la ya bien entrada noche exterior, del cuerpo mortal por debajo de los andrajos que le sobreviven, de todo cuanto, a solas, juzgamos que es lo que esencialmente somos, pero al final resulta ser apenas la parodia íntima de la verdad de lo que creemos ser.
Pasa todo eso, y nada de todo eso me dice nada, todo es ajeno a mi destino, ajeno incluso al destino mismo ―inconsciencia, círculos de superficie cuando el azar lanza piedras, ecos de voces incógnitas― la ensalada colectiva de la vida.
Shakespeare es el mayor fracaso de la literatura, y quizás no sea excesivo suponer que debió de ser, en gran medida, consciente de ello. Esa mente vigilante no podía haberse engañado a sí misma en cuanto a este hecho. La tragedia de su fracaso era tanto mayor por la mezcla con la comedia de su éxito.
Sobre literatura y arte
«Crítica de autores», «2. Shakespeare», p. 336
LECTURAS / ESTÉTICA
Hay tres clases de cultura: la que resulta de la erudición, la que resulta de la experiencia transferida, y la que resulta de la multiplicidad de intereses intelectuales. […] Daremos ejemplos de todas según existieron en tres grandes poetas: vemos la primera en Milton, que se preparó conscientemente para su obra poética ―la que habría de ser, pues de joven no sabía cuál sería― por medio del dominio del griego, del latín, del hebreo y del italiano (que no sólo leía, sino que también escribía), y mediante el estudio de los clásicos en las dos primeras lenguas. Vemos la segunda en Shakespeare, persona poco leída y cultivada, pero intenso y profundo en su aprovechamiento de cuanto veía y oía, hasta el extremo de simular involuntariamente una erudición que en verdad no tenía. Vemos la tercera en Goethe, que ni tenía la erudición de Milton ni la ultra asimilación de Shakespeare, pero cuya variedad de intereses, que abarcaba todas las artes y casi todas las ciencias, compensaba en universalidad lo que en profundidad o absorción perdía.
No existe nada, ninguna realidad, excepto las sensaciones. […]
El Sensacionismo pretende, consciente de esta auténtica realidad, realizar en arte la descomposición de la realidad en sus elementos psíquicos geométricos.
El fin del arte es sencillamente incrementar la autoconciencia humana.
Sobre literatura y arte
«Sensacionismo», «12. Los “Sensacionistas” portugueses», p. 125
LECTURAS / ESTÉTICA
REALIDAD