LECTURAS / ESTÉTICA
Todo escritor es un lector. Fernando Pessoa no es una excepción y, de hecho, es un lector agudísimo. A continuación ofrecemos algunas de sus originales consideraciones sobre importantes autores de la tradición occidental, así como reflexiones acerca del papel y la naturaleza del arte, la función de la literatura, el parentesco que la poesía guarda con la música o el papel que desempeña en relación con las emociones y con la belleza.
«La obra de arte consta de dos elementos: de uno interno y de otro externo.
El elemento interno, tomado aisladamente, es la emoción del alma del artista. Esta emoción tiene la capacidad de provocar otra emoción, en el fondo similar, en el alma del espectador.
Tanto en cuanto el alma esté unida con el cuerpo sólo podrá recibir vibraciones a través de la mediación del sentimiento. El sentimiento, por tanto, es un puente de lo inmaterial a lo material (artista) y de lo material a lo inmaterial (espectador).
Emoción-sentimiento-obra-sentimiento-emoción. […]
El elemento interno, creado por la vibración anímica, es el contenido de la obra. Sin contenido no puede existir obra alguna.
Para que el contenido, que en un primer momento vive «abstractamente», se convierta en una obra, el segundo elemento ―el externo― debe estar al servicio de la materialización. Por esta razón, el contenido busca un medio de expresión, una forma «material».
Vasili Kandinski (1866-1944), La pintura como arte puro (1914)
Mi poesía y mi prosa son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas abominan de lo dionisíaco, ambas saben que lo dionisíaco ha triunfado.
Roberto Bolaño (1953-2003), Diario El Mercurio, Santiago de Chile, 20 de julio de 2003
Decía Heine que, después de las grandes tragedias, acabamos siempre por sonarnos. Como judío, y por lo tanto universal, vio con claridad la naturaleza universal de la humanidad.
No conozco placer como el de los libros, y leo poco. Los libros son presentaciones a los sueños, y no precisa de presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entra en diálogo con ellos. Nunca pude leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me entorpecía la secuencia de la propia narración. Al cabo de unos minutos, el que escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en parte alguna.
Mis lecturas predilectas son la repetición de libros banales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me abandonan ―La Retórica del Padre Figueiredo y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa, del Padre Freire.
Detesto la lectura. Me causan un tedio anticipado las páginas desconocidas. Soy capaz de leer sólo lo que ya conozco.
Como otros pueden leer fragmentos de la Biblia, yo los leo de esta Retórica [del Padre Figueiredo]. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.
Hablar es tener demasiada consideración con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde.
Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las hacemos literarias. Los niños son muy literarios porque dicen tal como sienten y no tal como debe sentir quien siente según otra persona. Oí una vez a un niño que decía, queriendo decir que estaba a punto de llorar, no «Tengo ganas de llorar», que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino «Tengo ganas de lágrimas». […] «¡Tengo ganas de lágrimas!». Aquel chiquillo supo definir bien su espiral.
El hecho es que creo ser el primero en dar en palabras el absurdo siniestro de esta sensación sin remedio.
Y la curo escribiéndola. Sí, no hay desolación, si es de veras profunda, mientras que no sea puro sentimiento, pero en ella participe la inteligencia, para que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría esta, aunque sea para unos pocos.
[…] Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.
Parece que las civilizaciones no existan sino para crear arte y literatura; lo que de ellas nos habla y lo que de ellas queda son eso, palabras.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte sino la prosa. […] La poesía quedaría para que los niños se aproximaran a la prosa futura; porque la poesía tiene, sin duda, algo de infantil, de mnemónico, de auxiliar e inicial.
Todo se compenetra. La lectura de los clásicos, que no hablan de ocasos, me ha hecho inteligibles muchos ocasos con todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la cual se distingue del valor del sino, de los mas y del sin embargo, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde y qué porción de amarillo existe en el verde azul del cielo.
En el fondo se trata de una misma cosa ―la capacidad de distinguir y sutilizar.
Sin sintaxis, no existe emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
El arte es un excusarse de actuar o de vivir. El arte es la expresión intelectual de la emoción, a diferencia de la vida, que es la expresión volitiva de la emoción.
La ruina de los ideales clásicos hizo de todos artistas en potencia, y por lo tanto malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la cuidadosa observación de unas reglas ―pocos podían atreverse a ser artistas, y buena parte de esos pocos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó de ser considerado como creación a ser considerado como expresión de sentimientos, entonces cada cual pudo ya ser artista, porque sentimientos los tenemos todos.
El único arte verdadero es el de la construcción. Pero el medio moderno hace imposible la aparición de cualidades de construcción en el espíritu.
Por eso se desarrolló la ciencia. La única cosa en la que existe construcción hoy día es una máquina; el único argumento en el que hay encadenamiento es el de una demostración matemática.
El poder de crear precisa de un punto de apoyo, de la muleta de la realidad.
El arte es una ciencia…
Sufre rítmicamente.
Gasté noches de terror inclinado sobre volúmenes de místicos y de cabalistas, que nunca tenía paciencia para leer enteros si no era de manera intermitente
Me perdí por los sistemas secundarios, excitados, de la metafísica, sistemas llenos de analogías perturbadoras, de trampas para la lucidez, grandes paisajes misteriosos donde reflejos de lo sobrenatural despertaban misterios en los contornos.
Me gusta hablar. O mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real carece para mí de cualquier interés ―ni siquiera mental o de ensoñación―, se me transmutó el deseo en aquello que en mí crea ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremezco si hablan bien.
El arte consiste en hacer sentir a los otros aquello que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como forma especial de liberación.
Haber leído ya los Pickwick Papers es una de las grandes tragedias de mi vida. (No puedo volver a releerlos.)
El arte nos libera ilusoriamente de la sordidez de ser. Mientras sentimos los males y las injurias de Hamlet, príncipe de Dinamarca, no sentimos los nuestros ―viles por ser nuestros y viles por ser viles.
El amor, el sueño, las drogas y sustancias intoxicantes, son formas elementales del arte, o mejor, de producir sus mismos efectos. Pero amor, sueño y drogas tienen cada uno de ellos su desilusión. El amor harta o desengaña. Del sueño se despierta, y, mientras se durmió, no se vivió. Las drogas se pagan con la ruina del mismo físico al que sirvieron de estimulante. Pero en el arte no hay desilusión porque la ilusión se presupuso ya desde el principio.
La mayoría de los hombres vive con espontaneidad una vida ficticia y ajena. La mayoría de las personas son otras personas, dijo Oscar Wilde, y qué razón tenía.
Amo algunos poetas líricos porque no fueron ni poetas épicos ni dramáticos, porque tuvieron la justa intuición de no querer nunca más realización que la de un instante de sueño o de sentimiento. Lo que puede escribirse de manera inconsciente ―esa es la exacta medida de la perfección posible. Ningún drama de Shakespeare satisface tanto como un poema lírico de Heine.