Nueva edición de Richard Zenith, Acantilado, Barcelona, 2013 (traducción de Perfecto E. Cuadrado)
En mi alma innoble y profunda registro, día a día, las impresiones que forman la sustancia externa de mi conciencia de mí. Las pongo en palabras perezosas, que desertan de mí nada más escritas, y siguen errantes, independientes de mí, por laderas y prados de imágenes, por bulevares de conceptos, por senderos de confusiones. De nada me sirve todo eso, pues nada me sirve de nada. Pero me tranquilizo escribiendo, como quien respira mejor sin que la enfermedad haya desaparecido.
Mi ideal sería vivir todo en forma de novela, descansando en la vida ―leer mis emociones, vivir mi desprecio por ellas. Para quien tenga la imaginación a flor de piel, las aventuras de un protagonista de novela son emoción propia que le basta y sobra, pues son suyas y nuestras. No hay aventura tan grande como haber amado a Lady Macbeth
La búsqueda de la verdad ―sea la verdad subjetiva del convencimiento, la verdad objetiva de la realidad, o la verdad social del dinero o del poder― trae siempre consigo, si en ella se empeña alguien digno de premio, el conocimiento último de su inexistencia. El premio gordo de la vida les cae sólo a los que compraron por casualidad.
El arte tiene valor porque nos saca de aquí.
Transformar en algo puramente literario la receptividad de los sentidos, y convertir las emociones, cuando quizás tengan por inferior aparecer, en materia aparecida para con ella esculpir estatuas de palabras fluidas y refinadas.
Decía Heine que, después de las grandes tragedias, acabamos siempre por sonarnos. Como judío, y por lo tanto universal, vio con claridad la naturaleza universal de la humanidad.
¿Qué hacer? Aislar el instante como una cosa y ser feliz ahora, en el momento en que se está sintiendo la felicidad, sin pensar nada más que en lo que se siente, excluyendo todo lo demás, excluyéndolo todo. Enjaular el pensamiento en la sensación.
Vivir del sueño y para el sueño, deshaciendo el Universo y recomponiéndolo, conforme más agrade a nuestro momento de soñar. […] Jugar al escondite con nuestra conciencia de vivir.
Mi mundo imaginario fue siempre el único mundo verdadero para mí. Nunca tuve amores tan reales, tan llenos de vigor, de sangre y de vida como los que tuve con figuras que yo mismo creé.
No conozco placer como el de los libros, y leo poco. Los libros son presentaciones a los sueños, y no precisa de presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entra en diálogo con ellos. Nunca pude leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me entorpecía la secuencia de la propia narración. Al cabo de unos minutos, el que escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en parte alguna.
Mis lecturas predilectas son la repetición de libros banales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me abandonan ―La Retórica del Padre Figueiredo y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa, del Padre Freire.
No conozco placer como el de los libros, y leo poco. Los libros son presentaciones a los sueños, y no precisa de presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entra en diálogo con ellos. Nunca pude leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me entorpecía la secuencia de la propia narración. Al cabo de unos minutos, el que escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en parte alguna.
Mis lecturas predilectas son la repetición de libros banales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me abandonan ―La Retórica del Padre Figueiredo y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa, del Padre Freire.
Detesto la lectura. Me causan un tedio anticipado las páginas desconocidas. Soy capaz de leer sólo lo que ya conozco.
Detesto la lectura. Me causan un tedio anticipado las páginas desconocidas. Soy capaz de leer sólo lo que ya conozco.
Como otros pueden leer fragmentos de la Biblia, yo los leo de esta Retórica [del Padre Figueiredo]. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.
Como otros pueden leer fragmentos de la Biblia, yo los leo de esta Retórica [del Padre Figueiredo]. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.
Ser puro, no para ser noble ni para ser fuerte, sino para ser uno mismo. Quien da amor, pierde amor.
Renunciar a la vida para no renunciar a uno mismo.
Ver y oír son las únicas cosas nobles que la vida encierra. Los otros sentidos son plebeyos y carnales. La única aristocracia consiste en no tocar nunca. No aproximarse ―he ahí la hidalguía.
Ante cada cosa, lo que el soñador ha de procurar sentir es la nítida indiferencia que esa cosa, en cuanto tal, le provocó.
Saber, con una inmediatez instintiva, abstraer de cada objeto o acontecimiento lo que pueda tener de soñable, dejando muerto en el Mundo Exterior todo lo que tenga de real ―eso es lo que el sabio debe procurar realizar en sí mismo.
No sentir nunca sinceramente los propios sentimientos, y elevar su pálido triunfo hasta el punto de mirar indiferentemente para sus propias ambiciones, ansias y deseos; pasar por sus alegrías y angustias como quien pasa por encima de quien no le interesa.
El mayor dominio de sí mismo es la indiferencia hacia uno mismo, teniendo el alma y el cuerpo por la casa y la quinta donde el Destino quiso que pasáramos la vida.
Tratar sus más profundos sueños y sus deseos más íntimos altivamente, en grand seigneur, poniendo una íntima delicadeza en no reparar en ellos.
El aristócrata es aquel que nunca olvida que no está solo nunca; por eso las normas y los protocolos son un privilegio de las aristocracias. Interioricemos al aristócrata. Arranquémoslo de los salones y de los jardines, pasándolo al interior de nuestra alma y de nuestra conciencia de existir. Estemos siempre ante nosotros mismos siguiendo normas y protocolos con gestos estudiados y dirigidos a los otros.
El tedio de Khayyam no es el tedio de quien no sabe lo que hace, porque la verdad es que nada pudo o supo hacer. Ése es el tedio de los que nacieron muertos, el de los que legítimamente se orientan hacia la morfina o la cocaína. Es más profundo y más noble que eso el tedio del sabio persa. Es el tedio de quien pensó con claridad y vio que todo era oscuro; de quien pasó por todas las religiones y todas las filosofías y después dijo, como Salomón: «Vi que todo era vanidad y aflicciones del ánimo», o, como, al despedirse del poder y del mundo, otro rey, que era emperador, Septimio Severo: Omnia fui, nihil expedit. «Lo fui todo; nada vale la pena».
Hemos de mantenernos indiferentes ante la verdad o la mentira de todas las religiones, de todas las filosofías, de todas las hipótesis inútilmente verificables a las que llamamos ciencias. Tampoco nos ha de preocupar el destino de la llamada humanidad, o lo que pueda sufrir o no sufrir en su conjunto. Caridad sí, con el «prójimo», como se dice en el Evangelio, y no con el hombre, de quien en él no se habla. […] Caridad con todos, intimidad con nadie.
Hablar es tener demasiada consideración con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde.