Nueva edición de Richard Zenith, Acantilado, Barcelona, 2013 (traducción de Perfecto E. Cuadrado)
Hablar es tener demasiada consideración con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde.

En cualquier espíritu que no sea disforme, existe la creencia en Dios. En cualquier espíritu que no sea disforme, no existe la creencia en un Dios definido. Es algún ser, existente e imposible, que lo rige todo; un ser cuya persona, si la tiene, nadie puede definir; un ser cuyos fines, si de ellos se sirve, nadie puede comprender. Llamándolo Dios lo decimos todo, porque, no teniendo la palabra sentido preciso alguno, así lo afirmamos sin decir nada. Los atributos de infinito, de eterno, de omnipotente, de sumamente justo o bondadoso, que a vedes le asignamos, se desprenden por sí mismos como todos los adjetivos innecesarios cuando el sustantivo basta. Y Él, al que, por indefinido, no podemos asignar atributos, es, por eso mismo, el sustantivo absoluto.


Son intransmisibles todas las impresiones salvo si las hacemos literarias. Los niños son muy literarios porque dicen tal como sienten y no tal como debe sentir quien siente según otra persona. Oí una vez a un niño que decía, queriendo decir que estaba a punto de llorar, no «Tengo ganas de llorar», que es lo que diría un adulto, es decir, un estúpido, sino «Tengo ganas de lágrimas». […] «¡Tengo ganas de lágrimas!». Aquel chiquillo supo definir bien su espiral.

El hecho es que creo ser el primero en dar en palabras el absurdo siniestro de esta sensación sin remedio.
Y la curo escribiéndola. Sí, no hay desolación, si es de veras profunda, mientras que no sea puro sentimiento, pero en ella participe la inteligencia, para que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría esta, aunque sea para unos pocos.
[…] Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.

Parece que las civilizaciones no existan sino para crear arte y literatura; lo que de ellas nos habla y lo que de ellas queda son eso, palabras.

Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte sino la prosa. […] La poesía quedaría para que los niños se aproximaran a la prosa futura; porque la poesía tiene, sin duda, algo de infantil, de mnemónico, de auxiliar e inicial.

Todo se compenetra. La lectura de los clásicos, que no hablan de ocasos, me ha hecho inteligibles muchos ocasos con todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la cual se distingue del valor del sino, de los mas y del sin embargo, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde y qué porción de amarillo existe en el verde azul del cielo.
En el fondo se trata de una misma cosa ―la capacidad de distinguir y sutilizar.
Sin sintaxis, no existe emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.


El arte es un excusarse de actuar o de vivir. El arte es la expresión intelectual de la emoción, a diferencia de la vida, que es la expresión volitiva de la emoción.

La ruina de los ideales clásicos hizo de todos artistas en potencia, y por lo tanto malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la cuidadosa observación de unas reglas ―pocos podían atreverse a ser artistas, y buena parte de esos pocos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó de ser considerado como creación a ser considerado como expresión de sentimientos, entonces cada cual pudo ya ser artista, porque sentimientos los tenemos todos.

El único arte verdadero es el de la construcción. Pero el medio moderno hace imposible la aparición de cualidades de construcción en el espíritu.
Por eso se desarrolló la ciencia. La única cosa en la que existe construcción hoy día es una máquina; el único argumento en el que hay encadenamiento es el de una demostración matemática.
El poder de crear precisa de un punto de apoyo, de la muleta de la realidad.
El arte es una ciencia…
Sufre rítmicamente.

Gasté noches de terror inclinado sobre volúmenes de místicos y de cabalistas, que nunca tenía paciencia para leer enteros si no era de manera intermitente

Me perdí por los sistemas secundarios, excitados, de la metafísica, sistemas llenos de analogías perturbadoras, de trampas para la lucidez, grandes paisajes misteriosos donde reflejos de lo sobrenatural despertaban misterios en los contornos.

Me gusta hablar. O mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real carece para mí de cualquier interés ―ni siquiera mental o de ensoñación―, se me transmutó el deseo en aquello que en mí crea ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremezco si hablan bien.

El arte consiste en hacer sentir a los otros aquello que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como forma especial de liberación.

Haber leído ya los Pickwick Papers es una de las grandes tragedias de mi vida. (No puedo volver a releerlos.)

El arte nos libera ilusoriamente de la sordidez de ser. Mientras sentimos los males y las injurias de Hamlet, príncipe de Dinamarca, no sentimos los nuestros ―viles por ser nuestros y viles por ser viles.
El amor, el sueño, las drogas y sustancias intoxicantes, son formas elementales del arte, o mejor, de producir sus mismos efectos. Pero amor, sueño y drogas tienen cada uno de ellos su desilusión. El amor harta o desengaña. Del sueño se despierta, y, mientras se durmió, no se vivió. Las drogas se pagan con la ruina del mismo físico al que sirvieron de estimulante. Pero en el arte no hay desilusión porque la ilusión se presupuso ya desde el principio.

La mayoría de los hombres vive con espontaneidad una vida ficticia y ajena. La mayoría de las personas son otras personas, dijo Oscar Wilde, y qué razón tenía.

Amo algunos poetas líricos porque no fueron ni poetas épicos ni dramáticos, porque tuvieron la justa intuición de no querer nunca más realización que la de un instante de sueño o de sentimiento. Lo que puede escribirse de manera inconsciente ―esa es la exacta medida de la perfección posible. Ningún drama de Shakespeare satisface tanto como un poema lírico de Heine.

Si existiera en el arte el mester de perfeccionador, yo tendría en la vida una función…
Tener la obra hecha por otro, y trabajar sólo en perfeccionarla… Así, tal vez, se hizo la Ilíada…
¡Sólo no necesitar el esfuerzo de la creación primitiva!
¡Cómo envidio a los que escriben novelas, a los que las empiezan, y las van componiendo, y las acaban! Sé imaginarlas, capítulo a capítulo, a veces con las frases del diálogo y las que están entre el diálogo, pero no sabría trasladar al papel esos sueños de escritura

Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón no es más que ser trasladado de celda. El arte, si nos libera de los abstractos ídolos de costumbre, también nos libera de las ideas generosas y de las preocupaciones sociales ―ídolos también.
Encontrar la personalidad en el perderla ―la misma fe abona ese sentido de destino.

«Mis hábitos son los de la soledad, no los de los hombres»; no sé si fue Rousseau, si Senancour, quien dijo esto. Pero fue algún espíritu de mi especie ―no podré quizás decir que de mi raza.
