Nueva edición de Richard Zenith, Acantilado, Barcelona, 2013 (traducción de Perfecto E. Cuadrado)
Saber no tener ilusiones es absolutamente necesario para poder tener sueños.
Alcanzarás así el punto supremo de la abstención soñadora, donde los sentidos se mezclan, los sentimientos se desbordan, las ideas penetran las unas en las otras. Así como los colores y los sonidos saben unos a otros, los odios saben a amores, los vigores a tedios, las cosas concretas a abstractas, y las abstractas a concretas. Se rompen los lazos que, al tiempo que todo lo ligaban, lo separaban todo, aislando cada elemento. Todo se funde y se confunde.
No comulgo ni nunca comulgué ni podré, supongo, comulgar nunca, con aquel concepto bastardo según el cual somos, como almas, consecuencia de una cosa llamada cerebro, que existe, de nacimiento, dentro de otra cosa material llamada cráneo. No puedo ser materialista
Todo es complejo, o soy yo el que lo soy. Pero, de cualquier modo, no importa, porque, de todos modos, nada importa. Todo esto, todas estas consideraciones extraviadas por la amplia calle, vegetan en las casas de campo de los dioses excluidos como enredaderas lejos de las paredes. Y sonrío, en la noche en que concluyo sin fin estas consideraciones sin engranaje, por la ironía vital que las hace surgir de un alma humana, huérfana, desde antes de los astros, de las grandes razones del Destino.
Me oculté, como el sol en mi paisaje. No queda, de lo dicho y de lo visto, sino una noche ya cerrada, llena de brillo muerto de lagos, en una planicie sin patos salvajes, muerta, fluida, húmeda y siniestra.
En mi alma innoble y profunda registro, día a día, las impresiones que forman la sustancia externa de mi conciencia de mí. Las pongo en palabras perezosas, que desertan de mí nada más escritas, y siguen errantes, independientes de mí, por laderas y prados de imágenes, por bulevares de conceptos, por senderos de confusiones. De nada me sirve todo eso, pues nada me sirve de nada. Pero me tranquilizo escribiendo, como quien respira mejor sin que la enfermedad haya desaparecido.
Sólo la esterilidad es noble y digna. Sólo el matar lo que nunca existió es raro y sublime y absurdo.
Sea lo que sea este interludio de mímica sobre el proyector del sol y las lentejuelas de las estrellas, no viene mal desde luego saber que es un interludio; si lo que está del otro lado de las puertas del teatro es la vida, viviremos; si es la muerte, moriremos, y la obra nada tiene que ver con todo esto.
Por eso nunca me siento tan próximo de la verdad, tan sensiblemente iniciado, como en las contadas ocasiones en que voy al teatro o al circo; sé entonces que por fin estoy asistiendo a la perfecta representación de la vida.
Mi ideal sería vivir todo en forma de novela, descansando en la vida ―leer mis emociones, vivir mi desprecio por ellas. Para quien tenga la imaginación a flor de piel, las aventuras de un protagonista de novela son emoción propia que le basta y sobra, pues son suyas y nuestras. No hay aventura tan grande como haber amado a Lady Macbeth
Es regla de la vida que podemos y debemos aprender de todo el mundo. Hay cosas de la seriedad de la vida que podemos aprender de charlatanes y bandidos, hay filosofías que nos suministran los estúpidos, hay lecciones de firmeza y de ley que por azar nos llegan desde aquellos que el azar eligió. Todo está en todo.
Veo, y eso ya es mucho. ¿Es que hay alguien que sea capaz de entender? Tal vez sea por ese escepticismo sobre lo inteligible por lo que encare de igual modo un árbol y una cara, un cartel y una sonrisa. (Todo es natural, todo artificial, todo igual.) Todo lo que veo es para mí lo único visible, sea el alto cielo azul verdiblanco de la mañana por llegar, sea el gesto falso en el que se contrae la cara de quien está sufriendo ante testigos la muerte de quien ama.
La locura llamada afirmar, la enfermedad llamada creer, la infamia llamada ser feliz ―todo eso huele a mundo, sabe a esa triste cosa que es la tierra.
Sé indiferente. Ama el ocaso y el amanecer, porque no tiene ninguna utilidad, ni siquiera para ti, el amarlos. Viste tu ser del oro de la tarde muerta, como un rey depuesto en una mañana de rosas, con Mayo en las nubes blancas y la sonrisa de las vírgenes entre las quintas retiradas.
Nunca dejo que mis sentimientos sepan lo que voy a hacerles sentir… Juego con mis sensaciones como una princesa abrumada de tedio con sus enormes gatos ágiles y crueles…
Nunca dejo que mis sentimientos sepan lo que voy a hacerles sentir… Juego con mis sensaciones como una princesa abrumada de tedio con sus enormes gatos ágiles y crueles…
El absurdo nos salva de llegar, a pesar del tedio, a aquel estado del alma que comienza sintiendo la dulce furia de soñar. […] Convirtamos la vida en un absurdo, de este a oeste.
Y entonces abro los ojos de soñar, me acerco a la ventana y transfiero el sueño a las calles y los tejados. Y es en la contemplación distraída y profunda de los aglomerados de tejas separadas en tejados, cubriendo el contagio astral de las gentes que pasean por las calles, cuando se me desprende de verdad el alma, y no pienso, no sueño, no veo, no preciso; contemplo entonces realmente la abstracción de la Naturaleza, la diferencia entre el hombre y Dios.
El resultado lo es todo. Lo que se sintió fue lo que se vivió;. Se retira uno tan cansado de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se vivió tanto como cuando se pensó mucho. Quien está en un rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo, y por verlo todo, lo vive todo. […] Bailo, pues, cuando estoy viendo bailar. Digo, como el poeta inglés, cuando contaba que estaba viendo, tumbado a lo lejos en la hierba, tres segadores: «Hay un cuarto segando, y ese soy yo».
Transformar en algo puramente literario la receptividad de los sentidos, y convertir las emociones, cuando quizás tengan por inferior aparecer, en materia aparecida para con ella esculpir estatuas de palabras fluidas y refinadas.
El lema que hoy más quiero como definición de mi espíritu es el de creador de indiferencias. Querría que mi acción en la vida fuera, más que cualquiera otra, la de enseñar a los otros a sentir cada vez más por sí mismos, y cada vez menos según la ley dinámica de la colectividad. Enseñar aquella desinfección espiritual gracias a la cual no puede existir contagio de vulgaridad me parece el más constelado destino del pedagogo íntimo que yo querría ser. Que cuantos me leyeran aprendiesen ―aunque poco a poco, como exige el asunto― a no tener sensación alguna ante las miradas ajenas y las opiniones de los demás; ese destino enguirnaldaría suficientemente el estancamiento escolástico de mi vida.
Saber ser supersticioso sigue siendo una de las artes que, realizadas en su más alto grado, señalan al hombre superior.
Ahora, a esta luz clara e intensa, el paisaje de la ciudad es como el de un campo de casas ―natural, extenso, combinado. Pero, incluso viendo todo esto, ¿podré olvidarme de que existo? Mi conciencia de la ciudad es, por dentro, mi conciencia de mí mismo.
Me acuerdo de repente de cuando era niño y veía, como hoy no puedo ver, rayar la mañana sobre la ciudad. Entonces la mañana no rayaba para mí, sino para la vida, porque entonces yo, sin ser consciente de ello, era la vida. Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me quedo triste. El niño sigue aquí, pero enmudeció. Veo como veía, pero por detrás de los ojos me veo viendo; y ya sólo con esto se me oscurece el sol y el verde de los árboles me resulta viejo y las flores se marchitan antes de aparecer.
Y asomado al parapeto, disfrutando del día, sobre el volumen vario pinto del conjunto de la ciudad, sólo un pensamiento me inunda el alma ―el íntimo deseo de morir, de acabar, de no ver ninguna otra luz sobre ciudad alguna, de no pensar, de no sentir, de dejar atrás, como un papel de envolver, el curso del sol y de los días, de despojarme, como de un traje pesado, a la orilla del lecho infinito, del esfuerzo involuntario de ser.
Tengo la intuición de que para las criaturas como yo ninguna circunstancia material puede resultar propicia, ningún acontecimiento de la vida puede tener una solución favorable. […] De todo esto resulta, en relación con mis esfuerzos, que yo no intento nunca nada con exceso. […] Mi estoicismo es una necesidad orgánica. Necesito acorazarme contra la vida.